No creo que frente a manifestaciones de alegría, ostentación y chispa de un pueblo que acudía al Paseo Nuevo, cuyo aforo rebasaba los 10.000 asientos, se hayan presentado brotes de disturbio que alteraran el destino de las corridas de toros. El problema en gran medida parte de una profunda e involucrada postura de la prensa, cuyos argumentos rebasaban los límites de la paz taurómaca.
La prensa planteó argumentos de protesta bastante airados en tonos como que el “sangriento espectáculo (es) digno solamente de las épocas de Nerón”. Sin embargo llama la atención uno aparecido en las páginas de El Correo de México:
No más toros.-¿Por qué no se dan al pueblo espectáculos que lo instruyan, en vez de las escenas del tiempo del retroceso y los virreyes? No más toros.-La civilización rechaza los espectáculos de sangre: no más sangre, tinta en vez de sangre; ilustración y no barbarie: educación al pueblo: diversiones que hablen a su inteligencia y no a sus sentidos; artes útiles en lugar de mojiganga; periódicos en vez de banderillas; el cincel y no el puñal del carnicero. La veterinaria y la ley sobre el trato a los animales útiles, en vez de la risa por la horrible agonía de un caballo indefenso. El teatro por los toros. El teatro a precio ínfimo para el pueblo. Enseñar a pensar y no a matar. Moralizar en vez de corromper.
Ese comportamiento, ese pensar y reflexionar tan airado e intransigente fue posible en el justo momento en que da inicio la República Restaurada. No antes. Los artículos fueron presentándose de manera poco frecuente, pero no por ello dejaron de aparecer. ¿Qué resorte impulsaría a determinadas tendencias periodísticas a atacar así un espectáculo público? ¿Sería -quizás- porque los liberales, ávidos de orden y progreso, colocados en la prensa o influyendo en esta, no veían en los toros más que un triste cuadro de regresión hacia lo salvaje? Sin embargo, aquí es donde encontramos una de las opciones con peso que pueden servir para nuestros fines.
El 26 de abril de 1874 se inaugura la plaza de Tlalnepantla.
Los grandes esfuerzos de los hombres pensadores y sencillos de la Unión, están ya nulificados con la plaza de toros de Tlalnepantla… parece que después de tanto trabajar sólo se dictaminó que no hubiera toros en el patio de una casa y por consiguiente, ha quedado en pie, con una burla terrible; pues con burla es la que a las puertas de México exista la plaza de toros, y que los convites para ellos se fijen en las esquinas de la capital y se repartan a los transeúntes de ella… Recordemos lo que el poeta Selgas dijo a los españoles: Tres bestias entran en la plaza de toros: una va a fuerzas, la llevan a lazo; la otra va por cobrar y la tercera paga por entrar… ¿Cuál de las tres es la mayor?[2]
En 1881 sucede lo mismo en el estreno de la plaza del Huisachal. De la apertura de esta plaza dijo El Monitor Republicano:
El nuevo teatro para la barbarie es amplio, con capacidad para ocho o diez mil espectadores. Es lástima que los propietarios no emplearan el dinero gastado en edificar un hospital o siquiera un teatro para ópera.
Con la reanudación de las corridas de toros en 1887, más de alguna página editorial lanzó protestas airadas, como aquella en la que se tilda a la época de “pulque y toros”: (…)La pulquería y el redondel son los dos templos en los que se rinde culto al embrutecimiento y la barbarie.
No faltó el poeta ripioso quien destapó el pomo de las esencias, pues
En vez de teatros y escuela
Y tres más que hay en proyecto
Quise enfocarme en este contexto para entender que si bien, el decreto había sido derogado, las cosas seguían igual. Igual -sí, efectivamente- porque la fiesta tuvo la oportunidad de llegar a rincones provincianos que se significaron como el punto en que pudieron mantenerse las expresiones antes, durante y después de la suspensión de fines de 1867 en la capital del país.
La prensa cuando influye en campañas feroces y tenaces es capaz de abrirse camino, de poder crear una conciencia y aprovechar -seguramente como lo aprovechó a partir del 15 de julio de 1867-, al ir de modo sistemático imponiendo un orden, y repudiando a partir de una dicotomía todo aquel sentido implícito en la fiesta.
Que el espectáculo siempre ha tenido una connotación de sangriento y de bárbaro no se niega. Que ha habido épocas y personajes bien dispuestos a cancelar su tránsito, también es muy cierto. Sin embargo, parece ser que los cambios tan drásticos que operaron por lo menos de 1864 a 1867 significan una alteración sintomática en las nuevas perspectivas puestas a funcionar estrenada la restauración.
