Una visión poética en la narrativa taurina

por | 31 Jul 2011 | Literatura taurina

Se ha dicho que “tanto podría hacerse una historia de la literatura taurina al compás de la historia de las letras hispanas, como una historia de la literatura en nuestra lengua que se nutriera de los textos taurinos de sus principales representantes”. Las corridas de toros aparecen prácticamente con la lengua escrita castellana, y quizás el género en el que se plasma más tempranamente este tema sea el lírico. José María de Cossío, en Los toros en la poesía, selecciona las principales muestras líricas de composiciones taurinas, desde los poemas populares, y por lo tanto anónimos, hasta las poesías de famosos autores del primer tercio del siglo XX.
 
Si bien nuestro propósito es referirnos fundamentalmente al libro de cuentos del escritor argentino Guillermo Pilía Tren de la mañana a Talavera, no está de balde anotar que también en el siglo XIX fueron los escritores extranjeros, y sobre todo los románticos franceses e ingleses, los que se apropiaron de los toros: Lord Byron, Próspero Mérimée, autor de Carmen, y Teófilo Gautier. En cambio, ya entrado el siglo XX, los narradores realistas o naturalistas soslayaron el tema, aunque Vicente Blasco Ibáñez escribió una novela destinada a la fama: Sangre y Arena, que es de las que más adaptaciones cinematográficas ha merecido.
 
La novela taurina de la primera mitad del siglo XX registra varias obras: El torero Caracho, de Ramón Gómez de la Serna; El niño de las monjas, de Juan López Núñez, y Currito de la Cruz, de Alejandro Pérez Lujín. Estas dos últimas contaron también con varias versiones cinematográficas. En contraste con el humorismo de Gómez de la Serna, tenemos también que mencionar, entre las novelas taurinas del primer tercio del siglo XX, Las águilas. De la vida del torero, de José López Pinillos. A esta novela agregamos otra de un autor también americano, como el de Tren de la mañana a Talavera: nos referimos a El embrujo de Sevilla, del uruguayo Carlos Reyles.
 
Sin embargo, y más allá de los ejemplos que hemos citado, parecería que no es en la narrativa donde el tema de los toros se proyecta con más firmeza: en la primera mitad del siglo XX, es la poesía taurina la que alcanza sus más altas cimas: Manuel Machado, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Gerardo Diego, Miguel Hernández, Fernando Villalón y José Bergamín. Rafael Alberti, como es bien sabido, llegó incluso a hacer el paseíllo con la cuadrilla de Ignacio Sánchez Mejías en la plaza de Pontevedra; y Bergamín, por su parte, ha escrito reveladores ensayos dedicados a Joselito y Belmonte, como su Arte de birlibirloque; y a su pasión de los últimos años, Rafael de Paula, con La música callada del toreo.
 
Resulta curiosa, en este panorama que estamos trazando, la ausencia de libros de cuentos taurinos. Los antecedentes de la narración breve sobre toros deberíamos buscarlos en los romances, populares o de autores conocidos, que desarrollan una pequeña historia, si bien en verso. Hay que acotar también que la novela El embrujo de Sevilla, que mencionamos hace un momento, comenzó siendo un cuento titulado Capricho de Goya, publicado en el diario La Nación de Buenos Aires. Tan llamativa es esta ausencia que cuando Fernando Quiñones publica en 1960 La gran temporada, el primer libro de cuentos dedicado enteramente a los toros, lo hace precedido de una nota que dice:
 
En la literatura española, y desde los viejos anónimos castellanos hasta Federico García Lorca, Miguel Hernández y Gerardo Diego, desde Abenámar y Montes hasta don José Ortega, Gregorio Corrochano, Guillermo Sureda y Néstor Luján, pasando por la obra de romanos de José María de Cossío, la Fiesta de Toros ha gozado de tradicional y espléndida atención por parte de la poesía, la crónica, el ensayo y los grandes trabajos de tipo didáctico y enciclopédico. Así, queda más acentuado el hecho insólito de que sobre el campo estrictamente narrativo y novelístico, nada se hizo apenas en España sobre ella, ni mayor cosa se ha hecho; parece sorprendente que las mejores páginas de creación en torno al ancho mundo de la fiesta, las más directas. Sentidas y penetradoras, se deban a un norteamericano, Ernest Hemingway, y a un francés, Henri de Montherlant. En todos los otros pocos casos, el exceso de color o de intención simbolista con la previa y vociferada divinización del torero y del toro, las manquedades de afición y de información, la elección de asuntos puramente circunvalatorios, las concesiones a lo más epitelial y turístico de la Fiesta o, por el contrario, un excedido pavor al pandereteo nacional y, en fin, la infacultad de sentir e intuir el fondo de los Toros, han hecho, salvo en escasísimas excepciones, su claro agosto. En estas causas es donde únicamente puede buscarse la razón de ausencia de una literatura narrativa española inmersa en el clima verdadero de la Fiesta Mortal”.
 
