La vida de la Nueva España, como hija ejemplar de la Vieja España, adopta cortésmente después de la conquista los modos y usos que le fueron impuestos, lo mismo en el estilo de gobierno que en la religión y las artes. En poco tiempo reprodujo los cánones de la Europa Occidental, estaba sembrada de grandes fiestas como recibimientos, beatificaciones, túmulos, dedicaciones, certámenes literarios; todo lo que concernía al ciclo vital de los ritos políticos y religiosos de la casa reinante, nacimientos, desposorios, ascensos, triunfos y logros tanto militares como religiosos que, con el tiempo, fueron parte esencial y cotidiana de la vida colonial. Se exageró con mucho a las mismas expresiones españolas y se quiso con esto distinguir y acarrear a alabanzas el ánimo peninsular del que, en alguna manera, dependía, ya que la sociedad novohispana comenzó a formarse con una genealogía no muy destacada, por cierto, pues estaba compuesta en su mayoría por aventureros, ladrones, vagabundos y algunos hidalgos pobres, por lo que la Colonia necesitaba mucho de la aceptación europea.[1]
El significado de que una casa como la de Borbón -francesa de formación- sirva para crear una reacción de choque con el pueblo español, está en entredicho. Felipe de Anjou plantea a Luis XIV[2] su tío, que si bien es francés de origen, reina un pueblo como el hispano con el que tendrá que adaptarse a su circunstancia, afrancesándose las costumbres sí, pero sin que desencadenara aquello en un disturbio de orden antinacional, por motivo de sentido monárquico.
Con la diversión de los toros, España, que vive intensamente el espectáculo sostenido por los estamentos, va a encontrar que estos no tienen ya mayor posibilidad de seguir en escena, pues ”el agotamiento que acusa el toreo barroco se vio, desde los primeros años del siglo XVIII, acentuado por el desdén con que Felipe V, el primer rey español de la dinastía francesa de los Borbones trató a la fiesta de toros.[3]
De tal suerte que lo mencionado aquí, no fue en deterioro de dicho quehacer; más bien provocó otra consecuencia no contemplada: el retorno del tumulto, esto es, cuando el pueblo se apodera de las condiciones del terreno para experimentar en él y trascender así el ejercicio del dominio. Sin embargo “José Alameda” (Carlos Fernández Valdemoro) dice que el carácter que Felipe V tiene de enemigo con la fiesta es refutable. Refutable en la medida en que “la decadencia inevitable de la caballería y el cambio social con que la clase burguesa va desplazando a la aristocrática bajarán pronto al toreo del caballo”.[4]
Sobre esta transformación, Néstor Luján ofrece factores testimoniales de acentuado interés al tema. Señala como una de las causas principales el cambio de manera de montar: pues se pasó de la ágil “a la jineta” a la lenta brida, con lo cual era difícil quebrar rejones. Con este sistema, es lógico que, refrenados los caballos se usase la vara de detener, que es la de los picadores. Sea como fuere, el caso es que las fiestas de toros a caballo empezaron a desaparecer. Con la gran fiesta de 1725 (del 30 de julio de 1725), afirma Moratín que se “acabó la raza de los caballeros”. Y entonces, como paralelamente a esta desgana de los próceres por lo español, se desarrollaba un movimiento popular totalmente contrario, empiezan a tener éxito las corridas de a pie.[5]
Por su parte Alameda aduce que a Felipe de Anjou ”se le achaca el haber puesto fin a las fiestas del toreo a la jineta por despreciables, contribuyendo a su inmediata liquidación. Indudablemente esto último es cierto. Pero ahí se detienen sus críticos, a quienes se les olvida o desdeñan el resto de la cuestión, su contrapartida.[6]
Justifica este autor una serie de razones como el amanecer ilustrado que fue dándose en el curso de esa centuria, la más revolucionaria en el sentido de la avanzada racional. Pero estamos en el tramo comprendido entre 1725 y 1730. Ha pasado ya un cuarto de siglo luego de la toma del poder monárquico en España por parte del quinto Felipe.