Las plazas de toros en aquel y creemos que en todos los tiempos, eran y han sido el mejor termómetro con qué medir el gusto o rechazo del pueblo alrededor de sus toreros o hasta del papel que ejercen sus gobernantes. Y no nos lo niega el hecho de que el 3 de noviembre de 1867, fecha en la que se da la referida función a beneficio de los desgraciados de Matamoros, asiste el Presidente C. Benito Juárez. La cuadrilla se formó con el primer espada Bernardo Gaviño quien lidió cinco toros de Atenco. Un día después la prensa condolida o convencida de lo que significaba ese hecho, apuntó:
PRENSA NACIONAL
La junta encargada de arbitrar recursos para las poblaciones devastadas por el huracán en la frontera, no han apelado en valde a los sentimientos filantrópicos de la capital. Para el primer llamamiento que a ellos ha hecho, creyó conveniente emplear el señuelo de placer, presentando al público un espectáculo más popular, por desgracia en México, de lo que pudieran desear los amigos de la civilización. Y a fe que el éxito de este buen intencionado artificio, no ha podido ser más brillante.
La corrida de toros, ese placer tradicional de la raza española, ese solaz predilecto de nuestro pueblo, a que se han replegado el interés sanguinario y salvaje del circo y del palenque, este espectáculo que no se debería dar al público, sin velar ante la estatua de la civilización, cuenta todavía en México, muchos partidarios, y los que tienen que impugnarlo, por no dar testimonio de poco refinamiento, apetecen una ocasión como la de ayer, en que la caridad sirve de madrina al mal gusto, y en los instintos feroces de la antigüedad se abrigan bajo el palio del sentimiento más dulce entre cuantos ha desarrollado el evangelio. A extraños contrastes y aproximaciones da lugar este siglo de transición en que vivimos: La Beneficencia patrocinada por la afición a la sangre y a la matanza, los combates con las fieras, el terrible suplicio de los primeros cristianos, convertidos hoy en un arbitro de caridad, en un medio para practicar la moral del Cristianismo!…
Las personas del sexo débil, la mitad más tierna y sensible de la raza humana, los ministros naturales de la conmisceración y de la beneficencia, quizá no son las menos propensas a aprovechar la coyuntura de un pretexto caritativo, el asistir a ese espectáculo a propósito, en medio de su bárbaro carácter, para saciar la sed femenil de sacudimientos y emociones.
La sociedad protectora de las poblaciones perjudicadas por el huracán, deben tener en su seno algún profundo moralista a quien se debe seguramente la idea de explotar en nuestra sociedad las disposiciones a que acabamos de aludir; y el buen suceso de la empresa acredita lo feliz de la concepción.
La corrida de toros de ayer formará época en los anales de la tauromaquia mexicana. Nuestra memoria se remonta hasta fechas muy lejanas y no recuerda otra ocasión en que la hermosa plaza del Paseo se haya llenado con tal y tan numeroso conjunto. Lo mejor de la sociedad mexicana, las bellas dolientes del imperio, la nova progenies que como de costumbre en las restauraciones, ha salido a flor de agua en la superficie social al renacer el gobierno nacional, el pasado y el presente, la aristocracia y la democracia, el Imperio y la República se han encontrado ayer frente a frente, quizá por primera vez, después de mucho tiempo, celebrando una alianza de buen agüero bajo los dobles auspicios del placer y de la caridad. Difícil sería hallar mejores intermedios para la reconciliación.
Este hecho a que nos referimos, y que creemos útil poner en realce, ha dado un carácter peculiarmente satisfactorio y risueño a la corrida de toros dada ayer a beneficio de las poblaciones de la frontera. Es acaso la primera fiesta después de la caída del imperio, en que el eclipse de ciertas fisonomías familiares para los que frecuentan el gran mundo, no han mezclado ciertos resabios de tristeza con la expansión y el regocijo.
Nosotros que aun en el momento mismo del triunfo sobre el imperio, no hemos vacilado en declararnos apóstoles de paz y reconciliación, huyendo estudiosamente de aparecer como ministros de la Némesis republicana, no es extraño que saludemos con sincero aplauso estos primeros síntomas que anuncian el término de nuestros grandes antagonistas sociales y políticos.
Cabalmente porque la democracia republicana es la última palabra de nuestras disensiones, cabalmente porque es el poder de la época y el porvenir, debemos poner término a la diversión entre proscriptores y poscritos y demostrar que en las repúblicas del siglo XIX no caben los Alcmenoides ni los Sylas.
El espectáculo de ayer no solo ha sido la fiesta de la filantropía y de la caridad, sino la fiesta de la esperanza. Cuando una sociedad entera se entrega a una especie de solaces que ponen en contacto a los hombres y les distraen de las preocupaciones políticas, hay motivo para esperar que estas no sigan siendo una barrera que divida a los hijos de una misma patria en dos bandos irreconciliables.
