Cuando llega la primavera, la Semana Santa se acerca. Dice la tradición cristiana recogida en el Concilio de Nicea, aproximándonos a lo que era el calendario judío de hace 20 siglos, que cada año la festividad del Domingo de Resurrección se celebrará cada año el domingo siguiente a la primera luna llena, el plenilunio, de primavera. Siete días, los cristianos celebramos el Domingo de Ramos, que viene precedido por los 40 días de la Cuaresma.
Mientras los sevillanos año tras año miran hacia los cielos, buscando si habrá o no nubes peligrosas, cuando se cumple esa previsión de Nicea la cruz de guía de la Hermandad de la Paz pisa por primera vez las calles de su barrio del Porvenir. Sevilla comienza así a rezar, en un rezo público y sentido que se prolongará sin solución de continuidad hasta que llegue la Pascua.
Se cumple así lo que, en palabras más poéticas, escribió el que fuera pregonero de la Semana Santa, Ignacio Sánchez-Dalp:
Será una semana intensa, muy intensa, con casi 60 hermandades en las calles, entre las que procesionan en los días grandes y las que lo hacen en las vísperas. Todos buscan lo mismo, hacer profesión pública de fe, pero todas son distintas, muy distintas. Y no sólo en su iconografía, sino también en su modo de expresar la misma fe.
Por eso, cuando uno se para en cualquier esquina, para ver el paso de una hermandad camino de la Santa Iglesia Catedral, si lo hace desde los ojos de la fe, está viviendo el relato evangélico de aquellos lejanos días en la Jerusalén de Pilatos y de Caifás, pero sobre todo del Cenáculo y el Huerto de los Olivos, para culminar en el monte Calvario.
¿Qué, además, estamos contemplando unas casi vivientes obras de arte? Desde luego. ¿Qué admiramos cómo cada hermandad se esmera hasta casi lo imposible en la preparación de sus pasos? También. ¿Qué nos asombramos con el esmero con discurre la cofradía y, en especial, la tarea que desempeña los costaleros en sus trabajaderas debajo del paso? Pues también.
Pero todo en nada eso contradice esa otra razón más profunda de la fe. Al fin y al cabo, cuando por lo civil hacemos una celebración, ¿acaso no nos esmeramos en el vestido y el arreglo? Lo hacemos por respeto al agasajado. Lo mismo hace un cofrade, por ejemplo, al preparar su salida procesional: rendir culto a Cristo y a su Madre también con unas flores frescas y artísticamente puestas, con una cerería preparada para mejor admirar a las imágenes. Pero lo mismo puede decirse cuando desde debajo del paso oímos esas sinceras voces que responden a la llamada del capataz: “Al cielo con Ella”. ¿No es eso una oración de las nacen del corazón?
Probablemente, nadie como Antonio Rodríguez Buzón ha sabido describir esta oración que nace en las trabajaderas, cuando hace ya muchos años escribió:
Capataz:
Que no le roce ni el aire
Ni la ráfaga de luz
Ni el clavel en la ventana
Ni la música siquiera
Ni el mercurio del lucero
Capataz: Que no rocen a Jesús
¿Acaso, a fin de cuentas, ese cante llamado saeta no es sino una oración a la que se le pone música? ¿Acaso aquellos versos de Machado no sirven para ese hablar de tú a tú con Dios que es la oración?
Dijo una voz popular:
Oh, la saeta, el cantar
Cantar del pueblo andaluz
Cantar de la tierra mía
Oh, no eres tú mi cantar
Por eso, por todo eso, hay mucha verdad en lo escrito hace un tiempo por José Vega de los Reyes, en su “Rinconcito cofrade”: “hay algo llamado sentimiento que está presente por cada esquina sevillana. Esa larga espera ha concluido para ofrecernos la llegada de la gloria, que nos acompañará hasta el momento que los bencejos se asomen por San Luis”,
¿Qué luego el hombre o la mujer tiene limitaciones y podrás advertir fallas y errores en esta manera de proceder? Eso ya lo sabíamos antes de empezar. No es más que una muestra de que aún andamos en eso que los teólogos llaman “camino de perfección”, que sólo será completado en la otra vida. Pero si no sabes trascender todo eso que te choca, incluso cuando es con fundamento humano, piensa que tu razonamiento no sabe trascender más allá de la limitación humana, tanto que no te deja ver la verdad oculta que hay allí. Una verdad que existe, a pesar de todos nuestros pesares y nuestras cegueras. Esa es la verdad auténtica por la que reza Sevilla en estos siete días de Pasión, pero también de Gloria para Cristo y su Madre.
Por eso, querido amigo, si te acercas por Sevilla cuando la ciudad estalla en su primavera de rezos y no adviertes nada de todo esto, no pienses que en estas pocas líneas hay más nostalgia que verdad. Mejor mira a tu interior y repiensa, te lo ruego, si no habrá sido porque aquello que contemplas, incluso admiras, solo lo ves con los limitados ojos de ver, pero no con esos otros ojos del alma que trascienden a un mundo que efectivamente es mejor, mucho mejor, te lo aseguro.
Si por esto o por aquello, que da lo mismo la causa, no terminas de fiarte de este criterio que sugiero, sigue al menos el pensamiento hecho poema de Antonio Rodríguez Buzón, que nadie como él ha retratado a esta Semana Santa de Sevilla, cuando dejó escrito:
Toda Sevilla, Señor,
¡Quien vio cruzar al Gran Poder,
Es el rezo de Sevilla, ese rezo que seguirá de continuo hasta que las 24 campanas de la Catedral, dirigidas parsimoniosamente por el Giraldillo que las capitanea, rompan en su sinfonía de gloria para anunciarnos que Cristo ha resucitado. Ya sólo faltaran un año para el siguiente Domingo de Ramos.
Sevilla también te espera durante ese año. Sobre todo espera a que vuelvas a compartir con ella su oración nazarena.
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