MADRID. Sexta de San Isidro. Casi lleno. Toros de El Ventorrillo. Juan José Padilla (de negro y oro), silencio en ambos; El Cid (de azul marino y oro), silencio y silencio; Alejandro Talavante (de gris y oro), oreja y silencio.
Apenas estamos en primavera, y Madrid arde como si el mismísimo mes de agosto hubiera venido, adelantando su turno. Las Ventas supuraba calor con sus asientos de piedra; los 33 grados que afuera soberaneaban, parecían haberse agigantado en la plaza. Si acaso una brisa ligera, refrescaba el ambiente que ni romper pudo por la emoción, habida cuenta del juego que ofrecieron los animales del Ventorrilo.
Talavante fue la única alegría de la tarde. El tercero le permitió mostrar, hasta cierto punto, la hondura de su toreo. El animal tuvo clase y el torero lo manejó sin mayores dificultades, aunque la faena acusó la falta de raza del toro. Talavante caló al animal; el capote muy dosificado y templado, y pronto, la muleta. Lances de factura relajada, una primera serie sobre la mano izquierda, cadenciosa y administrada. Armó el torero una faena que fue haciéndose con naturalidad y que, jugando con los vuelos de los trastos, le valió una oreja. La expectación, pues, estaba servida para el sexto que, sin embargo, apenas dejó hueco a la esperanza. El animal era todo un imposible; deslucido, sin descolgar en ningún momento. Talavante optó por el pragmatismo y lo despachó apenas hubo tomado la muleta.
Abrió plaza Cigarrero, un morlaco desabrido y parón que aguó toda posibilidad de lucimiento a Padilla. Ni siquiera con las banderillas, en las que el torero es poderosísimo, pudo trazar ni el menor ápice. En la muleta, el animal se dejó hacer, sin más, permitiendo a Padilla firmar una faena, sin más. El segundo del torero –cuarto en el orden de plaza–, pareció que podría servir. El matador sacó su artillería y lo recibió con el capote de igual modo que lo hizo con la muleta; de rodillas. Se movió en los primeros lances capoteros con nobleza, metiendo la cabeza permitiéndole al torero esbozar un par de destellos capoteros. El tercio de banderillas fue otro cantar. Padilla se creció y el toro le dejó. El clasicismo de los dos primeros pares, lo remató con un último violín. Sin embargo, en la muleta se rompió el hechizo. El animal se vino abajo tras el primer encuentro con el torero rodilla en tierra. Profesional, Padilla demostró el peso del oficio y poco más.
Poco cambió la tónica con el segundo. Carente de toda emoción y aún más parón que el primero. El Cid apenas tuvo oportunidad. Una faena plana y sin estridencias. Cuatro trazos y listo. Tampoco el quinto permitió nada. Sin clase, llevando la cara alta en cada muletazo y rebrincándose al final. Tesón es lo único que pudo mostrar el torero sevillano, que tiene otra cita en Madrid con la encerrona de los victorinos.
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