La caballería se halla en quiebra. El toreo a la jineta es un muerto en pie, que sólo necesita un empujón para derrumbarse. Pero el toro, raíz de la Fiesta, sigue ahí plantado en el plexo solar de España. Y frente a él está el pueblo. Pueblo y toro van a hacer la fiesta nueva. No el monarca (…).[7]
Y ese pueblo comienza por estructurar el nuevo modo de torear matando los toros de un modo rudimentario, con arpones y estoques de hoja ancha, y torean al animal con capas y manteos o con sombreros de enormes alas, que promovieron, al ser prohibidos, el grotesco y sangriento motín de Esquilache.
Pan y Toros, año 1, N° 12 del 22 de junio de 1896, p. 5.
Benjamín Flores Hernández acierta en plantear que “el arte taurómaco se revolucionó: la relación se había invertido y ya no eran los de a pie los que servían a los jinetes sino estos a aquellos”.[8]
Todavía llegó a más el monarca francés: apoyó por decreto de 18 de junio de 1734 al torero Juan Miguel Rodríguez con pensión vitalicia de cien ducados. Apoyó asimismo la construcción de una plaza de madera para el toreo de a pie, cerca de la Puerta de Alcalá, que se inauguró el 22 de julio de 1743.
Y todo ello ¿con qué propósito? (…) halagar al pueblo y mostrarle que está con él. No es permisible que Felipe realizara aquellos actos por lo que llamamos afición a los toros, por taurinismo, sino para ganarse su simpatía y su apoyo. Ello parece obvio.[9]
Antes de entrar en materia puramente política, para establecer el panorama que vive España durante el XVIII, conoceremos una visión general del papel que Felipe V, Fernando VI y Carlos III juegan a favor o en contra del toreo. Luego con un planteamiento de Jovellanos veremos como su fuerza influye en los valores populares.
Anota Fernando Claramount que a partir de mediados del siglo XVIII ocurre “el triunfo de la corriente popular que partiendo del vacío de la época de los últimos Austrias, crea el marchamo de la España costumbrista: los toros en primer lugar y, en torno, el flamenquismo, la gitanería y el majismo.[10]
Abundando: “gitanería”, “majismo”, “taurinismo”, “flamenquismo” son desde el siglo que nos congrega terribles lacras de la sociedad española para ciertos críticos.
Para otras mentalidades son expresión genuina de vitalidad, de garbo y personalidad propia, con valores culturales específicos de muy honda raigambre.[11]
Al ser revisada la obra mejor conocida como Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia[12] de Francisco María de Silva, se da en ella algo que entraña la condición de la vida popular española. Se aprecia en tal retrato la sintomática respuesta que el pueblo fue dando a un aspecto de “corrupción”, de “arrogancia” que ponen a funcionar un plebeyismo en potencia. Ello puede entenderse como una forma que presenta escalas en una España que en otros tiempos “tenía mayor dignidad” por lo cual su arrogancia devino en guapeza, y esta en majismo, respuestas de no querer perder carácter hegemónico del poderío de hazañas y alcances pasados (v.gr. el descubrimiento y conquista de América).
