MADRID. Corrida de Beneficencia. Lleno de ”No hay billetes”. Cuatro toros de Valdefresno, remendados con otros dos de Victoriano de Rio (1º y 6º), de poco juego y muy diverso trapío. Juan José Padilla (de azul marino y oro), silencio tras un aviso y silencio tras dos avisos. José A. Morante de la Puebla (de negro y oro), bronca y pitos tras un aviso. Sebastián Castella (de turquesa y oro), silencio tras un aviso y silencio tras un aviso. Presidió la corrida desde el Palco Real la Infanta Doña Elena, acompañada por el ministro de Educación, José I. Wert; el presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, y la Delegada del Gobierno, Cristina Cifuentes. Aunque resultó prácticamente inaudible, a su llegada se interpretó el himno nacional. Al concluir el paseíllo, una ovación del púbico obligó a saludar desde el tercio a Padilla, que con este festejo reaparecía en Madrid después de la cornada tremenda de Zaragoza.
Un año ha tenido Nicolás Fraile para preparar la corrida que debía lidiar en esta tarde de Beneficencia, que pese a todo sigue siendo la más tradicional de la temporada, junto al domingo de Resurrección en Sevilla. Bueno, pues ni así. Matinal baile de corrales, hasta poder aprobar –alguno verdaderamente cogido con alfileres– cuatro de los toros originales y añadirle dos remiendos de Victoriano del Río. ¿Pero es que no tenía otra cosa en el campo? ¿Acaso lo que el ganadero quería traer resulta que no se ha rematado a tiempo como se preveía? Pues vaya usted a saber. Si uno se descuida, a lo mejor es que hubo terceras manitas que decidieron lo que había que embarcar y lo que no para Madrid. En cualquier hipótesis, una vergüenza, una falta de respeto con esta Plaza.
Que luego dieran en el ruedo un juego tan escaso, entra dentro de las posibilidades de todos los días. Por fortuna, en las dehesas no se fabrican toros mecánicos; se crían animales de raza, fieros y aspirantes a ser bravos, a los que la genética, como ocurrió en esta tarde, les juega una mala pasada. La de esta ocasión ha sido importante.
Y la cosa es que malas intenciones no tenían, ni los titulares ni los suplentes, que abrieron y cerraron la corrida. Pero eso no basta. Y así, prácticamente a todos sobró esa fijación para irse sueltos de las suertes y estar siempre deseando acercarse hacia la puerta por la que habían salido. Cumplieron limitadamente ante los caballos, unos por su decidida vocación genuflexa; otros, sencillamente porque aquello no les iba. Tampoco destacaron por su vocación de humillar ante los engaños. Y para remate, su duración era muy limitada. Con lo cual, la posible falta de maldad –que hablar de nobleza puede ser un exceso– quedaba tan diluida que al final aquello era un erial. Un erial, por cierto, con las rayas concéntricas en rojo sangre de toro, el capricho de Morante.
Cuando semejante material cae en manos de toreros estajanovistas, que parecen cobrar por el número de muletazos dados, como algunos de los de hoy, la tarde se hace premiosa, soporífera, sin más remansos que algunos detalles sueltos, que ni siquiera tuvieron un punto de unidad: un lance sí, pero el siguiente no.
No sólo por necesidades de la sintaxis, hay que poner un punto y aparte con Morante de la Puebla. Lo del “consentido” que se dice en las tierras mexicanas es un juego de niños en comparación con lo que viene ocurriendo con este torero. El que un minuto antes le ha abroncado, en el siguiente se levanta en éxtasis. A estas alturas ya se podría hablar de una especie de psicomorantismo agudo y contagioso. Cuando el toro lo permite, ese movimiento explota con una tremenda fuerza expansiva; cuando no es posible, al menos se lleva uno en el recuerdo este o aquel detalle. Hace años que un torero no tenía tan a favor el ambiente mayoritario entre los aficionados y los espectadores. Y para los más impulsivos, encima les permite contar luego la bronca que le echaron al torero, que eso también forma parte de la leyenda.
Lo de Morante esta tarde madrileña ha sido en realidad muy poquito, entre muchas más dudas y precauciones. Seis grandiosos lances a la verónica, pero que hay que entresacar entre tres tandas diferentes, en las que abundaron enganchones y suertes inacabadas; dos derechazos hondos y maravillosos y un ramillete de pases por bajo a dos manos que parecían sacados de las láminas de “La Lidia”. Todo lo demás, incluidos los sainetes con la espada, muy de orden menor, por decirlo benévolamente. Bueno, pues si Taurodelta lo vuelve a contratar para la feria de otoño, ya tiene un “No hay billetes” garantizado. Es la fuerza telúrica de los genios, ese ir a la plaza de los aficionados con el señuelo de “no vaya a ser hoy y yo me lo pierdo”.
No comenzó mal la tarde de su reaparición para Juan José Padilla, con unos lances incluso con vocación de desmayo y un galleo torero. Después de un tercio de banderillas irregular, con la muleta el trasteo comenzó en buen tono, pero las escasísimas fuerzas de su enemigo echó por tierra las esperanzas. Y ahí salió el torero al por mayor con innumerables y reiterados intentos, que antes de nacer ya estaban fallidos. Ya son ganas de cansar al personal. Con el 4º, que tenía algo mejor condición aunque sosote, recetó muchísimos muletazos de poco contenido y carentes de un mínimo de emoción, tantísimos que luego encontró dificultades a la hora de matar.
Completaba la terna Sebastián Castella, en una actuación muy gris. Demasiado reiterativo en su buena voluntad, cuando ninguno de sus dos enemigos permitían mayores vuelos: el que hizo 3º, por sus carencias físicas –aunque el presidente no quisiera sacar el pañuelo verde– y el que cerraba plaza, siempre con la cara muy suelta, se rajó pronto. Como además en la lidia asistimos a un infinito número de capotazos para traerlos y llevarlos, cuando los toros acababan siempre donde les daba la gana, el resultado final era ya de bostezo. Comprobado ante la afición que los toros no permitían más, carece de sentido alargar todo eso sin ton ni son.
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