La comisión encargada de preparar la corrida salió airosa de la encomienda y supo hacer a su buen gusto tributario de su filantropía. La decoración vegetal de la plaza, compuesta de ramas de sabino y festones de flores graciosamente dispuestos, daban al gran anfiteatro un aire alegre y risueño y proporcionaba un fondo boscoso bien calculado, para que sobre él se destacaran como otras tantas flores, las bellas concurrentes que poblaban las lumbreras. Hasta la atmósfera, turbia y variable en estos últimos días, se despejó ayer tarde, armonizando con la disposición cordial y apacible de los corazones, y dando un nuevo realce á la función de que vamos hablando. Todos los necesarios de ella correspondieron al empeño de la comisión directora, por dar un espectáculo digno de la desusada concurrencia que llenó ayer la plaza de toros; bien que en tributo de justicia, debemos declarar que al buen éxito contribuyó mucho la eficaz cooperación de la compañía y muy especialmente de su simpático director D. Bernardo Gaviño, quien con un desinterés superior a todo elogio, allanó todas las dificultades e hizo fáciles y nada dispendiosos, muchos de los recursos que contribuyeron a dar interés al espectáculo.
Los habituados a él nada tuvieron que desear. Aun hubo en los lances tauromáquicos muchos de los incidentes feroces y sangrientos que por desgracia complacen tanto a la mayoría de los aficionados a la lid de toros. Los cadáveres de varios caballos sirvieron de trofeo a la fiereza de los bichos de Atenco.
Cuando el resultado de la función de ayer se traduzca en socorros abundantes y oportunos para nuestros hermanos de la frontera, comprenderán aquellos pueblos que la sociabilidad y la afición al placer de esta gran metrópoli, de esta Capua política, de esta corrompida meretriz, como por allá suele llamarse a México, no merecen tantas maldiciones.-F.M. (EL GLOBO).[4]
La prensa que afirmaba esto da a notar que el “imperio” y la “república” no estaban reñidas. Muy al contrario, formaron alianza en la plaza y daban por iniciado un largo período de bonanza social, rota muchos meses atrás, pretendiendo prolongar la vida a algo ya liquidado.
La fiesta nunca encerró -y por lo visto- repulsa alguna entre los conservadores (o es que acaso los disturbios sociales y militares no dieron tiempo de atender esta circunstancia y pasó desapercibida). En conclusión podemos ver que la reacción, el ataque da inicio en cuanto Juárez ocupa la capital del país recuperando el federalismo y proporcionando alternativas y reformas para el nuevo régimen de paz que se mostró tan próspero y reluciente, ambicioso y lleno de modernidad y de progresos.
Antes de continuar, es preciso anotar el hecho de que en El Boletín Republicano Nº 49 del martes 27 de agosto de 1867 piden derogar una ley de Lafragua (hacia 1855) y poner en vigor la ley Lerdo del mismo 1867 “más conforme con el espíritu liberal, puesto que establece como garantía del escritor la hermosa institución del jurado”. Al parecer dicha ley Lerdo no llegó a ponerse en vigor, luego de que al revisar la obra LEGISLACION MEXICANA de Manuel Dublán, en su tomo X no encontramos evidencia al respecto. Luego, haciendo revisión de las principales fuentes hemerográficas, cuya participación pudo ser concreta en el destino del espectáculo taurino, el número no es nutrido pero sus tendencias sí bastante comprometidas, seguramente reafirmadas en la breve ley de imprenta de José Ma. Lafragua que atenuó una en vigor y de índole restrictiva en tiempos de Santa Anna.
A continuación la reseña de fuentes periodísticas que publicaron aisladamente algunas noticias relacionadas con la diversión de los toros. El Siglo XIX (1841-1896) liberal, que defendió con entereza las causas de la república, del federalismo y todo aquel propósito de progreso y expansión del país.
–El Monitor Republicano (1844-1896) con tendencia del más puro y radical liberalismo aunque no dejó de mostrar discrepancias. Estuvo pendiente de los mayores problemas sociales por entonces generados.
–Boletín Republicano (1867) liberal recalcitrante, defendió las ideas republicanas bajo la dirección de Lorenzo Elízaga.
-Por último El Globo (1867-1869), diario de oposición al gobierno juarista. Sus redactores exigieron el respeto irrestricto a la Constitución, la reorganización de la administración pública y el impulso a la educación popular. Fue publicado bajo la dirección de Manuel M. de Zamacona.[5]
En concreto, es la sangre y la violenta forma de generarla uno de los motores fundamentales que pudieron llevar a la prohibición, razones que caían -puede ser posible- en la aceptación y en la configuración de unas formas que acaban por crear un sentido de armonía; de felicidad como lo puede causar cualquier entretenimiento. Pero entretelas la fiesta brava se baña de sangre, y eso a ningún periodista convencido de lo liberal era de su gusto. Pero si a esto no queda satisfecho el planteamiento, hagamos un examen más concienzudo de la situación.
Todo parece indicar que en razón de unos cuatro meses las acciones periodísticas liberales contra los toros surtieron efecto. Recordemos aquella evidencia que recoge José T. de Cuellar[6] en El Correo de México del 16 de septiembre anterior. Luego, el 10 de octubre siguiente en El Boletín Republicano Nº 87 de 1867, Gabino F. Bustamante escribe el editorial: “Sobre el trato que se debe dar a los animales” (sin achaques a la diversión de los toros).
