XXXIV. Notas introductorias al siglo XIX mexicano

por | 7 Sep 2016 | Ensayos

Hace 17 años tuve oportunidad de ver publicado mi libro Novísima Grandeza de la Tauromaquia Mexicana.[1] Aquella fue una versión que intentaba poner al día diversos aspectos relacionados con esta expresión, sin que fuese necesario más que el franco propósito de dar esa nueva mirada interpretativa, que en otras épocas consiguieron Domingo Ibarra,[2] Nicolás Rangel,[3] Armando de María y Campos,[4] José de Jesús Núñez y Domínguez[5] o Heriberto Lanfranchi.[6]

Afortunadamente surgieron los trabajos académicos de Benjamín Flores Hernández[7] que fueron referencia y modelo a seguir, con lo que me propuse continuar sus pasos en mi tesis de maestría.[8] Pasado todo ese tiempo, las miradas y propuestas han cambiado, por lo que hoy repensar la tauromaquia del siglo XIX a la luz del XXI es y será en este empeño, propósito a seguir.

 

Sorprende -de entrada-, una afirmación hecha por Leopoldo Vázquez[9] en el sentido de que Bernardo Gaviño “el más ilustre y afamado de los lidiadores de México, era español (…)”. Lo destacado de esta cita es que lo afirma con una doble nacionalidad, más mexicana que española, que fue ganándose lentamente hasta su muerte misma. Este seguramente se pelea las palmas con dos diestros que luego fueron grandes en su patria. Me refiero a Francisco Arjona Cúchares[10] y Francisco Montes Paquiro,[11] alumnos sobresalientes de la Real Escuela de Tauromaquia en Sevilla. Asimismo, encontramos, entre otros a: Juan León, a Manuel Parra, Manuel Romero Carretero, Antonio Calzadilla, Pedro Sánchez, Roque Miranda, Jorge Monge “El Negrillo”, Antonio de los Santos, entre otros muchos.

Durante aquellos años España sufría el embate de varias nuevas naciones americanas que logran su independencia, desligándose del control político y económico que impuso la corona en similar número de colonias durante tres siglos. Todo esto creaba en América un nuevo espíritu de libertad y pensamiento bajo un deseo de emancipación que permitió el desarrollo de destinos en sus más diversas variedades de carácter político, social y económico. México no fue la excepción.

 

Heredia ilustró, Cumplido publicó. Escena fascinante de la REAL
PLAZA DE TOROS DE SAN PABLO. La fiesta poco a poco va
mostrando signos de lo que ya es para la tercera década del
siglo XIX. Fuente: Colección del autor.

Tuvo que morir Fernando VII (1833) para que el gobierno español finalmente reconociera la independencia de México. Cuando esto ocurrió, el 28 de diciembre de 1836, la actitud hacia España en los discursos conmemorativos cambió radicalmente. La península no sólo dejaba de ser una amenaza sino que pasaba a ser motivo de aflicción debido a las cruentas luchas internas por la sucesión del trono (guerras carlistas).[12]

Por eso, una opinión que nos define el sentir de aquella nueva experiencia dejamos que nos la explique José María Lafragua, quien el 27 de septiembre de 1843 afirma:

…la España de Isabel III… no es la España de Carlos V; y hartas desgracias ha sufrido y sufre esa nación heroica, en expiación tal vez de sus antiguos errores, para que nosotros, hijos de la libertad y del progreso, echemos en rostro a nuestros hermanos de hoy las faltas de nuestros padrastros.[13]

El espíritu de aventura hizo emprender en Bernardo el proyecto de embarcarse a una América rica en posibilidades. La decisión que toma para hacer un viaje que se tornó definitivo, puesto que ya no volvería a ver nunca más su Cádiz maternal, está sustentada en dos posibilidades que a continuación se enuncian.

“El palo ensebado”, “cucaña”, o “monte parnaso” fue
una representación novohispana que durante el siglo XIX
adquirió fuerte protagonismo en las corridas, sobre todo
durante la hegemonía de Bernardo Gaviño.
Fuente: Antonio Navarrete. TAUROMAQUIA MEXICANA,
Lám. Nº 13. “La cucaña taurina”.

Una de ellas es la de que encontrándose dispuesto a abrazar tan difícil profesión, ésta se hallaba fuertemente disputada por otros tantos diestros que, además, alcanzaban renombre a pasos agigantados. ¿Cómo poder lograr un lugar de privilegio frente a PAQUIRO o frente a CÚCHARES, si ambos toreros gozaban del apoyo del pueblo al verlos este como parte de la REAL ESCUELA DE TAUROMAQUIA DE SEVILLA; y todavía más: como alumnos favoritos del longevo torero, Pedro Romero?