Tal majismo se hace compatible con el plebeyismo y se proyecta hacia la sociedad de abajo a arriba. Lo veremos a continuación. Luján vuelve a hacernos el “quite” y dice: (…) coexiste en tanto un movimiento popular de reacción y casticismo; el pueblo se apega hondamente a sus propios atavíos, que en el siglo XVIII adquirieron en cada región su peculiar característica.[13]
Y hay cita de cada una de esas “características”. Sin embargo, “todo se va afrancesando cuando el siglo crece. “Nuestros niños aun sabían catecismo y ya hablaban el francés”, escribe el P. Vélez. Vienen afeites del extranjero: agua de “lavanda”, agua “champarell”, agua de cerezas. Y, en medio de todo esto, la suciedad más frenética: cuando se escribió que era bueno lavarse diariamente las manos, la perplejidad fue total. Y cuando se dijo que igualmente se debía hacer con la cara, se consideró como una extravagancia de muy mal gusto, según los cronistas de entonces.[14]
El propósito de todo esto es que teniendo las bases suficientes de cuanto ocurría en España, esta a su vez, proyectaba a la Nueva España caracteres con una diferencia establecida por los tiempos de navegación y luego por los del asentamiento que tardaban en aposentar las novedades ya presentadas en España. De 30 a 40 días tomaban los recorridos que por supuesto tocaban varios puntos donde se daban relevos entre las naves. Creemos que todas ellas (las novedades), por supuesto se atenuaron gracias al carácter americano, y estos comportamientos sociales fueron dando con el paso del tiempo con fenómenos como el criollismo, mismo que irrumpe lleno de madurez en la segunda mitad del siglo XVII. Por lo tanto, queremos embarcarnos de España con el conjunto todo de información y llegar a costas americanas para esparcir ese condimento y observar junto con la historia los síntomas registrados en lo social y en lo taurino que es lo que al fin y al cabo interesa.
¿Cómo se encuentra la España en cambio de monarquías? ¿Qué sucesión de acontecimientos significativos marcan pautas importantes en el devenir de la sociedad hispana?
Procuraré la brevedad en las respuestas.
Antes de la presencia borbona, la casa de Austria, dinastía rica y absoluta, se halla sostenida desde Carlos V (rey de España de 1517 a 1556); aunque con Felipe IV “heredero de la debilidad de su padre” (que gobernó como rey de España de 1621 a 1665) se perdió Portugal, el Rosellón y Cataluña. “…España, unida al imperio, ponía un peso terrible en la balanza de Europa” se perdió Portugal, el Rosellón y Cataluña.”
El Rey Felipe V. Jacinto Rigaud (1701). Museo del Prado. Madrid.
Vemos al joven rey ataviado a la moda española, de negro
y con golilla. De su pecho cuelga el Toisón de Oro y
la banda azul de la Orden del Espíritu Santo, principales
distinciones de las monarquías española
y francesa respectivamente.
En cuanto a la guerra de sucesión a la monarquía en España, Voltaire apunta que: “Las disposiciones de Inglaterra y de Holanda para poner, de ser posible, en el trono de España al archiduque Carlos, hijo del emperador, o por lo menos, para resistir a los Borbones, merecen, tal vez, la atención de todos los siglos”.[15]
Entre graves conflictos por la posesión del reino[16] ya gobernaba el Borbón Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV mismo que, al inicio del siglo XVIII “se hallaba en la cumbre de su poder y de su gloria; pero los que conocían los resortes de las cortes de Europa y, sobre todo, los de la de Francia, empezaban a tener algunos reveses.[17]
La España de aquel entonces es un estado de desgracia auténtico es “un país desangrado por la guerra, carcomido por siglos de inepcia en el gobierno”.[18] Acosan temporadas de fríos que parecen no terminar y la escasez de comestibles se hizo notar, como también la mortandad. Entre 1708 y 1709 sucedieron estas desgracias y justo en 1709, Luis XIV tomó la resolución formal de abandonar a Felipe V. El borbón conservó popularidad pero perdió partido y es que el monarca de España necesitaba conducirse con normalidad en un reinado que más tarde alcanzó prosperidad y entró a la época de la modernidad mostrando perfiles bien característicos, hasta el reinado de Carlos III.[19]
Sin afán de profundizar en el sistema de gobierno por parte de nuestro personaje, simplemente expondré un valor que le caracteriza; él quiere en todo momento hacerse condescendiente a la cultura hispana, y lo logra, pero
Interesa señalar que los ministros franceses de Felipe V y su enjambre cortesano, renuevan el aire español y lo enrarecen luego con la cultura francesa.[20]
Andando el tiempo, justo en 1724, ocurre la abdicación de Felipe V, provocada según Domínguez Ortiz a un “recrudecimiento de la dolencia mental del rey” sometida a escrúpulos religiosos, lo cual orientó su opinión al no llevar bien las riendas de la monarquía. El “castrato” Farinelli ayuda a superar los estados de depresión del monarca, quien en 1737 acusa gravedad, descuidándose en su persona, luego de padecer 20 años esos problemas. La reina Isabel de Farnesio pidió al “castrato” que cantara en una pieza contigua donde se hallaba su majestad con el fin de que ese fuera un remedio, luego de intentos fallidos. Y el remedio tuvo resultado. El borbón volvió a sentirse mejor y al querer compensar a Farinelli este sólo le pidió al rey que se arreglara en su persona y de nuevo atendiera los problemas del gobierno.