De nuevo El Correo de México Nº 66 del 16 de noviembre en la sección “Diversiones Públicas” y en vez del sólo anuncio del festejo,[7] tienen la puntada de decir: (con) los sectarios del género bárbaro, las corridas de toros. Mañana las hay para todos los gustos.
Dos días después, en la misma publicación y en su Nº 67 aparece una reseña acerca de la representación del drama “María Juana, o la loca de Sevilla”, dada el día anterior en el Teatro Iturbide con la actriz, Sra. Da. Amelia Estrella de Castillo. Apuntan:
El público de la tarde no es el vulgo ni el populacho; es la parte de la sociedad en que se encuentran más virtudes, más modestia y más corazón. El buen público de la tarde está exento del lion y del niño fino, porque estos están en Bucareli y en los Toros, que son más bonitos; no está allí el abonado del tiempo de Palomera, ni el agiotista del tiempo de Santa-Anna.
Si con el artículo que hemos visto aparecido el 6 de noviembre en El Boletín Republicano reseñando elocuente y ampliamente LA CORRIDA DE TOROS DE AYER, y donde se manifiesta un constante coqueteo con lo liberal pero también con lo festivo y se deparan destinos inciertos, será con un apunte del ilustre Ignacio Manuel Altamirano con el que se cierre a los propósitos de continuidad de los toros como espectáculo.
Decía este abanderado del pensamiento republicano y liberal de nuevo en El Correo de México Nº 85 del 9 de diciembre de 1867:
Ayer tuvo lugar la corrida que dieron algunos jóvenes aficionados á beneficio de los habitantes de Matamoros. Los jóvenes que creyeron conveniente poner la barbarie al servicio de la filantropía, hicieron todos los esfuerzos posibles para lucirse; pero el público los silbó desapiadadamente desde el principio hasta el fin, no concediéndoles sino uno que otro aplauso. El público no tuvo consideración que los aficionados se exponían delante de la fiera por favorecer a los menesterosos de Matamoros. Con esta corrida que se permitió á la caridad, concluyeron para siempre en nuestra capital las bárbaras diversiones de toros, a las que nuestro pueblo tenía un gusto tan pronunciado desgraciadamente. Los hombres del pueblo saben más de tauromaquia que de garantías individuales.
Esa es la fuerza del periodismo y que influyó tanto en el cambio de mentalidad que operó contra la diversión popular de los toros.
LOS LIBERALES Y LA TENDENCIA POSITIVISTA.
Hay que considerar algunos antecedentes fincados en el Dr. José María Luis Mora el que, con sus ideas de la intensa búsqueda del orden y progreso se establece como un especial precursor de las ideas que luego el Dr. Gabino Barreda pondría en práctica apoyado en consecuencia del comtismo.
Entre 1847 y 1851 encontramos a Barreda en Francia. Tuvo oportunidad de abrevar en las enseñanzas de Augusto Comte, asistiendo al Palais Royal, donde el gran pensador de Montpellier dictaba conferencias de filosofía positiva. Luego, en el año de la restauración encontramos al Dr. Barreda en Guanajuato, huyendo del imperio y luego dando lectura a su ORACION CIVICA, pronunciada en aquel estado el 16 de septiembre. Gabino Barreda acusa a España de haber pretendido mantener a México extraño a las corrientes culturales de los tiempos nuevos.
La emancipación mental, caracterizada por la gradual decadencia de las doctrinas antiguas, y su progresiva substitución por las modernas; decadencia y substitución que, marchando sin cesar y de continuo, acaban por producir una completa transformación (…) resistencias que alguna vez lograron atajarlo por cierto tiempo, pero siempre acabaron por ser arrollados por todas partes, sin lograr otra cosa que prolongar el malestar y aumentar los estragos inherentes a una destrucción tan indispensable como inevitable.[8]
Los toros, por ejemplo.
Sin embargo, es notorio el sentido que siguió aquella importante ORACION CIVICA, cuyo contenido entró en vigor el 2 de diciembre de 1867, curiosamente cuatro días después de que se expide, la multicitada Ley de Dotación. Sí, la notoriedad se encuentra en la conclusión de su discurso.
Conciudadanos: que en lo de adelante sea nuestra divisa LIBERTAD, ORDEN Y PROGRESO; la libertad como MEDIO; el orden como BASE y el progreso como FIN; triple lema simbolizado en el triple colorido de nuestro hermoso pabellón nacional, de ese pabellón que en 1821 fué en manos de Guerrero e Iturbide el emblema santo de nuestra independencia; y que, empuñado por Zaragoza el 5 de mayo de 1862, aseguró el porvenir de América y del mundo, salvando las instituciones republicanas.[9]
En la obra de Leopoldo Zea: El positivismo y la circunstancia mexicana, inscribe las determinaciones y consecuciones habidas entre liberales que aspiraron a dicho estado de cosas. Largo fue el camino puesto que ya en 1810 los planteamientos de emancipación se gestaron de un modo que sacudió el alma de lo que sería la nueva nación. Era su despertar.
