No nos hemos repuesto del serial sevillano y ya andamos metidos en el largo camino de San Isidro y su prolongación con las corridas que forman lo que mal se denomina Feria del Aniversario y la Beneficencia.
Sevilla nos dejado algunas lecciones importantes. Las positivas llevan por nombre los de
El Juli y José María Manzanares, a los que, a buen seguro, la cátedra va a examinar con el rigor que corresponde a la que, la mayoría de las veces, es la primera plaza del mundo. Será del mayor interés ver el resultado final, como bien se acredita por la expectación que de antemano han levantado sus actuaciones.
Pero las lecciones negativas han sido demasiadas y graves como para ser tapadas por la refulgente actuación de estos dos toreros. La primera, la profunda crisis de la cabaña de bravo, pero no sólo en su aspecto exclusivamente torista –que es crucial–, sino también en cuanto se refiere a la selección de las corridas que se envían a las Plazas, para que respondan a lo que la afición espera en cuanto a trapío, enrazamiento, etc., así como los flecos nada despreciables que cuelgan de semejante percha: la elección de encastes por empresas y toreros, la actitud de la autoridad en los reconocimientos y en la dirección de los festejos, etc.
Pero de Sevilla nos hemos traído también otra lección que cuesta más asimilar. Se trata de la atonía casi generalizada que hoy se observa en una apreciable parte del escalafón taurino. Hay síntomas evidentes. Piénsese en algo tan elemental como el trabajo que cuesta hoy a buena parte de los profesionales ajustarse con los toros, para los que cruzarse es una odisea y otro tanto llevar a los toros hasta detrás de la cadera en lugar de torear hacia las afueras. Cuando cosas tan elementales fallan, y nada digamos si además tal ocurre entre quienes están llamados a dar el paso al frente que exige su juventud y su necesidad de afianzarse en el oficio, nos encontramos abocados de modo necesario a la mediocridad.
Sin embargo, con la crisis golpeando seriamente a la Fiesta, tanto en el orden económico como en el sociológico, no están los tiempos para eso que los taurinos tan afinadamente denominan mandangas. Por eso, si siempre sido un error de los que se pagan caros dejarse ir un toro de orejas, hoy hay que interpretarlo como una especie de renuncia –que sea voluntaria o involuntaria, resulta irrelevante– a ser alguien en los ruedos.
De tal forma que bien podíamos transponer en versión libre a nuestra realidad de hoy el viejo refrán: A quien San Isidro le dé una oportunidad, que no la deje ir, que las cosas no están para esperas innecesarias, que además no van a llegar. Ahora sí que se hace verdad eso de que el tren, o el cartero, no pasa dos veces por la puerta de casa.
En efecto, si ya de por sí siempre resultó casi heroico abrirse paso en la complicada madeja de intereses y circunstancias que dan acceso a los carteles, hoy se ha transformado en algo muy más arduo todavía. De manera que el que se deje escapar su oportunidad, lo tendrá más difícil de lo que de por sí este oficio.
Y estamos pensando, como es lógico, en esa nueva generación de toreros que aspiran a ser las figuras del mañana inmediato, tomando el relevo de quienes hoy mandan en los escalafones, ya vistan de oro, ya de plata. A San Isidro llegan con el pasaporte de la esperanza, siempre indispensable para pensar en el futuro de la Fiesta. Ojalá no salgan con el billete caducado.
No puede obviarse que estas realidades aportan hoy una sobrepresión añadida a la ya dura prueba que desde muchos días antes tienen sobre sus hombros quienes han conseguido verse anunciados en la primera feria de toda la geografía taurina. Si a lo largo de los siglos, en este empeño nunca hubo lugar para los pusilánimes, hoy se las exigencias son incluso mayores.
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