Era entonces y se comportaba el rey como un extravagante. Se pierde entre la obscura selva de fueros y franquicias de las regiones españolas y echa de menos el centralismo francés y su montaje administrativo impecable.[21]
José Francisco Coello Ugalde: Relaciones taurinas
en la Nueva España, provincias y extramuros.
Las más curiosas e inéditas 1519-1835.
México, Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1988. 293 pp. facs.
(Separata del boletín, segunda época, 2), p. 64.
En ese estado de cosas pudo suceder el ya conocido desprecio que en gran medida se debió al cambio social -ese afrancesamiento del que fue permeándose la burguesía, la cual entra de lleno a una cultura que le es ajena pero que acepta para congratularse con el rey y su ministerio-. En tanto, el pueblo, asumiendo una posición ya conocida como del flamenquismo, gitanería, majismo, aprovecha esa concesión apoderándose de una estructura que en el fondo les pertenecía. Estamos ante lo que se conoce como una “reacción castiza”.
Enseguida, se recoge un cuadro sintético del prereformismo borbónico, el cual nos orientará a otras latitudes.
Cuando caracterizamos al siglo XVIII español como reformista pensamos, ante todo, en la actividad desplegada durante el reinado de Carlos III, a la que sirvió de pórtico, en algunos sectores, la de los ministros de Fernando VI. El reformismo del primer borbón fue de distinto signo y, en general, mucho más moderado. No se propuso reformas ideológicas o sociales. Su finalidad era reforzar el Estado, para lo cual había que atacar sectores contiguos, en especial el económico. También debía asegurarse el control sobre una Iglesia prepotente. Tres son, por lo tanto, los aspectos a considerar: la reorganización del aparato estatal, el intervencionismo en el campo económico para lograr una mayor eficacia y el reforzamiento del regalismo en materia eclesiástica.[22]
Se va vislumbrando desde España una dispersión, un relajamiento de las costumbres, de las modas y modos, hasta llegar a extremos de orden sexual. Caemos pues, en el relajamiento de las costumbres mismo que se va a dar cuando el afrancesamiento, más que las ideas ilustradas es ya influyente. Para el último tercio del XVIII se manifiestan comportamientos muy agitados en la vida social. A continuación pasaremos a revisar brevemente el motín de Esquilache.
Sucede que con el motín se da un vuelco importante en el comportamiento taurino -que ya en lo social ha ocurrido y en forma muy profunda-. Como consecuencia, veinte años más tarde el Conde de Aranda pone en marcha sus propósitos por prohibir las corridas en 1785.
Se llamaba Leopoldo Gregorio, Marqués de Squilacce que por extranjero y reformador a ultranza, pronto se ganó la antipatía. En la primavera de 1766 las cosechas resultaron desastrosas y el Marqués tomó medidas que ocasionaron inconformidad entre los agricultores que, deseando aplicar precio especial a sus escasos productos, sólo encontraron el bloqueo de Esquilache. Hasta que a fines de 1765 se desató el conocido motín contra el personaje, considerado como motín del pueblo en contra del ministro por las medidas de policía adoptadas por este, produciendo el natural descontento de las capas bajas del pueblo de Madrid (Obsérvese hacia dónde se dirige tal condición: a las capas bajas del pueblo… N. del A.)