La lucha de la revolución mexicana es la lucha del espíritu positivo contra las fuerzas de estados inferiores convertidas en enemigas del progreso. Una de estas fuerzas, el clero, trató de detener la marcha de este progreso, siendo el resultado de esta oposición una acumulación de fuerzas progresistas que hicieron saltar con gran violencia los obstáculos que se le oponían. Lo que pudo ser natural evolución se transformó en revolución. La revolución mexicana que se inicia en 1810 y termina en 1867 tiene su origen en esta oposición de fuerzas que habiendo sido positivas, se transformaron en negativas, al enfrentarse a todo progreso.[10]
Zea, mira al mundo elevado de una conciencia que ya supera los estadios teológico y metafísico; es decir el positivo, para explicar cómo se dieron cita unas fuerzas que se desbordaron en la independencia misma. El clero se opone a un progreso apetecido porque su liga con el sistema es tal que ve en todo ello una amenaza. Y defiende hasta el último momento su “anquilosada hegemonía”. Anquilosada por el tiempo que opera en Nueva España y hegemónica porque aún, a pesar de la pérdida de la Compañía de Jesús, su influencia seguía siendo tal que la consideramos como un estado dentro de otro estado. En todo aquel proceso se manifestaron desequilibrios que no se explicarían a la luz de las ideas de Zea, más que de esta forma:
El desorden de la sociedad mexicana era el resultado de la desigualdad cultural de los mexicanos. Unos se encontraban todavía en una etapa teológica, otros en la etapa metafísica, y los mejores habían alcanzado la etapa positiva. Pero esta diversidad hacía imposible el orden social. “En estado teológico los primeros y en estado metafísico los segundos -en opinión de Ezequiel A. Chavez-, cada uno trataba de imponer a los otros su propia fe, su propio ideal, su misma concepción del universo; y ante este atentado contra el santuario de las conciencias, cada uno estallaba. El desorden era el resultado de que cada grupo tratase de imponer a otros sus ideas. Este intento provocaba la resistencia y con ello la lucha con todas sus consecuencias. El mal estaba en la diversa etapa de las conciencias de los mexicanos; había, pues, que eliminar este mal.[11]
Hubo que combatir intensamente tal diferencia. Largo y pesado se mostró ese deseo, conseguido a golpe de altas y bajas en el poder de liberales y conservadores; ensayos de onarquía, ocupaciones transitorias en el poder; invasiones extranjeras y el caos interior. Es hasta 1867 -en el segundo despertar-, en que la marcha de la nación cobra otra conciencia, pura y sólida, respaldada por la gran acumulación de experiencia de sus hombres.
Antes del ciclo de la restauración se manifiestan búsquedas y razones de un ser propio. En efecto, la pugna liberal contra la conservadora le dio el triunfo a aquella, quien se encargaría de abanderar la Reforma. Esos liberales brotaron de la clase privilegiada, la burguesía, de la cual opina Justo Sierra:
(es) la clase media de los estados, a la que había pasado por los colegios, a la que tenía lleno de ensueños el cerebro, de ambiciones el corazón y de apetitos el estómago: la burguesía dio oficiales, generales, periodistas, tribunos, ministros, mártires y vencedores a la nueva causa”. Es este el nuevo grupo la nueva clase social que habría de salir vencedora después de más de medio siglo de lucha. Esta nueva clase social alcanzaría el máximo de su desarrollo con el Porfirismo.[12]
Sus orígenes teóricos que van seguramente a aplicarse en la práctica tienen apoyo en la filosofía de los enciclopedistas franceses, a cuyo mando quedaría para su preparación el Dr. Gabino Barreda quien se encarga de aleccionar a la entonces joven burguesía mexicana para dirigir los destinos de la nación mexicana. El instrumento ideológico de que se sirvió el maestro mexicano fue el positivismo. En el positivismo encontró Barreda los elementos conceptuales que justificasen una determinada realidad política y social, la que establecería la burguesía mexicana.[13]
Finalmente, la mencionada realidad queda señalada para funcionar como filosofía al servicio de una forma de gobernar que se puso en vigencia a partir de que el régimen juarista asume el poder definitivamente.
De la ideología neutra, que Juárez y los demás liberales querían que fuese, se transformó en lo que verdaderamente era: en una ideología que, al igual que todas las ideologías, pretendía tener un valor total, político como en el individual. Una ideología así no podía aceptar, como querían las leyes de Reforma, que el poder espiritual continuase en manos de la iglesia católica, ni tampoco estar subordinada al estado como instrumento de orden. La transformación del positivismo mexicano en una ideología de carácter total, puesto al servicio de un ideal positivista.[14]
Ese es el objetivo trazado por aquel frente. Con aquello se señala que todas las pretensiones marcadas o establecidas por positivistas convencidos obtuvieron una aplicación que superaría el plano de alcances con el porfirismo.
