Las Corridas Generales se han teñido este año de sangre. La tragedia, agazapada en cada lance de la lidia, ha hecho acto de presencia en Vista Alegre.
1966: “Bolero”, número 176, del hierro de Torrestrella, hizo hilo con el infortunado Antonio Rizo Pastor sobre la negra arena de Vista Alegre y el Destino enredó los caminos para que la tragedia pudiera obrar. Las facultades que no responden, el músculo que falla al alcanzar el estribo salvador, la conmoción del choque contra las tablas, el pitón certero y la muerte. Tantas cosas hubo de dirigir el Destino contra Antonio Rizo para matarle. Tantas cosas tiene dentro la Fiesta –luminosa y cruel, bárbara y bella– para ser y para estar: tantas cosas que, a fuerza de sernos ofrecidas cada día en bandeja de un accidente sin consecuencias, ignoramos como si en cualquier momento no pudieran “hacer valer sus derechos”.
La corrida fue suspendida en el cuarto toro. “Bolero” había salido por los chiqueros en tercer lugar. Media hora tardó en ser conocida la tragedia. Media hora vivió caliente, en la industriosa Bilbao, el “tópico”: la suerte y la muerte; a unos metros tan sólo triunfaba el espada de tumo frente a otro torrestrella, los despojos de “Bolero” colgaban en cuartos en el desolladero, Antonio Rizo había muerto sin brillar, como ignorado, en el curso de las más importantes corridas del Norte, junto a las figuras del momento.
Los panegiristas “a ultranza” usarán el incidente para arremeter contra el criterio de los que quieren una Fiesta más violenta. Estos motejarán el caso de mero accidente. Otros arrimarán el ascua a su sardina “seudo-social”: “el subalterno”, “la mala pata”, “el pobre”. Todos harán mal. Todos serán inmorales. En esta desdichada ocasión lo único definitivo es que un hombre ha muerto. Por más que el andar del mundo cueste tantas vidas cada día, morir o nacer son las únicas “razones” que siguen siendo definitivamente importantes.
La rueda comenzó a girar. (Respetemos el orden de las cosas por más que el dolor quiera salir con toda la violencia y preste alas para contar a palo seco la razón y el contorno. A la hora de la muerte todos guardamos las formas y nos sentimos mitad sociables y sociales, mitad asustados.)
En la capilla de Vista Alegre se instaló el féretro. Los compañeros lloraron y rezaron ante el cadáver de Antonio. La tragedia que empezó con sorpresa, con angustias, con nervios, con dolor, se vistió de cansancio cuando las primeras luces del alba querían teñir el pelo rojo de la ría, en salinero. Ya estaba el asunto bien tragado y digerido por todos. Antonio Rizo estaba allí con el corazón partido por un pitón. Los demás, los que le conocían, o los que apenas si sabían de él hasta el momento en que tomó el papel de protagonista, miraban ya sin ver. Todos estaban cansados. Todos se habían acostumbrado a la muerte. Así es el hombre, de simple.
Mientras, en Madrid, unas mujeres lloraban. A la mujer –que poco a poco se va liberando y yo lo entiendo– no le quedaba antaño sino parir y llorar. Ya no es lo mismo. Pero todavía se dan casos. Como éste, como otros que no saltan a la letra impresa.
Pilar Garrido que luchó por la vida junto a Antonio Rizo, se quedaba de pronto sin aquella pared en que apoyarse, sin el calor de aquel hombre que quiso ser matador y se quedó en subalterno porque las cosas son como son y no vale darle vueltas. Pilar Garrido se apretaba las manos como si entre las palmas le quedara el calor de él. Y el “hombre” que es morboso –morbosamente simple– se asomaba para ver una escena que debería serle familiar, por tantas veces sentida en su propia carne. Y nosotros que muchas veces servimos al morbo –y en esta postura no puede haber ahora ni soberbia, ni arrepentimiento– le preguntábamos cosas tan ternes, tan en el papel. Y Pilar Garrido contestaba:
–Que hubiera quedado inútil, pero morirse no. Morirse, no. jDios mío!
Y el hijo mayor, que es un mozallón de veinte años decía:
–Mala suerte. Mi padre tuvo siempre muy mala suerte; al saltar se caía siempre en los estribos, tropezaba, se partían las tablas. Y ahora le ha pasado lo mismo y ha sido definitivo. Mala suerte.
Hubo quien aventuró como tímidamente:
–¿Y usted no quiere ser torero?