Otra es la que se fundamenta en el espíritu de conquista que Bernardo Gaviño decide, con la certeza de que América es un “filón de oro” y en ella no abundan los toreros españoles, menos aún cuando están ocurriendo los acontecimientos que cimbran el alma toda de poblaciones en reciente estado de independencia.

Al finalizar el siglo XVIII y despertar el XIX la fiesta de los toros está convertida en un caldo de cultivo, en el que caben todas las posibilidades de invención, mismas que acompañaron durante un buen número de años al espectáculo hasta que adquiere una personalidad propia, más profesional y venturosa frente a las nuevas generaciones que van haciendo suyo un divertimento al que matizan de un carácter propio gracias a todas esas formas de expresión que se vivieron en épocas del esplendor goyesco, pasando a manos de Bernardo Gaviño quien desde Montevideo y Cuba las transporta a México, sitio en el que compartirán la tauromaquia -con todo su dejo de relajamiento e invención- luego de su llegada, en 1835, hasta su muerte misma, en 1886. Un dato que debe quedar sentado, es que de 1829 a 1886, Bernardo Gaviño estuvo activo en América 57 años, 31 de los cuales al menos, los consagró a México.

Un espectáculo taurino durante el siglo XIX, y como consecuencia de acontecimientos que provienen del XVIII, concentraba valores del siguiente jaez:

-Lidia de toros “a muerte”, como estructura básica, convencional o tradicional que pervivió a pesar del rompimiento con el esquema español, luego de la independencia.

-Montes parnasos,[14] cucañas, coleadero, jaripeos, mojigangas, toros embolados, globos aerostáticos, fuegos artificiales, representaciones teatrales,[15] hombres montados en zancos, mujeres toreras. Agregado de animales como: liebres, cerdos, perros, burros y hasta la pelea de toros con osos y tigres.[16]

Forma esto un básico. Ese gran contexto se entremezclaba bajo cierto orden, establecido en el reparto de los fascinantes carteles. La reunión popular se encargaba de deformar ese proceso en un feliz discurrir de la fiesta como tal.

 

Vista de la Plaza Nacional de Toros. En: COSTELOE, Michael: “EL
PANORAMA DE MÉXICO DE BULLOCK / BURFORD, 1823-1864: HISTORIA
DE UNA PINTURA”. México, Colegio de México. En Historia
Mexicana, 2010, Tomo LIX, N° 4 (pp. 1205-1245).

La relación directa con Bernardo Gaviño en Cuba hace ver que sus influencias en México son de mucho poder. Bernardo debe haber sido para entonces una figura importante en Cuba y el nombre de México no fue ajeno a sus aspiraciones. Quizá vio en todo esto la posibilidad de incorporarse a un esquema de actividades taurinas, a las que el pueblo mexicano no mostraba demasiada aversión, siendo este personaje de origen español. Recordemos las razones de la expulsión de los españoles de México a finales de la segunda década del siglo XIX. Según Jesús Reyes Heroles acepta que dicha expulsión fue antieconómica y repugnante para el modo de pensar de la presente generación. México se encontraba desgarrado entre los dos polos de su realidad: el orden colonial, del cual los españoles eran un recuerdo vivo, y el nuevo orden republicano. La expulsión de los españoles, según Reyes Heroles, tuvo entonces el objetivo de impedir la consolidación de una oligarquía económica, política y hasta social.

Pero Bernardo Gaviño no afectaba estas condiciones. España reconoce la independencia de México hasta 1836. Gaviño es, en todo caso un continuador de la escuela técnica española que comenzaba a dispersarse en México como consecuencia del movimiento independiente, pero no un elemento más de la reconquista, asunto que sí se daría en 1887, con la llegada de José Machío, Luis Mazzantini o Diego Prieto “Cuatro dedos”. Y no lo fue porque su propósito fundamental fue el de alentar –y aprovechar en consecuencia- el nacionalismo taurino que alcanzó un importante nivel de desarrollo, durante los años en que se mantuvo como eje de aquella acción.

 

Cabecera de un cartel taurino que anunciaba algún festejo en la
plaza de toros de “San Pablo”. (Ca. 1857). Col. del autor.