Lo que saca de quicio por el fondo del argumento es la absurda medida del marqués quien encauzó la prohibición del uso de capas largas y sombreros redondos, lo cual ocasionó -como era de esperarse- un nuevo brote de violencia, justo el 23 de marzo de 1766. La casa de Esquilacce fue saqueada, Carlos III huyó de la corte encontrando refugio en Aranjuez.
Allí cedió a lo que pedían los amotinados, “por su piedad y amor al pueblo de Madrid”. En adelante, quedaba permitido el uso de capas largas y sombreros redondos y “todo traje español”, a toda clase de personas. También accedió el rey a rebajar el precio de las subsistencias y a suprimir la junta de abastos.[23]
Enseguida Esquilache también fue destituido de sus funciones. Lo que llama la atención es que el motín arrojó consecuencias que fueron de orden histórico-político muy especiales. En el cambio ministerial, Aranda reajusta las disposiciones que puso en práctica su antecesor. El motín fue móvil perfecto para la expulsión de los jesuitas, ya que estos y su papel sirvieron de pretexto para adoptar la medida. Se acusaba a miembros de la compañía como activistas directos en aquellas jornadas de revuelta.
El Conde de Aranda pone en marcha propósitos bien firmes por prohibir las corridas en 1785. Sin embargo, podemos observar medidas de control -que no de prohibición- en un anticipo de reglamento elaborado en la Nueva España en 1768.[24]
El control social -en la corona española- que ya es manifiesto durante el siglo XVIII, surge como tal desde el primer tercio del XVII, creando una conciencia muy abierta pendiente de los deslices sociales que fueron cayendo en un síntoma total de permanencia, causado por aspectos como la guerra de Treinta años en 1635 de España con Francia cuya amenaza, para soliviantarla en territorios del dominio hispano, buscaba apelar al factor providencial con el cual, y de pasada, sosegar la vida relajada. Respecto a las corridas de toros, estas nos muestran el dominio de nobles sobre plebeyos y luego un vuelco donde los segundos vinieron a tener el control sobre los primeros, lo cual terminó con un viejo sistema de poder.[25] Y esas mismas corridas van a ser -para muchos ilustrados- signo de una sangrienta y bárbara diversión que sólo podía agradar a aquellos que se oponían al progreso y a la civilización.
_____________________
[1] Rocío de Montserrat Barrera Tapia: “La emblemática barroca en el Túmulo de Fernando el VI, el Justo”. México, Universidad Nacional Autónoma de México. Facultad de Filosofía y Letras, Colegio de Lengua y Literaturas Hispánicas. Tesis que para obtener el título de Licenciado en Lengua y literatura hispánicas presenta (…). Asesor: José Arnulfo Herrera Curiel. 133 p. Ils., grabs., p. 42.
[2] Antonio Domínguez Ortiz. Sociedad y estado en el siglo XVIII español. Barcelona, Ariel, 1981. 532 p. (ARIEL-HISTORIA, 9)., p. 33. En 1709, la situación en Francia era demasiado crítica al grado que Luis XIV estaba ya resuelto (…) a renunciar a la lucha, sacrificando, si era preciso, a su nieto. No conformes con esto, los aliados exigían que el rey francés, con sus propias tropas, expulsara a Felipe V de España, suprema humillación a la que se negó. Por su parte, Felipe, ya por iniciativa propia, ya por impulsos de la reina y de la princesa de los Ursinos, mostró una determinación poco común en él y ofreció a sus pueblos luchar hasta el fin, con la ayuda francesa o sin ella, para mantener la Corona de España en su integridad.
[3] Pedro Romero de Solís, Antonio García-Baquero González, Ignacio Vázquez Parladé: Sevilla y la fiesta de toros. Sevilla, Servicio de Publicaciones del Ayuntamiento de Sevilla, 1980 (Biblioteca de temas sevillanos, 5). 158 p. ils., p. 62.
