Hace ya quince años que el Instituto Nacional de Antropología e Historia tuvo a bien publicarme el trabajo denominado El bosque de Chapultepec: Un taurino de abolengo.[1] En dicha publicación, además presentada por la Dra. Margarita Loera Chávez, colaboró la Lic. Rosa María Alfonseca Arredondo, quien hizo favor de realizar una puntual apreciación al conocido biombo que muchos identifican como “Alegoría de la Nueva España”, hoy propiedad del Banco Nacional de México.
Portada de “El bosque de Chapultepec, un taurino de abolengo”
Dicho documento refiere una de las grandes conmemoraciones habidas en la Nueva España al comenzar el siglo XVIII. Dos son las fechas del acontecimiento: 23 de noviembre de 1702 o durante el curso de 1711. Independientemente de que alguna de las dos tenga certeza, aunque me decanto por la primera, el hecho es que vienen a continuación una serie de aspectos eminentemente dedicados al análisis estético de la obra que lo recuerda en forma definitiva, el biombo “Alegoría de la Nueva España”.
Considerando que es de interés conocer el discurso que proyecta dicha pieza, traigo hasta aquí las notas elaboradas por la Lic. Alfonseca Arredondo, en espera sea de su agrado tan interesante análisis.
Biombo anónimo que representa diversas vistas del recibimiento que hizo la ciudad de México a su virrey don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, en el Alcázar de Chapultepec, en 1711.[2] Perteneció a los duques de Castro-Terreño y hoy forma parte del patrimonio artístico del Banco Nacional de México.
VALORES PLÁSTICOS: Óleo sobre tela en forma de biombo. Xavier Moysén dice al respecto lo siguiente: “Parte importante del menaje de las casas de la Nueva España, fueron los biombos. Su origen fue asiático; llegaron en las flotas que venían de las Islas Filipinas; con el tiempo se hicieron en el país, de diferentes tamaños y pintados al temple o al óleo en una o en las dos caras que tienen distintos temas según el gusto de quien los costeaba”.[3]
Este biombo, fruto de manos anónimas, representa las fiestas con que se celebró la recepción del
virrey don Francisco Fernández de la Cueva Enríquez, Duque de Alburquerque en 1702 en el
fantástico bosque de Chapultepec.
Tríptico anónimo que representa diversas vistas del recibimiento que hizo la ciudad de México
a su virrey don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, en el Alcázar de
Chapultepec, en 1702. Perteneció a los duques de Castro-Terreño.
Fuente: Banco Nacional de México. Colección de arte.
VALORES ESTÉTICOS: Composición: Fragmentación de la superficie en diez hojas iguales en forma de rectángulo, las que no son independientes en cuanto a lectura visual, ya que su significación está basada en el todo con las partes.
La escena principal, un ruedo improvisado en el plano inferior central (hojas 5 y 6), está enfatizada mediante la figura geométrica de un rombo, cuyo vértice superior es señalado por una bandera colocada al centro del palacio, mientras que el vértice de abajo se indica por un matorral del camino, el cual se hace evidente por la figura ligeramente inclinada de un torero que sostiene su capote con la mano izquierda y con la derecha su propio sombrero. Los vértices laterales son sustentados en las pequeñas esculturas que sirven de remate a los techos abovedados de las fuentes.
Otros dos rombos laterales encierran escenas en donde se combinan de manera ingeniosa dos elementos formales del barroco: el movimiento giratorio y la diagonal, mismo que rítmicamente hacen eco de las figuras representadas en el espacio central. En la parte lateral izquierda y que corresponde a las hojas 2 y 3 un grupo muy animado de personas dispuestas en diagonal forman una rueda cuyo centro -la parte baja de la espalda de una mujer- coincide con el remate de la fuente y éste a su vez con el de la bandera que es el eje central y uno de los puntos de fuga de la composición. Estos dos elementos formales también se vislumbran en la parte lateral derecha que corresponden a las hojas 8 y 9. En este caso el vértice inferior del rombo coincide con el pie adelantado de un guitarrista, mientras que el vértice superior está señalado con una de las aves que revolotea en el cielo. Los personajes encerrados dentro de esta figura son desplazados en espiral, comenzando con el guitarrista y terminando a lo lejos con lo que parece ser un “tocotín”.[4]
A pesar de que el espacio pictórico está estructurado en un rectángulo con tendencia a la horizontalidad, se tiene la sensación de una forma elíptica, debido a la distribución del espacio en forma romboidal, lo que encaja perfectamente en el juego compositivo de la obra, pues tanto el acueducto como el imaginario ruedo, las montañas, los árboles de los extremos y los aleros de los techos pintados en la orilla derecha, curvan sus contornos.