Como una constante, el conjunto de manifestaciones festivas, producto de la imaginaria popular, o de la incorporación del teatro a la plaza, llamadas “mojigangas” (que en un principio fueron una forma de protesta social), despertaron intensas con el movimiento de emancipación de 1810. Si bien, desde los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX ya constituían en sí mismas un reflejo de la sociedad y búsqueda por algo que no fuera necesariamente lo cotidiano, se consolidan en el desarrollo del nuevo país, aumentando paso a paso hasta llegar a formar un abigarrado conjunto de invenciones o recreaciones, que no alcanzaba una tarde para conocerlos. Eran necesarias muchas, como fue el caso durante el siglo antepasado, y cada ocasión representaba la oportunidad de ver un programa diferente, variado, enriquecido por “sorprendentes novedades” que de tan extraordinarias, se acercaban a la expresión del circo lo cual desequilibraba en cierta forma el desarrollo de la corrida de toros misma; pues los carteles nos indican, a veces, una balanceada presencia taurina junto al entretenimiento que la empresa, o la compañía en cuestión se comprometían ofrecer. Aunque la plaza de toros se destinara para el espectáculo taurino, este de pronto, pasaba a un segundo término por la razón de que era tan basto el catálogo de mojigangas y de manifestaciones complementarias al toreo, -lo cual ocurrió durante muchas tardes- que, para la propia tauromaquia no significaba peligro alguno de verse en cierta media relegada. O para mejor entenderlo, los toros lidiados bajo circunstancias normales se reducían a veces a dos o tres como mínimo, en tanto que el resto de la función corría a cargo de quienes se proponían divertir al respetable.

Desde el siglo XVIII este síntoma se deja ver, producto del relajamiento social, pero producto también de un estado de cosas que avizora el destino de libertad que comenzaron pretendiendo los novohispanos y consolidaron los nuevos mexicanos con la cuota de un cúmulo de muertes que terminaron, de alguna manera, al consumarse aquel propósito.

Durante el siglo XIX, y en las plazas de San Pablo o el Paseo Nuevo hubo festejos taurinos que se complementaban con representaciones de corte teatral y efímero al mismo tiempo que ya conocemos como “mojigangas”. También puede decirse: en ambas plazas hubo toda una representación teatral que se redondeaba con la corrida de toros, sin faltar “el embolado”, expresión de menores rangos, pero desenlace de todo el entramado que se orquestaba durante la multitud de tardes en que se mostraron estos panoramas. Ambos escenarios permitían que las mencionadas representaciones se complementaran felizmente, logrando así un conjunto total que demandaba su repetición, cosa que los empresarios Mariano Tagle, Manuel de la Barrera, Javier de las Heras, Vicente del Pozo y Jorge Arellano garantizaron hasta donde les era posible, con la salvedad de que entre un espectáculo y otro se representaran cosas distintas. Y aunque pudiera parecer que lo único que no cambiaba era el quehacer taurino, esto no fue así.

El siglo XIX mexicano en especial, reúne un conjunto de situaciones que experimentaron cambios agresivos para el destino que pretende alcanzar la nueva nación. Ya sabemos que al liberarse el pueblo del dominio colonial de tres siglos, tuvo como costo la independencia, tan necesaria ya en 1810. Lograda esta iniciativa y consumada en 1821 pone a México en una condición difícil e incierta a la vez. ¿Qué quieren los mexicanos: ser independientes en absoluto poniendo los ojos en Estados Unidos que alcanza progresos de forma ascendente; o pretenden aferrarse a un pasado de influencia española, que les dejó hondas huellas en su manera de ser y de pensar?

Este gran conflicto se desata en las esferas del poder, el cual todos pretenden. Así: liberales y conservadores, militares y hasta los centralistas pelean y lo poseen, aunque esto fuera temporal, efímeramente. Otra circunstancia fue la guerra del 47´, movimiento que enfrentó en gran medida el contrastante general Antonio López de Santa Anna, figura discutible que no sólo acumuló medallas y el cargo de presidente de la república varias veces, sino que en nuestros días es y sigue siendo tema de encontrados comentarios.

Esa lucha por el poder y la presencia de personajes como el de Manga de Clavo fue un reflejo directo en los toros, porque a la hora en que se desarrollaba el espectáculo, las cosas se asumían si afán de ganar partido, y no se tomaban en serio lo que pasara plaza afuera, pero lo reflejaban -traducido- plaza adentro, haciendo del espectáculo un cúmulo de creaciones y recreaciones, como ya se dijo.