Pese al panorama pesimista que traza Quiñones sobre la narrativa taurina, no debemos pasar por alto las excepciones, que quizás no sean tan pocas como se lamentaba el escritor gaditano. Entre las novelas taurinas de la segunda mitad del siglo XX tendríamos que anotar Los clarines del miedo, de Ángel María de Lera; La última corrida, de Elena Quiroga y El cuajarón, de José María Requena. También otra novela americana, Yawar Fiesta, del peruano José María Arguedas, que muestra cómo la fiesta de los toros se asoció a las culturas indígenas de aquel continente para dar un fenómeno nuevo. La narrativa breve, por su parte, sigue produciendo obras sueltas, a tal punto que cuando el ya citado Quiñones publica en 1998 la segunda edición de La gran temporada, escribe:
 
“En 1960 ya existían, quién no lo sabe, libros de ensayo, de poemas, novelas, y hasta una hercúlea enciclopedia, en torno a la Fiesta Mortal, pero no un libro entero de relatos breves sobre el tema. En brazos, entonces, de una pasión taurina que me ha abandonado, escribí este (que ya no es el mismo) tendente a socorrer dicho hueco y, de no equivocarnos, hoy, treinta y ocho años después, seguimos sin saber de otro libro monográfico de narrativa taurina breve. El hecho de que este fuese el primero pudo influir en la buena suerte corrida dentro y fuera de España por no pocos de sus textos, y en el generoso parabién, verbal o escrito, de Borges, y Hemingway, autor de relatos taurinos tan admirables como La capital del mundo o El invicto y a quien, tengo entendido, le envió La gran temporada su amigo el matador Antonio Ordóñez”.
 
En este contexto, que no ha cambiado mucho en los últimos diez años, hace su aparición Tren de la mañana a Talavera, de Guillermo Pilía, editado por Evohé de Madrid, con una introducción de Miguel Bienvenida. Su autor, sorprendentemente, nació y vive en Argentina, país en el que ya hace muchos años no se realizan festejos taurinos, y su afición a los toros, como alguna vez contó en entrevistas, le llegó en su infancia por la vía de la literatura y el cine. A las plazas sólo asiste cuando viaja a algún país taurino, pero hace algunos años tuvo oportunidad de hacer sus pinitos como capeador en algunas ganaderías de Ecuador, y cuenta en su ciudad natal, La Plata, con la colección más importante de libros y vídeos sobre tauromaquia.
 
Los cuentos que integran este libro son pura ficción, aunque dos de ellos, el que da título al volumen y “Como todos los muertos de la tierra” están inspirados en hechos y personajes históricos. El primero, en el último viaje de Joselito desde Madrid a Talavera de la Reina, en donde encontraría la muerte; el segundo, en la agonía de Ignacio Sánchez Mejías en una clínica de Madrid. Llama la atención de que de los dos cuentos históricos uno desarrolle el tema del viaje real, aunque entreverado con elementos oníricos, mientras que el otro nos presenta al torero inmóvil y agonizante, que desde su lecho mortal viaja por las vías de su memoria. Este último cuento ya era conocido aquí en España por haber recibido un galardón de la Peña Taurina «Félix Rodríguez» de Santander, que lo publicó en 2007.
 
Los otros tres cuentos no reflejan situaciones históricas, sino más bien existenciales. “Quite a la sombra”, cuento premiado por la Peña Taurina «El Albero» de Quito unos años atrás, tiene como protagonista a un torero fracasado, que está a punto de retirarse de los ruedos y al que le toca actuar como sobresaliente en un mano a mano entre jóvenes y exitosos espadas. La música callada del toreo hace alusión a aquel texto de Bergamín que ya citamos y nos trae a un personaje estrambótico que daba conciertos de pasadobles sin instrumento en algunas calles de Huelva. Por último, “Una buena vara” tiene la curiosidad de estar narrado desde tres puntos de vista diferentes, precisamente el de los tres protagonistas de la suerte: el picador, el toro y el caballo. En todos ellos Guillermo Pilía despliega como un capote su erudición taurina, pero de una forma asequible incluso a quienes no son aficionados a nuestra fiesta. Se nota, en la calidad de su prosa, el trabajo con la palabra propio de la poesía, género al que este escritor argentino se ha dedicado con el mayor fervor y con los mejores resultados, como lo demuestran incluso los premios que ha obtenido aquí en España y en otros países.
 