Y el hijo de Antonio Rizo, a quien un toro partió el corazón, miró al que había formulado la pregunta y dijo:
–Yo estoy de dependiente en unes almacenes. De mi trabajo salía cuando me enteré de todo. Yo no quiero ser torero.
Honras fúnebres en Bilbao: la nueva capilla de la plaza nueva estrenaba una función triste, por más que ese viático le fuera necesario a Antonio Rizo en su viaje al Padre Eterno. Luego, del corazón de Vizcaya, salió una procesión doliente con el cadáver del torero muerto. Vitoria y Burgos se quedan atrás. El Sanatorio de Toreros de Madrid acoge los restos de su afiliado. Vienen con él dos hermanos: Angel –a quien Antonio quitó de la cabeza la idea de ser torero– y Bartolomé, que consagró su vida al Señor y sabe de miserias humanas y de dolores como nadie. A Bartolomé le dolerá menos la desaparición de Antonio porque él es un Hombre de Dios. Bartolomé está más tieso que los otros. La sotana, que es paño de lágrimas, es también guión de esperanzas. La sotana dicen que tiene esas ventajas.
Agosto es mes de Ferias. De calor y de color. Y las figuras andan recogiendo el fruto de su categoría de plaza en plaza. Madrid está en el centro de todas las rutas pero, en agosto, la capital no puedo ser parada y fonda. Por eso los restos de Antonio Rizo no tienen en su derredor un círculo de hombres famosos, Pero la procesión ante la capilla ardiente es interminable. La torería de segunda es la corte de Antonio Rizo en estos postreros instantes.
Las mujeres de su sangre lloran con mansedumbre. El dolor está hecho ya de suspiros. Ahora el dolor sabe más. Sabe y huele y duele más que al principio. Son las cosas. Y la noche pasa lenta. Y un pájaro canta en los árboles del jardín del Sanatorio en las primeras ciaras del día, porque los pájaros tienen su propia idea de la vida, de la suerte y de la muerte.
Bartolomé Rizo, el Hombre de Dios, se reviste pausadamente, sin pensar en nada, y se dirige lento hacia el altar. Luego se dobla por la cintura ante el Sagrario. En seguida su mano derecha traza una amplia, acogedora señal de la cruz. Empieza la santa misa, la misa de difuntos. Bartolomé Rizo aprieta entre sus sus dientes las oraciones, y los salmos y las jaculatorias. Antonio Rizo mira sin ver. La atmósfera pesa.
Cuando el cortejo fúnebre enfila el postrer camino luce el sol, como si nada. Y el mismo pájaro –¿o tal vez será otro?– sigue cantando. L a gente de Antonio Rizo ni siente el sol, ni oye al pájaro, ni ve cómo el ataúd se marcha para siempre a hombros de los toreros llorosos.
Querer. Poder. Ser. Estar. Ir . Quedar se. Un hombre ha muerto, ¿cabe más?
►►Documentación
TERCERA CORRIDA: Cogida mortal de Antonio Rizo
Toros de Torrestrella, de Alvaro Domecq. La tragedia ha llegado a las Corridas Generales en la persona de un subalterno modesto: Antonio Rizo Pastor, de la cuadrilla de Monaguillo.
Camino tuvo en la luctuosa tarde una actuación triunfal. Sus dos faenas lucieron plenas de dominio, de arrojo y de clase excepcionales.
Cordobés y Monaguillo sólo mataron un toro porque la corrida fue suspendida al trascender de la enfermería que Antonio Rizo había fallecido.
Manuel Benítez realizó frente al segundo un trabajo en terrenos inverosímiles al que no faltaron ni reposo, ni temple. Se arrimó de firme el de Córdoba con capote y muleta y atacó con derechura y decisión a herir. El premio, bien ganado, fueron dos orejas y la insistente petición de rabo.
Andrés Torres se sobrepuso frente a “Bolero” a la fuerte impresión que le habñia causado la cogida de su peón.
La cornada
El parte facultativo facilitado por el equipo médico que le atendió decía: "Durante la lidia del tercer toro ingresó en la enfermería el banderillero Antonio Rizo Pastor, en estado agónico, afecto de herida por asta de toro que, penetrando en el tórax, al nivel de la línea mamilar del quinto espacio intercostal derecho, desgarra la aurícula y el ventrículo derecho, en cuyo interior se encuentra un fragmento óseo. Mortal de necesidad." Firmado por los doctores San Sebastián, Bourio y Corcóstegui.
►El Ruedo, nº 1.158, de 30 de agosto de 1966
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