Si trazamos bisectrices en cada uno de los ángulos a lo largo de las figuras romboidales que encierran las escenas antes descritas, nos encontramos con que hay una línea horizontal que divide exactamente por la mitad la composición. En la mitad superior predominan las formas arquitectónicas, mientras que en la inferior las humanas, este recurso pone de soslayo la rigidez propia de los edificios equilibrando armónicamente ambos perfiles. El trazo horizontal, se halla delimitado por los ejes de la carroza del extremo derecho, continuando con las riendas de los caballos para encontrarse enseguida con el borde inferior de un pequeño zócalo donde descansan las bases de columnas clásicas cuyos capiteles sostienen una serie de arcadas enmarcando las entradas. Los arranques de los muros del palacio prolongan la horizontal que se corta en un segmento, en el que predominan dos líneas verticales en las figuras de un personaje de pie con el brazo derecho sobre la cintura y la escultura que remata la fuente. La línea se reanuda con la orilla anterior de un angosto río que rodea un caserío a manera de chinampa. Después es interrumpida por un matorral, para encontrarla nuevamente en el techo de la carroza situada en el extremo izquierdo, por último concluye o inicia en el marco de una puerta entreabierta de donde sale un personaje vistiendo como saltimbanqui. Las continuas interrupciones de esta prolongada horizontal evitan la monotonía que produciría un alargado trazo, que además, es simétrico, pues divide el espacio en dos planos iguales. En cuanto al color, éste se utiliza mediante una paleta limitada muy iluminada con un fondo amarillento de sutiles matizaciones ambarinas, que se pierden esfumadas entre los matorrales en los que predomina la mancha, y se tornan oscuras en las construcciones de aristas vivas. Así, mientras que el follaje es pintado con verdes oscuros y opacos, las nubes y montañas se desdibujan con tonos azulosos, predominando los contornos esfumados. En cambio, las figuras de los personajes y de los animales, así como en la arquitectura, prevalecen los perfiles bien definidos. El alto contraste acentúa las formas y obliga a que la mirada recorra cada uno de los rincones del espacio pictórico. El dibujo de las figuras tiende a la síntesis, lo que aunado a lo poco claroscurado del color da como resultado formas con volúmenes casi planos, en las que se alternan superficies claras y vacías con masas compactas y oscuras. Asimismo, el color define el dibujo y delimita la forma.
Mediante la estructura compositiva, podemos entender mejor la distribución que dio el autor anónimo al conocido biombo.
Por otro lado, en la aplicación de las leyes de la perspectiva se recurre a la forma tradicional y los eventos revelan un realismo que aspira dar testimonio de un hecho verosímil que busca convertirse en historia.
VALORES ARTÍSTICOS: Hay influencia del barroco, lo que se pone de manifiesto en la utilización de la línea curva o mixtilínea, movimiento impetuoso, suntuosidad, alegría, aglomeración de personajes, representación de figuras en S o en diagonal y la estructuración del espacio en dos triángulos invertidos que forman la figura de un rombo.
CONTENIDO TEMÁTICO: La llegada del virrey como pretexto para la evocación de un episodio taurino ambientado con los usos y costumbres de la Nueva España del siglo XVIII.
Al centro de esta impresionante pieza se representa, en buena
medida el “leitmotiv” de toda una composición sujeta a los fastos
de recepción destinada a los virreyes
ACERCAMIENTO A LA INTERPRETACIÓN DE LA OBRA. En esta alegoría se describe un instante de la vida de un pueblo novohispano, tal como lo tuvo ante los ojos el pintor. Este paisaje urbano de lejanos tiempos nos recuerda con nostalgia lo que pudo haber sido o fue Chapultepec en uno de sus más animosos días.
A lo lejos se divisa el acueducto suavemente recostado al pie de las montañas que le sirven de fondo y que con sus extremos curvados hace eco del pequeño ruedo improvisado, en donde un toro cuya forma arqueada se alarga arremetiendo contra el caballero rejoneador que, agazapado sobre el caballo se inclina para contestar la afrenta, mientras que el torero con su capote rojo se apresta al lance, girando el cuerpo y la cabeza en diagonal, de tal manera que toro, caballero y “torero de a pie” forman una elipse al centro que viene siendo el punto de donde ha de arrancar la escena principal. Le sirve de trasfondo a dicha escena la regia construcción de los reales alcázares, de la que asoman desde sus balcones cuadrangulares, rectangulares y curvilíneos rítmicamente alternados, decenas de personas suntuosamente ataviadas de acuerdo a su propia jerarquía. Su atención se concentra en la suerte del rejoneo, aunque no podemos distinguir sus rasgos, el movimiento y la inclinación de cuerpos y cabezas de la mayoría se dirige al centro de la composición.