Desde la antigüedad, la fiesta como entretenimiento y diversión ha sido el remedio, atenuante de crisis sociales, emocionales probablemente, y hasta existenciales (basta recordar el caso del Rey Felipe V y su encuentro con el castrato Farinelli). Respecto a ciertos estudios sobre la historia de este género, existen trabajos de Johan Huizinga,[17] Josep Pieper,[18] Jean Duvignoud[19] y otros especialistas, que lo han hecho con inusitada y sorprendente lucidez.

El de la diversión es un género que emerge de lejanos tiempos, siempre acompañando el devenir de las culturas como una forma de escape, espejo sintomático que no se desliga de la razón de ser del pueblo, soporte cuya esencia va definiendo a cada una de esas sociedades en cuanto tal. Basta recordar la que se consolidó en el imperio romano. En la actualidad, la sociedad mexicana encuentra un abanico rico en posibilidades, donde entre sus fibras más sensibles, entretenerse pasa a ser parte vital de sus rumbos cotidianos.

En lo que a fiesta de toros se refiere, desde el siglo XVI y hasta nuestros días se nos presenta como un gran recipiente cuyo contenido nos deja admirar multitud de expresiones, unas en desuso total; otras que en el ayer se manifestaron intensas, y que hoy, evolucionadas, perfeccionadas siguen practicándose.

Pero más allá del contenido explícito que la fiesta de toros nos da en este depósito, vemos otras manifestaciones que en su mayoría desaparecieron y algunas más, como el toreo de a caballo y a pie pero a la mexicana, muy de vez en vez solemos verlas en alguna plaza.

De todo aquello desaparecido, pero de gran valor son las mojigangas, representaciones con tintes de teatralidad en medio de un escenario donde lo efímero daba a estos pequeños cuadros, la posibilidad de su repetición, la cual quedaba sometida también a una renovación, a un permanente cambio de interpretaciones, sujetas muchas veces a un protagonista que no se “aprendía” el guión respectivo. Me refiero al toro, a un novillo o a un becerro que sumaban a la representación.

¿El teatro en los toros? Ni más ni menos. Así como alguna vez, los toros se metieron al teatro y en aquellos limitados espacios se lidiaban reses bravas, sobre todo a finales del siglo XVIII, y luego en 1859, o en 1880; así también el teatro quiso ser partícipe directo. Para el siglo XIX el desbordamiento de estas condiciones fue un caso patente de dimensiones que no conocieron límite, caso que acumuló lo nunca imaginado. Lo veo como réplica exacta de todo aquel telúrico comportamiento político y social que se desbordó desde las inquietas condiciones que se dieron en tiempos que proclamaban la independencia, hasta su relativo descanso, al conseguirse la segunda independencia, en 1867.

Ahora bien, el sello de todas esas manifestaciones “plaza afuera” no fueron a reflejarse “plaza adentro” como ya lo hemos visto. En todo caso, era aquello que hacía comunes a la fiesta y a la pugna por el poder: lo deliberado, lo relajado, sustentos de la independencia en cuanto tal; separados, pero siguiendo cada cual su propio destino, sin yuxtaponerse.

“Plaza adentro” el reflejo que la fiesta proyectaba para anunciar también su independencia, fue entre muchas, una de las condiciones que la enriquecieron. Fulguraba riqueza en medio de un respiro de aires frescos, siempre renovados; acaso reiterados, pero siempre consistentes.

Así como el toreo se estableció en el siglo XVI bajo las más estrictas reglas de la caballería a la brida o a la jineta, para alancear y desjarretar toros, también debe haber habido un síntoma deseoso de participación por parte de muchos que sintiéndose aptos lo procuraron, atentando contra ciertas disposiciones que les negaban esa posibilidad. Sin embargo, el campo, las grandes extensiones de tierras que sirvieron al desarrollo de la ganadería debe haber permitido en medio de esa paz y de todo alejamiento a las restricciones, la enorme posibilidad que muchos criollos y naturales deseaban para desempeñar y ejecutar tareas con una competente habilidad que siendo parte de lo cotidiano, poco a poco fueron arribando a las plazas, quedándose definitivamente allí, como un adecuado caldo de cultivo que daba la posibilidad de recrear y enriquecer una expresión la cual adquirió un sello más propio, más nacional, a pesar de que el control político y social estuviera regido en el núcleo que resultaba ser la Nueva España, como entidad de poder, aunque vigilada desde el viejo mundo, manifestaba una serie de reacomodos, de necesarias adaptaciones a la vida cotidiana ésta América colonizada, continente cuya población conformó un carácter propio. De no ser así, la rebelión era la respuesta a ese negarse a entender el propósito del destino que se construía de este lado del mundo.