A partir de Tren de la mañana a Talavera habrá que sumar el nombre de Guillermo Pilía al de tantos autores extranjeros que le han dedicado obras narrativas a nuestra fiesta nacional. Entre ellos el entrañable Jean Cau, que en Las orejas y el rabo cuenta su experiencia de una temporada junto a la cuadrilla de Jaime Ostos; Henri de Montherland, que practicó el toreo y escribió Los bestiarios; Barnaby Conrad, un escritor norteamericano que también hizo sus pinitos con la muleta y que en su novela Matador cuenta la última corrida de un famoso espada imaginario, pero que guarda muchas semejanzas con la figura de Manolete; y por supuesto Ernest Hemingway, autor de Fiesta, novela ambientada en los sanfermines, y que en Verano peligroso relata el enfrentamiento en los ruedos entre su amigo Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.
 
Las menciones anteriores demuestran que el tema de los toros trasciende a nuestra cultura. Sin embargo, somos los escritores españoles e hispanoamericanos los principales convocados a escribir sobre el tema. No sólo porque los toros están, por así decirlo, en nuestro mismo componente racial, como decía un personaje de Carlos Reyles; sino también porque se ha producido una especie de simbiosis entre la fiesta y la lengua española. El léxico taurino, lo sabemos bien, es de una exquisita precisión y de una inmensa riqueza. Pensemos, por poner un ejemplo, en la enorme cantidad de palabras que utilizamos para referirnos a las capas o pelajes de los toros; o en la inmensa lista de nombres de lances que podríamos hacer, muchos de los cuales son pequeñas variaciones de otros más conocidos y que a veces, para mayor confusión, se designan de diferente forma en España que en Hispanoamérica. El mundo de los toros, por su parte, ha dado a nuestra lengua infinidad de expresiones. Es por ello que la literatura taurina, si bien puede ser escrita —y muy bien escrita— en francés o en inglés, es en nuestra lengua española, con todas sus riquísimas variantes regionales, donde se sentirá más a gusto.
 
Esta breve digresión me da pie para citar en forma incompleta a algunos autores hispanohablantes que le han dedicado cuentos a la fiesta brava: Ignacio Aldecoa, con Caballo de pica, cuento que fue llevado a la pantalla por Televisión Española; el premio Nobel Camilo José Cela, con Toreo de salón y El Gallego y su cuadrilla; Jesús Fernández Santos, con El doble; José Luis Sampedro, con Toros en Sotondo, relato que después modificó en El río que nos lleva; Javier Aguirre, con Cuentoriles; y Ricardo Vázquez Prada con Tres de cuadrilla. La lista, como podrá verse, es sumamente parcial. A ella le sumo desde ahora a este finísimo escritor que es Guillermo Pilía con su Tren de la mañana a Talavera.
 
En “Quite a la sombra”, cuento del libro que ya tuve oportunidad de presentar, dice uno de los personajes, el escritor Robles, mientras ve ejecutar la suerte de varas: “Sólo un espíritu frívolo puede pensar que esto es nada más que un juego sangriento entre un hombre y un animal”. La tauromaquia, como sabemos, encierra una estética, un arte tan complicado como la lírica o la danza. Es, además, un arte que convoca a todas las demás formas artísticas: hay en el toreo coreografía, música, plástica, poesía. No debe resultar extraña, entonces, esta hermandad de los toros con las letras, hermandad que nació, quizás, con nuestro mismo idioma, y que este libro de cuentos de un escritor argentino, de un escritor hispanohablante, no está haciendo ni más ni menos que consolidar.
 
Título: Tren de la mañana a Talavera
Autor: Guillermo Pilía
Editorial EVOHE
 
La versión original de este artículo puede consultarse en http://www.la2revelacion.com
 
 
El autor
Carles Martín Gaite nació en Barcelona en 1954, pero vivió varios años fuera de España por razones de familia. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Complutense de Madrid. Ha dictado cátedras y conferencias en varias universidades españolas y ha sido lector de español en el Reino Unido y Alemania. Ha conducido programas literarios en radio y actualmente ejerce la docencia en Barcelona. Además de numerosos trabajos críticos sobre autores españoles e hispanoamericanos, y en especial sobre Pere Gimferrer, ha escrito libros de poesía en castellano y en catalán: Textos para un curso de verano (1985); Palau d’Hivern (1992); Llum de tardor (1994); L’alt amor (1999); y Poesía 1985-2000 (2001). Es amigo epistolar del autor de Tren de la mañana a Talavera, a quien le ha dedicado un ensayo de próxima aparición en Argentina: Guillermo Pilía en la poesía española.
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Taurología

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Portal de actualidad, análisis y documentación sobre el Arte del Toreo. Premio de Comunicación 2011 por la Asociación Taurina Parlamentaria; el Primer Premio Blogosur 2014, al mejor portal sobre fiestas en Sevilla, y en 2016 con el VII Premio "Juan Ramón Ibarretxe. Bilbao y los Toros".

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