El derrotero taurino se vería pues, afectado de base y circunstancia. Si no había más que barbarie y regresión al estado salvaje, la idea establecida por J. J. Rousseau de que si ¿fue la civilización un error? o algo como que el progreso genera un regreso (el hombre al fin y al cabo requiere progreso. Y si este no llega por la vía de un espíritu renovador, la razón pasa a ser un esfuerzo inútil. El subrayado es nuestro) provocaba de pronto las controversias de rigor. El progreso, el orden, la libertad son banderas que ondean firmes en 1867; se oponen y rechazan todo regreso a tal o cual estado de evolución primitiva. Prefieren una elevación racional e intelectual a la altura de su época que dar cabida o aceptar al espectáculo con todo y su atraso.
LA PRESENCIA DE SIMPATIZANTES DEL IMPERIO DE MAXIMILIANO
Es aventurada ahora esta propuesta. Juárez luchaba contra los franceses y puso freno a las ambiciones de la corona cuando su frente de lucha se dirige en definitiva a la ocupación de la ciudad de México. Fuera de los emisarios de 1863, aquella monarquía impuesta debe haber tenido muy pocos y abnegados partidarios. Y el hecho de que a la llegada de Maximiliano en 1864 se hayan registrado dos corridas de toros[15] no debe haber sido más que por el solo motivo de que está dispuesta una ocasión o un pretexto de celebrar fiestas taurómacas, no encontrando de momento ningún trasfondo político que las hubiese generado. Ni con el empresario del Paseo Nuevo ni con los nombres de alguno de los toreros de aquel entonces encontramos algún nexo que ponga en entredicho a algo o a alguien. Bernardo Gaviño, único torero extranjero entonces en escena, aunque tuvo diferencias con Juárez (como lo veremos más adelante), no creo tampoco que se expusiera a seguir la corriente imperialista.
Por otra parte, lo que sí es un hecho fue la prevención hecha por el Subsecretario de Estado y del Despacho de Gobernación Don J. M. González de la Vega, quien ordenó -vísperas de la aparición pública de Maximiliano– el siguiente bando:
“Aclamaciones.-Solo se dirigían a sus SS.MM. el Emperador y la Emperatriz. Prefectura política de México.-Sección de Gobernación.-Núm. 608.-Secretaría de Estado y del Despacho de Gobernación.-Palacio Imperial.-México, 23 de abril de 1864.
Siendo costumbre en las monarquías que solo a los soberanos que las rigen se les aclame con vivas. Dispone la regencia: que en la recepción de nuestros Emperadores, no puedan ser aclamadas otras personas que las de SS.MM. y me honro de comunicarlo a V.S. para los fines consiguientes”.[16]
De la asistencia de los soberanos a la plaza del Paseo Nuevo el 24 de junio de 1864, se sabe gracias a la curiosidad bibliográfica del coronel francés Carlos Blanchot titulada L’Intervention Francaise au Mexique París, 1911, 2v. En el tomo segundo aparece la amplia reseña que a continuación recogemos:
Era un regocijo ruidoso, de un principio teatral más realista, al que debo consagrar especial mención, porque tuvo un carácter extraordinario y poco trivial. Era una gran corrida de toros.
Las corridas de toros, esas reminiscencias sanguinarias, y crueles de los circos antiguos, no me ofrecían de costumbre sino un interés mediocre, y me inspiraban generalmente impresiones de aversión. El espectáculo repugnante de caballos despanzurrados que arrastraban sus entrañas sobre las cuales pateaban para marchar aún al ataque del toro, no podía ser compensado con el atractivo, a veces apasionante, de estos toreros, banderilleros, picadores, hábiles, audaces, llevando fieramente sobre el redondel polvorientos los brillantes trajes de terciopelo y de rasos bordados que cooperaban al ornato de los salones de otro tiempo. Revoloteaban en torno al animal furioso como enervantes moscas, para empujarlo al paroxismo de la cólera, y lanzarlo, en fin, ciego e inconsciente, sobre la muleta sangrienta del espada, donde se oculta traidoramente el arma mortífera. Todo esto me repugnaba. Pero en tal día de gala, ya no era el redondel de los asalariados en el que por algunos sujetos del pueblo desplegaban, con peligro de su vida, una destreza y un valor emocionante; era un deporte de grandes señores que se entregaban, para honor y admiración de las demás, a este torneo particular; era una corrida de “gentlemens” toreros ofrecida a sus Majestades.