[4] José Alameda (seud. Carlos Fernández Valdemoro): El hilo del toreo, Madrid, Espasa-Calpe, 1989 (La Tauromaquia, 23). 308 p. ils., retrs., p. 41.
[5] Néstor Luján: Historia del Toreo. 2a. edición. Barcelona, Ediciones Destino, S.L. 1967. 440 p. ils., retrs., grabs., p. 13.
[6] Alameda: op. cit.
[7] Ibidem.
[8] Benjamín Flores Hernández: “Con la fiesta nacional. Por el siglo de las luces. Un acercamiento a lo que fueron y significaron las corridas de toros en la Nueva España del siglo XVIII”, México, 1976 (tesis de licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México). 339 p., p. 31.
[9] Alameda: ibidem., p. 43.
[10] Fernando Claramount: Historia ilustrada de la tauromaquia. Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1988. 2 v. (La Tauromaquia, 16-17)., T. I., p. 56. Apud. Vicens Vives. Aproximación a la Historia de España.
[11] Op. cit., p. 161.
[12] Julián Marías: La España posible en tiempos de Carlos III, p. 371. Década epistolar sobre el estado de las letras en Francia. París, 1780. Madrid Por D. Francisco María de Silve. Con licencia en Madrid: Por D. Antonio de Sancha. Año de MDCCLXXXI.
[13] Luján: op. cit., p. 31.
[14] Ibidem., p. 32.
[15] Francois Marie A. Voltaire: El siglo de Luis XIV. Versión directa de Nelida Orfila Reynal. México, Fondo de Cultura Económica, 1978. 637 p., p. 185.
[16] Antonio Domínguez Ortiz: Sociedad y estado en el siglo XVIII español. Barcelona, Ariel, 1981. 532 p. (ARIEL-HISTORIA, 9)., p. 13. ¿Por qué este enorme interés, estos grandes sacrificios por el trono de una nación que parecía moribunda? ¿Eran exageradas las noticias sobre su decadencia? No. El estado de España en general y de Castilla en particular era desastroso. Pero con sus reinos agregados y con las Indias seguía siendo una inmensa fuerza potencial, el Imperio más grande en extensión, que también podría convertirse en el más fuerte y rico si era bien gobernado.
[17] Voltaire: op. cit.
[18] Luján: Ibidem., p. 10.
[19] Claramount: op. cit., p. 156. Entre los pensadores “ilustrados” más importantes, el padre Feijoo, Mayans y Jovellanos, junto al gaditano Vargas Ponce, forman un bloque antitaurino formidable. Frente a ellos don Nicolás Fernández de Moratín, don Ramón de la Cruz, Bayeis y Goya. A finales de siglo los hombres del pueblo no han oído hablar de la Enciclopedia; saben algo de la Revolución francesa, pero no demasiado. Ellos son romeristas, pepeillistas o costillaristas.
[20] Luján: ib., p. 11.
[21] Ib., p. 29.
[22] Domínguez Ortiz: Sociedad y estado…, ibidem., p. 84.
[23] Gonzalo Anes: El antiguo régimen: Los borbones, 2a. edición. Madrid, Alianza Editorial, 1976 (Alianza Universal, 44). 4 vols. Vol. IV. Historia de España. Alfaguara. 513 p., p. 372. [24] Archivo Histórico de la Ciudad de México (AHCM). Ramo: Diversiones Públicas. Toros. Leg. 855 exp. No. 20. Bando de los Sres. Regidores Comisionados para las Corridas de Toros, sobre el buen orden en la Plaza. 4 f.
[25] Juan Pedro Viqueira Albán: ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el siglo de las luces. México, Fondo de Cultura Económica, 1987. 302 p. ils., maps., “La reacción o los toros”, p. 23-52.
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicana”, en la dirección:
http://ahtm.wordpress.com/
0 comentarios