Veníamos a decir ayer, a modo de conclusión de la primera entrega de balance por fin de temporada que si algo verdaderamente preocupante se ha dado en en el año taurino que ha finalizado con la feria de Jaén, ha sido y sigue siendo el mal momento que atraviesa la cabaña de bravo, se mire bajo la óptica que se quiera. Pero afirmábamos también que sin un movimiento regeneracionista nacido, en primer término, desde las propias figuras, nos adentramos en un círculo perverso del que resultará prácticamente imposible salir, en la misma medida que será imposible devolver el componente de autenticidad que exige la Fiesta.
Sin embargo, cuando se repasa las estadísticas taurinas de 2012, como diría un castizo “se le cae a uno el alma a los pies”. Baste pensar que si cuatro o cinco ganaderías hubieran sufrido la desgracia de tener que entrar en una especie de periodo de barbecho por razones sanitarias –como ya ha ocurrido en otros momentos–, había figuras que no completaban media docena de paseíllos, salvo que hicieran la “hombrada” de matar, por ejemplo, la camada de Fuente Ymbro, que abandonó el grupo de los elegidos a la misma velocidad con la que aumentó su casta.
A ojos de simple aficionado resulta alarmante que hoy en día para una figura sea todo un esfuerzo matar una corrida de El Pilar o de Alcurrucen, por citar dos encastes distintos, y si lo hacen sea como algo excepcional. Pues basta repasar los carteles en los que se anunciaron los primeros del escalafón y se comprueba que ha ocurrido de ese modo. Y ni hablemos de otros encastes menos biscochables. Pero eso es lo que hay, la barrera del toro de la docilidad y la raza muy justita no se debe traspasar.
Debo confesar que me exaspera cuando en una plaza de fuste tantas veces lo primero que se escucha en el tendido es eso de: “a ese toro no se le puede bajar la mano”. Pues no señor, se le baja y que pase lo que tenga que pasar, porque en otro caso acabamos convirtiendo a un toro bravo en animal de compañía. Pero no nos engañemos: es moneda común. Al toro al uso no hay que poderle, hay que cuidarlo y hasta mimarlo.
Precisamente porque así ocurre resulta tan legítimo y tan justo el reconocimiento que se han ganado a pulso toreros que, estando en la ola de la moda, han hecho casi toda la temporada con el toro encastado. Es el caso de Iván Fandiño y de David Mora, por referirnos a los nombres más significados en este punto. ¿Qué a lo mejor si hubieran hecho otro planteamiento diferente no habría alcanzado el número de contratos que al final han tenido, ni hubieran estado en todas las ferias? Muy probablemente hubiera ocurrido así. Pero plantear la campaña sobre la base de ese toro originariamente encastado, que no es precisamente el término medio entre los dóciles y los considerados como duros, no es un empeño ni fácil ni cómodo, por más que luego permita cosechar muchas satisfacciones.
Nadie pide volver al siglo XIX
Sin embargo, tampoco el aficionado pide tanto más. Ya se sabe lo que en el toreo es una gesta. Eso de encerrarse con seis victorinos o similares, por ejemplo. Pero las gestas, si se dan, son casos tan excepcionales que hasta las figuras lo asumen más fácilmente que ese verle todos los días la cara a un toro con casta y raza, pero que no tiene más leyenda adicional.
Es muy humano, para todos –cada con lo cual en su oficio–, que guste asumir los riesgos justos y, a poco que se pueda, caminar por senderos tranquilos. Lo que ocurre es que eso permite fogonazos ocasionales, pero no dejan la huella histórica que corresponde a una profesión que linda con lo heroico, como es el toreo.
Pero es que incluso acudiendo a esas ganaderías fundadas en la docilidad también hay clases. Tanto que ha sido unos de los elementos más cantados de la encerrona de José Tomás en Nimes. Seleccionó ganaderías que responden a ese tan veces eufemístico apelativo de ofrecer garantías, pero dentro de ellas mantuvo un nivel asumible en cuanto a trapío y defensas. Y si se ha cantado tanto este caso es por algo muy simple: porque en otros festejos con las mismas ganaderías se ha visto otro toro muy diferente.
Cuando el panorama no dista mucho de ser el descrito, de forma natural nace un punto de pesimismo, o al menos de escepticismo, a la hora de pensar que esa regeneración del toro bravo es una empresa asequible hoy en día.
Y cuando se habla de regeneración es sencillamente un absurdo pretender interpretarla como la vuelta al toro del siglo XIX. Basta leer la prensa de finales del siglo XIX y los primeros 20 años del XX –ejercicio, por cierto, muy recomendable– para comprobar como la generalidad de los revisteros se quejaban de que se estaba desnaturalizando la Fiesta y era preciso volver al toro de verdad, al toro íntegro. Este es un cante tan antiguo como el mismo toreo.
Pero cuando esas quejas reinaban entre los aficionados, también se asistía al caso de Belmonte, la temporada siguiente a la muerte de Joselito. El torero era el que pedía que se le anunciara en las corridas de Miura, con un razonamiento de lo más contundente: “¿Pero no comprenden ustedes que si ahora no mato la corrida de Miura el aficionada pensará, y hasta con razón, que antes lo hacía porque me lo imponía Joselito?”, le decía a sus partidarios acérrimos. Era su propia autoestima lo que estaba en juego. Ahora, en cambio, los caminos de la autoestima de los toreros circula por otros circuitos.
Sin embargo, guste o no guste este es el retrato que queda de la temporada. Y me pregunto si no será por una casualidad que ahí se encuentre una de las causas por las que carteles con tres figuras no han llevado más allá del medio aforo a tantas y tantas plazas. A lo mejor en eso había menos dosis de crisis y más dosis de desinterés por un festejo que no reunía suficientes alicientes.
El mano a mano como novedad
Por otro lado, no se sabe a ciencia cierta si fue como un elemento de novedad, o por una comprensible razón de ajustar costes en tiempos económicamente difíciles, pero otro elemento distintivo del año taurino ha sido la proliferación de los mano a mano, casi todos con bastante poco sentido, siquiera sea porque en la mayoría de los casos se ha movido entre cuatro nombres concretos, sin responder a una competencia, ocasional o estable, en los ruedos.
Desde siempre este tipo de carteles siempre tuvo un lugar muy específico en la Fiesta. En unos casos, era la competencia entre rivales; en otros, la confrontación entre dos triunfadores de una feria. Y en ocasiones, como aquella celebrada cuadrilla de los niños sevillanos que formaron Joselito y Limeño, como un modo de dar la vuelta a España sin haber toreado aún con caballos. Pero siempre tenían una motivación fundada y torera.
La originalidad de este 2012 ha ido por otros caminos. No hay más que pensar, a título de ejemplo, el revuelo que se formó dos años antes cuando en El Puerto se anunciaron mano a mano Morante y Manzanares. Hasta tierras gaditanas se peregrinó desde toda la geografía. En la pasada temporada, en su segunda mitad, era innecesario desplazarse: en la feria de las que se daban no más allá de a una hora de casa se encontraba un cartel de ese tipo.
En el fondo, lo que ha venido a ocurrir es que se ha desprovisto de todo misterio este tipo de carteles, de por sí excepcionales. Es posible, incluso es buena cosa, que hayan sido muy rentables para sus organizadores; taurinamente han aportado poco.
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