En efecto, el personal completo de una cuadrilla estaba enteramente compuesta de mexicanos de las mejores y más ricas familias del país, que adiestrados desde su infancia en todos los deportes nacionales, descollaban en todos los ejercicios de destreza, de agilidad, de fuerza y de audacia. Revestidos de trajes magníficos, montados, desempeñaban todas las funciones del drama con un brío, una destreza, una agilidad y un valor notables, recogiendo a cada pase conmovedor los aplausos frenéticos, los hurras entusiastas de una multitud delirante. Varios toros fueron lidiados con una maestría soberbia y matados con una seguridad de espada llena de elegancia y de intrepidez. Después, como apoteosis del toro muerto, la sacada de la víctima se hacía por una cuadrilla de soberbios alazanes de pura sangre inglesa, salidos de las cuadras de Mr. Barrón, el rico banquero inglés, que conducidos por lacayos a pie de gran librea, se llevaban de la arena, brincando espantados, el sangriento despojo del toro. Era un magnífico y pasmoso espectáculo.
Pero más pasmoso todavía era el anfiteatro. Sobre gradas amontonadas en pisos numerosos se apiñaba una muchedumbre turbulenta de diez mil personas de todas clases, de todos rangos, en los trajes de fiesta más variados, en el seno de los cuales brillaban, reverberando, llenas de elegancia y de riqueza, las toalettes frescas y floridas de las patricias por el nacimiento, la fortuna o la belleza. En torno al emperador y la emperatriz en un palco, sin embargo, que no tenía nada del de los Césares, se apretaba la corte y los personajes del día de ambos sexos, en medio de ricas colgaduras enguirnaldadas por la flor nacional. Toda esta gente cautivada por el carácter insólito de su espectáculo favorito, manifestaba sus sentimientos con explosiones entusiastas, sobre todo las mujeres, a quienes allá, más que en otra parte, las emociones dramáticas tienen el don de arrastrar a delirantes transportes. A veces en ese tumulto tempestuoso, se creía ver que la sala se desfondaba, porque tenía con los anfiteatros romanos la diferencia que existe entre la madera y la piedra. En todas partes, y sin cesar resonaban, según las peripecias del drama, los gritos opuestos de “¡bravo, toro!” “¡Fuera, torero!” “¡Ha muerto el toro!”, a los cuales se mezclaban a cada momento de entusiasmo los de “¡Viva el Emperador!”
“¡Ay! cuantos de estos labios que lanzaban la porfía esos vivas patrióticos, dejaron escapar un día el grito siniestro de “¡Muera el Emperador!” Así son, a veces los pueblos. ¡Bien loco es el que se fía de ellos!”.[17]
Como resultado de otras manifestaciones que el público reflejaba al repudiar el imperio, las autoridades no se vieron más que obligadas a promulgar el 1º de noviembre de 1865 una ley sobre la Policía General del Imperio, con su apartado de “Diversiones Públicas” (artículos 67 a 73) donde se establecían disposiciones sobre el buen desempeño de los asistentes.
Pero es aun más curioso un dictamen que corrió en los primeros meses de 1865 y que bien se conjuga con el tema central de nuestro estudio. Apareció en El Diario del Imperio y dice así:
“Los Sres. Pimentel, Reyes e Ibarrola, presentaron la siguiente proposición:
-Se prohíben en la capital del Imperio las corridas de toros. Puesta a discusión, fue reprobada, en el concepto de que se reformaría convenientemente: Al efecto, El Sr. Labat y el Sr. Berganzo presentaron la siguiente:
Elévese al Supremo Gobierno atenta solicitud, suplicándole se sirva decretar la duplicación del impuesto fijado hoy á las corridas de toros, en beneficio de los Fondos Municipales.
Puesta a discusión, fué aprobada”.[18]
Hasta donde se pueden explicar los elementos justificantes del presente apartado, nos damos cuenta de situaciones bien importantes. Por un lado, la jerarquía que las autoridades dan a sus majestades en cuanto a la proclamación de bienvenida. Luego, el interesante cuadro que el coronel Blanchot deja como testimonio de sus interpretaciones personales sobre una fiesta que da fe del caos ya manifiesto, pero que no por eso deja de ser de capital interés a la sociedad, a la afición de aquel entonces. Y finalmente, dos esquemas que intentan regular el espectáculo: uno, con el que se graduaba el comportamiento de las masas en las plazas de toros; el otro, más agresivo, pero que de su propuesta original pasó a que se decretara “la duplicación del impuesto fijado (…) a las corridas de toros, en beneficio de los Fondos Municipales”. Si recordamos, el problema de mi tesis atañe lo relacionado con los Fondos Municipales, sus ingresos, derivados directamente de cuanto arrojaran las corridas de toros, por lo cual me detuve aquí para su análisis, por considerarlo antecedente clave.
Por otro lado, el cuadro de la alta sociedad mexicana “finisecular” muy poco deja de parecerse a la parisina.