Y si la rebelión llevada a su máxima consecuencia fue la independencia, pues es allí donde nos encontramos con la condición necesaria para el despliegue de todo aquello de que se vieron impedidos los que siendo novohispanos, además, manifestaban el orgullo del criollo y todas las derivaciones -entiéndase castas-, que surgieron para enriquecer el bagaje social y todo lo que los determinaba a partir del “ser”, por y para “nosotros”.

El complejo pluriétnico era ya una realidad concreta en el México del siglo XIX. La fiesta novohispana fue portadora de un rico ajuar, cuyo vestido, en su uso diario y diferente daba colorido intenso a un espectáculo que se unía a multitud de pretextos para celebrar en “alegres demostraciones” el motivo político, social o religioso que convocaban a exaltar lo mediato e inmediato durante varias jornadas, en ritmo que siempre fue constante.

De nuevo, y al analizar lo que ocurrió en el siglo XIX taurino mexicano, exige una revisión exhaustiva, reposada, de todo aquello más significativo para entender que la corrida, la tarde de toros no era el marco de referencia conocido en nuestros días. La lidia de toros se acompañaba, o las mojigangas solicitaban el acompañamiento de actuaciones y representaciones de compañías, que como ya se dijo párrafos atrás, se producía la combinación perfecta del ”teatro en los toros”, o “los toros en el teatro”, dos circunstancias parecidas, pero diferentes a la hora de darle el peso a la validez de su representación.
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 [1] José Francisco Coello Ugalde: Novísima grandeza de la tauromaquia mexicana (Desde el siglo XVI hasta nuestros días). Madrid, Anex, S.A., Editorial “Campo Bravo”, 1999. 204 p. Ils, retrs., facs.

 [2] Domingo Ibarra: Historia del toreo en México que contiene: El primitivo origen de las lides de toros, reminiscencias desde que en México se levantó el primer redondel, fiasco que hizo el torero español Luis Mazzantini, recuerdos de Bernardo Gaviño y reseña de las corridas habidas en las nuevas plazas de San Rafael, del Paseo y de Colón, en el mes de abril de 1887. México, 1888. Imprenta de J. Reyes Velasco. 128 p. Retrs.

 [3] Nicolás Rangel: Historia del toreo en México. Época colonial (1529-1821). México, Imp. Manuel León Sánchez, 1924. 374 p. Ils., facs., fots.

 [4] Armando de María y Campos: Los toros en México en el siglo XIX, 1810-1863. Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, Acción moderna mercantil, S.A., 1938. 112 p. ils.

–: Imagen del mexicano en los toros. México, “Al sonar el clarín”, 1953. 268 p., ils.

–: Ponciano, el torero con bigotes. México, ediciones Xóchitl, 1943. 218 p. fots., facs. (Vidas mexicanas, 7).

 [5] José de Jesús Núñez y Domínguez: Historia y tauromaquia mexicanas. México, Ediciones Botas, 1944. 270 p., ils., fots.

 [6] Heriberto Lanfranchi: La fiesta brava en México y en España 1519-1969, 2 tomos, prólogo de Eleuterio Martínez. México, Editorial Siqueo, 1971-1978. Ils., fots.

 [7] Benjamín Flores Hernández: “Con la fiesta nacional. Por el siglo de las luces. Un acercamiento a lo que fueron y significaron las corridas de toros en la Nueva España del siglo XVIII”, México, 1976 (tesis de licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 339 p.
–: “La vida en México a través de la fiesta de los toros, 1770. Historia de dos temporadas organizadas por el virrey marqués de Croix con el objeto de obtener fondos para obras públicas”, México, 1982 (tesis de maestro, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 262 p.
–: “Sobre las plazas de toros en la Nueva España del siglo XVIII”. México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1981 282 p. Ils., planos. (ESTUDIOS DE HISTORIA NOVOHISPANA, 7). (p. 99-160).
–: La ciudad y la fiesta. Los primeros tres siglos y medio de tauromaquia en México, 1526-1867. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1976. 146 p. (Colección Regiones de México).
–: La Real Maestranza de Caballería de México: una institución frustrada. Universidad Autónoma de Aguascalientes/Departamento de Historia. XI Reunión de Historiadores Mexicanos, Estadounidenses y Canadienses. Mesa 2. Instituciones educativas y culturales. 2.5 Educación y cultura, siglos XVIII y XIX (no. 55). Monterrey, N. L., 3 de octubre de 2003. 13 p.
–: “La jineta indiana en los textos de Juan Suárez de Peralta y Bernardo de Vargas Machuca”. Sevilla, en: Anuario de Estudios Americanos, T. LIV, 2, 1997. Separatas del tomo LIV-2 (julio-diciembre) del Anuario de Estudios Americanos (pp. 639-664).
–: La afición entrañable. Tauromaquia novohispana del siglo XVIII: del toreo a caballo al toreo a pie. Amigos y enemigos. Participantes y espectadores. Aguascalientes, Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2012. 420 p. Ils., retrs., fots., facs., cuadros.