Un segundo óvalo lo forman otros rejoneadores, indios, toreros de a pie, pajes o lacayos, músicos y mirones que quedan enmarcados por las dos fuentes laterales de planta curvilínea que junto con el palacio forman un triángulo poniendo de relieve el evento taurino.
Canales, casas, calles, fuentes, carrozas y una gran variedad de personajes de todos los rangos y oficios posibles hacen su aparición en este festivo ambiente de cálidas tonalidades abierto a la mirada más indiscreta.[5]
Poco se puede decir de un pintor cuyo nombre no se conoce, sin embargo, su obra nos revela algunos aspectos de su personalidad. Y en este caso, se trata de un agudo observador, cuya mirada captó muy de cerca a la gente del pueblo, sus faenas y fiestas, sus creencias y jerarquías.
Este avezado y anónimo artista, además de ser un conocedor de la fiesta taurina, estaba bien enterado sobre el ambiente generado a partir de dicho acontecimiento, lo que le permitió convertir la superficie del biombo en una sinfonía de tonos rojizos que se confunden y confundidos siguen vibrando. Gracias a su dominio del arte de contrastar logra que esos rojos luminosos que gritan, reposen equilibradamente junto a los pardos que estratégicamente coloca alrededor de toda la obra.
Su temperamento se deja arrebatar por los estímulos elementales de la sensualidad, por el placer con que los aldeanos se entregan al baile, a la bebida, a la música y a la mascarada, en fin, una atmósfera de alegría se respira en toda la obra, que sin lugar a dudas se pone de manifiesto por los fuertes contrastes de sus colores. Colores con los que alcanza un impresionante efecto decorativo. Por otro lado, los ritmos logrados con los rojos -como en chispazo risueño- armonizan dando unidad a toda esta amalgama colonial.
La composición utilizada en este biombo dice mucho de las convenciones de la época, por lo que se puede afirmar que el pintor es hijo del barroco, sin dejar de ser por ello un biombo espléndido. En cambio, en el tratamiento del color muestra mayor libertad respecto de los cánones que prevalecieron durante el siglo XVIII, pudiéndose apreciar una fuerte influencia de la factura prehispánica en lo que se refiere a la utilización de colores primarios casi planos y el gusto por delimitar los contornos, marcando el volumen y el movimiento mediante la línea.
[1] José Francisco Coello Ugalde y Rosa María Alfonseca Arredondo: El bosque de Chapultepec: Un taurino de abolengo. Con la colaboración especial de la Lic. Rosa María Alfonseca Arredondo. Presentación de la Dra. Margarita Loera Chávez. México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2001. 69 p. Ils. (Serie Diversa).
[2] Como ya vimos, la fecha del 23 de noviembre de 1702 es la más probable para aquel acontecimiento. En todo caso, si no ocurrió aquel jueves, pudo haberse desarrollado también en los días anteriores a la solemnización de su entrada pública, efectuada el 8 de diciembre siguiente.
[3] CATÁLOGO. OBRAS MAESTRAS DEL ARTE COLONIAL. Exposición Homenaje a Manuel Toussaint (1890-1990). México, UNAM-IIE, Museo Nacional de Arte, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto Nacional de Bellas Artes, 1990. 158 pp. Ils. retrs, fots., p. 148.
[4] Tocotín: especie de canto en loor y alabanza de los dioses, héroes y mandatarios, fueron la principal manifestación de la música entre los primitivos pobladores de nuestro suelo. Fray Diego Durán describe los tocotines como “…el baile de éstos (los indígenas) no solamente se rige por el son, empero también por los altos y bajos que el canto hace cantando y bailando juntamente por los cuales cantares había entre ellos poetas que los componían (…) cantares de amores y de requiebros como hoy en día se cantan cuando se regocijan”.
[5] José Ignacio Rubio Mañé: EL VIRREINATO: Orígenes, jurisdicciones y dinámica social de los virreyes. 2a. edición, México, UNAM-FCE, 1983. Vol. I, EL VIRREINATO…, p. 161.
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección: http://ahtm.wordpress.com/
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