México era una capital culta, con ópera, buenos teatros, museos, conciertos, tertulias y costumbres muy europeizantes entre las clases pudientes criollas.[19]
Pero no dejaban de manifestarse en los estratos, la relajación de las costumbres y un afrancesamiento que terminó por romper añejas tradiciones gracias, entre otras cosas a: …que hubo “Bailarinas de gruesas pantorrillas y lúbricas contorsiones, sublimes de desvergüenza y de delirio, con las faldas subidas hasta el cuello!” a decir de Ignacio Manuel Altamirano. Los toros, dentro de su inventiva, no dejaban de ser blanco de ataque, lanzado por progresistas y liberales, cuya voz iba siendo cada vez más permanente.
De que hubo simpatizantes a la “solución conservadora: monarquía con príncipe extranjero e intervención armada” (permítaseme parafrasear a Edmundo O’Gorman) es un hecho.[20] Sin embargo, era tal el continuo ir y venir de ideas y tendencias que muchas veces se abrazaban a ella liberales, moderados y conservadores en forma temporal. Ahora bien, víspera de la llegada de Juárez a la capital del país -a raíz del triunfo republicano- se señala en un decreto lo siguiente:
Los individuos que pertenecieron a la clase militar y prestaron servicio activo, aunque pudiera procederse contra ellos como todos los demás que han cometido el delito de traición, a juzgarlos con toda la severidad de la ley, imponiéndole la pena capital, el ciudadano presidente de la República, en virtud de sus amplias facultades, se ha servido indultarlos de dicha pena (…).[21]
Del sector señalado como todos los demás seguro es que sí hubo peso de la ley para con ellos.[22] Sin embargo, en una revisión hemerográfica general no se encontró evidencia alguna en cuanto a nombres de personajes taurinos metidos en líos de este orden. Por lo tanto, este tema, queda de momento descartado.
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[1] Por todos los artículos sin firma: José T. de Cuellar.
[2] Luis González y González, et. al. Historia moderna de México. República Restaurada (vida social), p. 617.
[3] Daniel Medina de la Serna. Las prohibiciones de la fiesta de toros en el Distrito Federal, p. 7.
[4] El Boletín Republicano Nº 110 del 6 de noviembre de 1867.
[5] La prensa, pasado y presente de México, p. 55, 104 y 106.
[6] Armando de María y Campos. De la Reforma al Imperio, p. 106-8. En el Liceo Mexicano, el día 9 de agosto de 1867 se pronunció un discurso que puede considerarse como el acta de nacimiento de un movimiento para regenerar y nacionalizar el teatro de México.
[7] Lanfranchi, op. cit., p. 172. Plaza del Paseo Nuevo. Domingo 17 de noviembre de 1867. Primera función de la temporada. Cuadrilla de Bernardo Gaviño. Cinco bravos toros de Atenco. Además, la mojiganga de MOROS Y CRISTIANOS en GALLOS DE CARTON.
[8] Gabino Barreda. Estudios, p. 76.
[9] Op. cit., p. 109.
[10] Leopoldo Zea. El positivismo y la circunstancia mexicana, p. 58.
[11] Op. cit., p. 182.
[12] Ibidem., p. 46.
[13] Ibidem., p. 47.
[14] Ibidem., p. 71.
[15] Lanfranchi, ibidem., p. 169. Plaza del Paseo Nuevo. Viernes 24 de junio de 1864. Gran función extraordinaria en celebridad de la llegada de SS.MM. II a esta capital. Cuadrilla de Pablo Mendoza. PLAZA PRINCIPAL DE TOROS DE LEON, GUANAJUATO. Jueves 29 de septiembre de 1864. Corrida en obsequio de S.M.I. Maximiliano I de México.
[16] Armando de María y Campos. Imagen del mexicano en los toros, p. 127-8. “Una fiesta de toros en honor de Maximiliano y Carlota (1864)”.
[17] Op. cit., p. 129-32.
[18] Diario del Imperio. México, miércoles 5 de abril de 1865. T. I., Nº 79 p. 318.
[19] Torcuato Luca de Tena. Ciudad de México en tiempos de Maximiliano, p. 134.
[20] Op. cit., p. 118 y 127. ADICTOS AL IMPERIO. El señor Adalid, dueño de la hacienda “De los Reyes” quien hasta llegó a ser designado caballerizo de Su Majestad.
[21] Dublán, op. cit., p. 24-5.
[22] Antonio Gibaja y Patrón. Comentario crítico, histórico auténtico a las Revoluciones sociales de México, T. V., p. 336. Tan pronto como el Sr. Juárez estableció su gobierno mandó que se presentaran ante él todas las personas que hubiesen servido al imperio en el ejército o en la nómina civil. Algunos se ocultaron como D. Santiago Vidaurri que se alojó en la casa de un norte-americano, número 6 de la calle de San Camilo. Este ciudadano de los Estados Unidos denunció a su huésped y de ahí lo sacaron para fusilarlo, como se hizo en la plaza de Santo Domingo de la capital, tocando una banda de música piezas burlescas como “La Mama Carlota” y “Los Cangrejos”, durante su ejecución. Fue fusilado también el general D. Tomás O’Horan.
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicanas”, en la dirección: http://ahtm.wordpress.com/
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