 [8] José Francisco Coello Ugalde: “CUANDO EL CURSO DE LA FIESTA DE TOROS EN MEXICO, FUE ALTERADO EN 1867 POR UNA PROHIBICION. (Sentido del espectáculo entre lo histórico, estético y social durante el siglo XIX)”. México, 1996 (tesis de maestría, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 238 p. Ils., retrs.

 [9] Leopoldo Vázquez: América Taurina por (…) Con carta-prólogo de Luis Carmena y Millán. Madrid, Librería de Victoriano Suárez, Editor, 1898, 191 p., p, 9 y ss.
Bernardo Gaviño, el más ilustre y afamado de los lidiadores de México, era español, pues nació á los 20 días de Agosto del año 1812, en el lindo pueblo de Puerto Real, distante dos leguas de Cádiz.
No hay para qué decir, si este proceder enojaría al buen Arzobispo; baste consignar que para curarle de una afición, que el ilustre prelado consideraba funestísima, hubo de encerrar por quince días al incipiente lidiador; mas no bien salió éste de la prisión y fanatizado por su afición a los cuernos, fugóse de la casa de su protector e ingresó desde luego en una cuadrilla de toreros, presentándose por primera vez en público en la plaza de San Roque, con un espada llamado Benítez, conocido por el apodo del Panaderillo y toreando después en los circos de Algeciras, Vejer y Puerto Real, su pueblo.
Enterado un tío suyo, hermano de su madre, D. Francisco de Rueda, le amenazó con meterlo en la cárcel si continuaba sus excursiones taurinas, y harto ya el mozuelo de tantas contrariedades, se embarcó para Montevideo en 1829, empezando a seguida en esta capital a ejercer la profesión de lidiador.
Dos años después pasó Bernardo a la Habana, presentándose al público el día 30 de mayo de 1831, e inaugurándose desde aquel día una era de triunfos para él.
Durante tres años toreó alternando con el esforzado espada Rebollo, natural de Huelva, con Bartolo Megigosa, de Cádiz, con José Díaz (a) Mosquita y con el mexicano Manuel Bravo, matadores todos que disfrutaban de merecido prestigio en la capital de la gran Antilla.
Llevóse, no obstante, las palmas Gaviño, pues su agilidad portentosa, su vista, la holgura con que practicaba todas las suertes y su pasmosa serenidad en el peligro, cautivaron al público habanero.
Repercutiendo su fama y hechos en otras regiones americanas, fue solicitado para pasar a México en el año 1834 y desde que pisó el territorio mexicano, puede decirse que Bernardo empezó a captarse simpatías y a entusiasmar al público, que le proclamó torero sin rival, considerándole como hijo adoptivo de aquella hermosa tierra y asociándose él de corazón a todas las alegrías y pesares del pueblo mexicano fue allí el amigo de todos, el maestro de cuantos se dedicaron al toreo y fuera de la órbita de su profesión, tomó parte activa en las revueltas políticas, combatió contra fuerzas formidables de indios comanches en pleno desierto y salió victorioso, si bien acribillado de heridas y con pérdidas sensibles de las fuerzas que mandaba, haciéndose acreedor a que el gobierno condecorase su pecho con la cruz del “Héroe de Palo Chino”, en recompensa a su denuedo.

