VALENCIA. Ultima de feria. Dos tercios de entrada. Se anunciaban seis toros de Juan Pedro Domecq; al final acabaron lidiándose tres toros de la divisa titular, dos de Parladé –su segundo hierro– como 2º y 3º y otro sobrero de Jandilla (6º). Correctos de presencia pero desiguales de tipo y remate; abundó la blandura, pero también los hubo de extrema toreabilidad, como diría el ganadero de turno. Enrique Ponce (de azul eléctrico y oro), silencio y ovación tras aviso. José A. Morante de la Puebla (de rioja y oro), silencio y vuelta tras aviso. Daniel Luque (de marino y oro), una oreja y dos orejas. Luque salió por la Puerta Grande.
Sin sentido escultural, sin una visión propiamente estética, el Arte del toreo se nos diluye entre la manos, como el agua se escapa por las rendijas de un canasto. Muy cierto es que el toreo no sólo puede ser esa escenificación que subliman las artes. El toreo es mucho más. Primero porque es el único entre las grandes Artes que nace y muere casi en el mismo instante; no es que se trate de un bien perecedero, es que desde que surge tiene vocación de irrepetible. Pero, además, el toreo no se entiende sin su componente épico, tan épico que lo que el torero se juega son sus femorales y no hace falta a acudir a momentos trágico: el propio hecho de saber, de tomar conciencia, que el riesgo cierto está revoloteando por el ruedo, ya nos sitúa en otra dimensión. Por todo eso la Tauromaquia, con decreto de transferencia y sin decreto, ha sido desde sus orígenes una manifestación auténtica de la capacidad creativa del hombre.
Para su mayor grandeza, como ocurre en cualquier otra manifestación artística, el toreo luego tiene mil caras, mil formas de surgir en un momento impredecible. En el fondo, cada torero es un mundo nuevo, un forma distinta de expresar una misma realidad. De hecho, sin ese personalísimo misterio, qué poco se entendería esa locura tan nuestra por la Fiesta. Luego al igual que en la pintura a unos les gustará más el hiperrealismo y otros se inclinarán por el cubismo, nadie duda que ambos los dos aman el Arte por igual. Esa y no otra es la máxima expresión de la Tauromaquia cuando se hace presente en toda su variada riqueza.
En esta última tarde fallera hemos podido acercarnos, por si hiciera falta alguna clase de comprobación práctica, a esta majestuosa realidad. Tres toreros muy diferentes en todo, hasta en la forma de andar por el ruedo; tres conceptos de cómo mostrar plásticamente lo que es el temple y la armonía. Pero nacidos sus quehaceres todos de ese tronco común que se llama, sencillamente, el Arte del Toreo. A partir de ahí pueden comenzar hasta las bandería partidistas, que tanto bien hacen a la Fiesta, siempre dispuesta a la disputa de si Juan o si José, si Pepe Luis o si Chicuelo, si Curro o si Morante, si ….
Poco, mejor dicho: nada, pudo hacer Enrique Ponce con el claudicante primero de la tarde, que debió ir de nuevo a los corrales. Pero con el “juanpedro” que salió en cuarto turno, apareció en el ruedo el torero de la suavidad, ese que no conoce de tirones ni de brusquedades, que lleva a los toros como si todo estuviera predeterminado de antemano. Y con su propia estética, su sello particular. Tengo para mí que todos lamentamos que luego la espada no funcionara con la eficacia debida, porque el de Chivas se merecía la Puerta Grande.
Otro tanto ocurrió con Morante. Tampoco el sobrero de Parladé, que sustituyó al inválido original, no permitía más que una lidia sobre las piernas y a matar, momento en el que por cierto se llevó un buen susto con el descabello, ante una de esas arrancadas alocadas de su enemigo. La cosa cambió radicalmente con el 5º, un toro escaso de remate, que no tenía una lámina guapa; de hecho, en los primeros compases no parecía que fuera a ser ese toro con el que Morante se recrea. Según decían en los corrillos de aficionados, el torero estaba encaprichado con este toro desde que lo vio; por lo visto le recordaba a otros dos del mismo hierro con los que obtuvo sonoros triunfos. Sea como fuere, su tarjeta de visita con los lances de recibo y las dos medias fueron inconmensurables. Luego vino el pique con Luque en quites, que ya le echa bemoles el joven de Gerena replicando y con el capote nada menos que a Morante. [Una nota marginal: cada vez que se lo hemos visto hacer, hemos disfrutado con los dos toreros]. Y tocan al tercio final. ¡Qué difícil tiene que ser dar cinco pases por alto, haciendo el poste, y que además resulten de una estética tremenda! Pues Morante lo hizo. A partir de ahí, ya todo fue un paseo triunfal, in crescendo en intensidad y en arte, en temple y en profundidad, hasta unas series finales con el personal de pie. Una locura. Pero, ¡ay!, también Morante falló a espadas. La vuelta al ruedo, además de señorial, fue clamorosa.
Y luego surge el que tenía adjudicado el papel de ser “el tercer hombre”, como en la célebre película. No es eso tan manido de las ganas de pelea que tiene la juventud; es algo mucho más serio. Es que Daniel Luque salió noblemente a competir, a pedir su sitio, que lo tiene. Ha madurado una barbaridad este torero y como valor no le falta, comenzó jugando la carta de la épica y acabó cincelando el toreo escultural. Una gran tarde, muy justamente rubricada con tres orejas y la Puerta Grande, porque con la espada anda hecho un cañón.
Fueron tres expresiones del toreo, tres cartas bien distintas de la baraja. Ahora es cosa de elegir libremente, o de comprobar cuál de ellos le conviene a cada uno para ganar la mano. Las tres no es que sean legítimas, es que constituyen la plasmación misma de la variada riqueza escultural que permite el Arte del Toreo.
Festejo matinal
VALENCIA. Undécima de la Feria de Fallas. Toros de Fermín Bohórquez, de variado juego. Andy Cartagena, palmas, dos orejas y saludos. Diego Ventura, ovación, dos orejas y dos orejas.
Con tres cuartas partes del aforo cubierto se celebró la tradicional corrida de rejones, que en esta ocasión se tradujo en un mano a mano entre Andy Cartagena y Diego Ventura. Éxito general en un festejo entretenido que acabó con los dos rejoneadores por la Puerta Grande.
0 comentarios