 [10] Francisco Arjona “Cúchares”. En: José Antonio Medrano: TOREROS. 1726-1965. Prólogo del Excmo. Sr. Conde de Colombí. Libro biográfico de todos los matadores de toros, ordenados por antigüedad de alternativa. Concebido, editado y propiedad de Antonio Carrascal Rodríguez. Madrid, Editorial Carrascal, 1965. 277 p. Ils., retrs., fots., p. 30-31.
Hijo del banderillero Manuel Arjona, “Costuras”, y de María Herrera, hermana de “Curro Guillén”, su ascendencia torera, amplia e ilustre como pocas…
Aunque nacido en Madrid, el 19 de mayo de 1818, se le considera sevillano, pues de Sevilla eran sus padres, sus abuelos, etc., y en Sevilla se crió y en Sevilla nació al toreo.
A los doce años –precocidad que no debe extrañarnos, dado el ambiente en que hubo de moverse-, ingresó como alumno en la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, y a los catorce ya figuraba en la cuadrilla de Juan León, quien dispensó al sobrino parecida protección a la que él recibiera años antes de su tío “Curro”.
“Cúchares”, se presentó en Madrid, como media espada, el 27 de abril de 1840, alternando, sin cesión de trastos, con Juan Pastor, “El Barbero”; para 1842 ya estaba consagrado como primera espada y, lo que es más importante, como un torero de personalidad singular, que hacía cosas nuevas, que improvisaba, que se burlaba del toro y, a veces, hasta del toreo, en un derroche de gracia que encubría ventajas y defectos. “Cúchares” fue un torero sabio, listísimo, con “guasa”, que arriesgaba poco, pero lucía mucho, sin perjuicio de demostrar clasicismo –a la manera de entonces- cuando no había más remedio. “Cúchares”, se divertía toreando, más atento a deslumbrar al público que a impresionarle. Naturalmente, era un estoqueador mediano y, naturalmente también, la “afición pura” rechazaba su toreo, mientras el gran público lo pasaba en grande con él. Ahora bien, lo que más escandalizaba a los “puros”, hay que abonarlo en la mejor cuenta de la historia y la evolución de nuestra fiesta, pues se trataba del toreo de muleta con la mano derecha, cosa poco menos que herética a la sazón; pero que, a partir de “Cúchares”, informa y rige en buena parte todo el tercer tercio, que ganó en poderío y en variedad de suertes.
Otro punto importante en la biografía de “Cúchares” es la competencia que sostuvo con “El Chiclanero”, y en la que, todo hay que decirlo, acabaron por imponerse la clase, la seriedad y la seguridad con la espada, de José Redondo.
En su vida particular se distinguió por su amor a la familia, su honradez y su generosidad, tanta ésta que le impidió llegar a la madurez con el merecido desahogo económico, por lo que, en 1868, aceptó un contrato para torear en La Habana; pero, sólo llegar a Cuba, fue atacado por el vómito negro y murió el 4 de diciembre de dicho año. Sus restos mortales fueron trasladados a España en 1885.

 [11] Francisco Montes “Paquiro”. Medrano, op. cit., p. 28-29.
Es tanta la gloria de este matador de toros que la relación de fechas, puntualizando circunstancias particulares y hechos profesionales que en otros es necesaria incluso a veces para dar fe de su existencia, sobran en la ocasión, salvo en lo que se refiere a las tres que podemos llamar fundamentales, por imprescindibles en toda biografía: la de su nacimiento, el 23 de enero de 1805, en Chiclana, (Cádiz); la de su presentación y alternativa en Madrid (padrino: Juan Jiménez, “El Morenillo”), el 18 de abril de 1831, y la de su muerte, el 4 de abril de 1851, en la misma ciudad que le había visto nacer.
Francisco Montes se justifica con el sólo enunciado de su nombre. Como, antes de él, “Costillares”, Pedro Romero y “Pepe-Illo”, y como después, “Cúchares”, “El Chiclanero”, “Lagartijo”, “Guerrita”, “Joselito”, Belmonte, Ortega, “Manolete” y… quizás algunos más…, si es que ya no nos hemos excedido.
Su señorío en la plaza le hizo merecedor del tratamiento de don, con el que llegó a anunciársele en los carteles y a mencionársele en los periódicos de la época, y hasta es fama de que sus prendas de caballerosidad y desprendimiento, arrojo y maestría, estuvieron cerca de ganarle el título nobiliario de Conde de Chiclana.
Mucho debe el toreo a Francisco Montes, y entre todo valga destacar la organización y disciplina de las cuadrillas tal como ahora las conocemos, lo que representó un paso definitivo hacia la madurez del toreo a pie, y también la publicación de una “Tauromaquia completa” o “El Arte de Torear”, que aún hoy es de recibo en su mayor y mejor parte.
Por último, digamos que Francisco Montes fallaba algo como estoqueador, pues atravesaba a los toros con frecuencia, y, en otro aspecto, que en los últimos años de su vida, aquejado nadie supo por qué pesares, buscó el torpe consuelo de la bebida, perjudicando su salud y precipitando su muerte, que le llegó a los cuarenta y seis años de edad.

 [12] Enrique Plasencia de la Parra: Independencia y nacionalismo a la luz del discurso conmemorativo (1825-1867). México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991. (Regiones), p. 70

 [13] Op. cit., p. 71.

 [14] Flores Hernández: “Con la fiesta nacional…”, op. cit., p. 101. El llamado monte carnaval, monte parnaso o pirámide, consistente en un armatoste de vigas, a veces ensebadas, en el cual se ponían buen número de objetos de todas clases que habrían de llevarse en premio las personas del público que lograban apoderarse de ellas una vez que la autoridad que presidía el festejo diera la orden de iniciar el asalto.

 [15] Armando de María y Campos: Los toros en México en el siglo XIX (1810 a 1863). Reportazgo retrospectivo de exploración y aventura. México, Acción moderna mercantil, S.A., 1938. En la mayoría del texto encontramos diversas referencias y podemos ver ejemplos como los siguientes:
–Los hombres gordos de Europa;
-Los polvos de la madre Celestina;
-La Tarasca;
-El laberinto mexicano;
-El macetón variado;
-Los juegos de Sansón;
-Las Carreras de Grecia (sic);
-Sargento Marcos Bomba, todas ellas mojigangas.

 [16] Flores Hernández: Op. cit., p. 47 y ss. Basto es el catálogo de “invenciones” que se instalaron en torno al toreo.
-Lidia de toros en el Coliseo de México, desde 1762
-lidias en el matadero;
-toros que se jugaron en el palenque de gallos;
-correr astados en algunos teatros;
-junto a las comedias de Santos, peleas de gallos y corridas de novillos;
-ningún elenco se consideraba completo mientras no contara con un “loco”;
-otros personajes de la brega -estos sí, a los que parece, exclusivos de la Nueva España o cuando menos de América- eran los lazadores;
-cuadrillas de mujeres toreras;
-picar montado en un burro;
-picar a un toro montado en otro toro;
-toros embolados;
-banderillas sui géneris. Por ejemplo, hacia 1815 y con motivo de la restauración del Deseado Fernando VII al trono español anunciaba el cartel que “…al quinto toro se pondrán dos mesas de merienda al medio de la plaza, para que sentados a ellas los toreros, banderilleen a un toro embolado”;
-locos y maromeros;
-asaetamiento de las reses, acoso y muerte por parte de una jauría de perros de presa;
-dominguejos (figuras de tamaño natural que puestas ex profeso en la plaza eran embestidas por el toro. Las dichas figuras recuperaban su posición original gracias al plomo o algún otro material pesado fijo en la base y que permitía el continuo balanceo);
-en los intermedios de las lidias de los toros se ofrecían regatas o, cuando menos, paseos de embarcaciones;
-diversión, no muy frecuente aunque sí muy regocijante, era la de soltar al ruedo varios cerdos que debían ser lazados por ciegos;
-la continua relación de lidia de toros en plazas de gallos;
-galgos perseguidores que podrían dar caza a algunas veloces liebres que previamente se habían soltado por el ruedo;
-persecuciones de venados acosados por perros sabuesos;
-globos aerostáticos;
-luces de artificio;
-monte carnaval, monte parnaso o pirámide;
-la cucaña, largo palo ensebado en cuyo extremo se ponía un importante premio que se llevaba quien pudiese llegar a él.
Además encontramos hombres montados en zancos, enanos, figuras que representan sentidos extraños.

[17] Johan Huizinga: Homo ludens. Traducción Eugenio Imaz. 2a. reimpresión. Madrid, Alianza/Emecé, 1984. 271 p. (El libro de bolsillo, 412).

 [18] Josef Pieper: Una teoría de la fiesta. Madrid, Rialp, S.A., 1974. 119 p. (Libros de Bolsillo Rialp, 69).

 [19] Jean Duvignaud: El juego del juego. México, 1ª ed. en español, Fondo de Cultura Económica, 1982. 161 p. (Breviarios, 328)

Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección: http://ahtm.wordpress.com/

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Portal de actualidad, análisis y documentación sobre el Arte del Toreo. Premio de Comunicación 2011 por la Asociación Taurina Parlamentaria; el Primer Premio Blogosur 2014, al mejor portal sobre fiestas en Sevilla, y en 2016 con el VII Premio "Juan Ramón Ibarretxe. Bilbao y los Toros".

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