Le he oído muchas veces decir a maestros y profesores que en esas primeras edades de su formación los alumnos necesitan del ejemplo de lo concreto para llegar a la abstracción del conocimiento fundamental. Los padres lo solemos explicar con otras palabras, pero en el fondo venimos a decir lo mismo. Si a todo se une el afán que a esas edades se suele tener por poner a todo nombre y apellidos, e incluso valoraciones de las del blanco o negro, nunca me ha extrañado que de forma continuada requirieran respuestas urgentes ante lo que puede entenderse como una interrogante muy simple y muy rotunda: ¿pero tú eras de éste torero o de aquel?
Cuando se plantea esa situación, hace tiempo que insisto en explicar que, en general, he sido bastante poco propenso a tomar partido por un torero determinado, porque aunque unos me habrán emocionado más que otros, de todos se aprende y en casi todos hay algo para admirar la grandeza del toreo. Por eso, y pese a sus protestas, tantas veces he contestado a sus preguntas alegando que partidario, lo que se dice partidario en el toreo, tan solo ha valido la pena ser de Joselito y de Belmonte, como lo fueron nuestros padres y nuestros abuelos; a todos los demás se les espera cada tarde. La cuestión radica en el grado y la calidad de la esperanza que se pone en ello.
Muchas veces he repetido que me ha gustado de siempre esperar a todos los toreros que se anunciaban en el cartel. Y no sólo por el respeto que merecen, también porque si al toreo le quitas esa especie de sueño por verte sorprendido, se le ha desprovisto de un componente generador de nuevas ilusiones. Y ya me contarán qué hacemos acudiendo a un tendido habiendo previamente entregado las ilusiones y hasta la capacidad de sorpresa.
Pero todo lo anterior no quita para que, desde luego, unos toreros hayan logrado conmoverme más que otros, incluso apasionarme. Por eso no tengo inconveniente en confesar que cuando comenzaba a ver toros me sorprendió Pepe Luis, que venturosamente para mí reaparecía por entonces. Si se me permite la licencia, Pepe Luis bien podría definirse, en sevillano, como un seise del toreo, esa figura menuda que hace cosas excelsas para admiración de propios y de extraños, porque siempre toreó “como los ángeles”, al igual que esos chiquillos bailan de forma tan primorosa en las grandes ocasiones de la Catedral de Sevilla.
Taurinamente Pepe Luis ha sido, y por fortuna sigue siendo, uno de los tres o cuatro nombres fundamentales de la era moderna. Pero lo es en silencio, sin esa mitología taurina que abonan las leyendas, que cuando se le han intentado fabricar no ha sido para bien: los cantares a su pinturería, un concepto que es al toreo su elemento más marginal, es justamente lo que menos en concordancia histórica está con la autenticidad de su toreo. Y es que este Pepe Luis hundía sus raíces nada menos que en Belmonte y Chicuelo; no extrañe, por tanto, que haya sido un verdadero punto y a parte, en el que se entremezclaron en la debida proporción la técnica y el arte. Por eso, frente a las malinventadas tesis pintureras, hay que reivindicar su capacidad e intuición para entender a los toros, cualidades y calidades que, además, cinceló con un arte sublime.
Pero cuando pude asimilar la sorpresa de San Bernardo, en el toreo circulaban toreros de un enorme interés para acrecentar una afición. Hasta en lo humano, me llamó la atención Antonio Bienvenida, pasada ya la polémica, que casi lo deja en paro, de sus declaraciones periodísticas sobre la integridad de los toros. Ahora que las revoluciones de la ciencia parecen desafiarlo todo, si un día fuera posible recrear en el laboratorio un ideal taurino, confieso que todos mis esfuerzos se dirigirían a fundir a Pepe Luis Vázquez con este Bienvenida.
En el caso del hijo del Papa Negro, estoy por afirmar que ha encarnado el retrato mismo de la serenidad en el manejo de las telas, de la frescura creativa en el ejercicio del arte. Así se puede condensar lo más genuino de la personalidad de un hombre bueno. Tal figura podría llamarse naturalidad; pero en el fondo, no es más que una afortunada edición del viejo mito tan taurino de la unidad indisoluble del torero dentro y fuera de la plaza, desprovista de gestuales cuestiones marginales. Era, ya digo, la naturalidad, pero era también la cadencia al crear el toreo en cualquiera de sus manifestaciones; era eso distinto en virtud de lo cual ésta o aquella suerte se constituía en un algo más que un mero pase de muleta. Era, en definitiva, el sentido escultural del ejercicio taurino, en el que los volúmenes, el movimiento, el color y hasta el paisaje se integraban en un todo. La fuerza de Antonio Bienvenida radicaba precisamente en eso.
Pero el toreo en esta época contaba con toreros con la capacidad y el mérito de conseguir que la Fiesta saliera de la postración iniciada en el postmanoletismo. Gentes tan importante como el siempre poderoso Luis Miguel –reconozco respetuosamente que nunca me emocionó, pero hay que concederle el mérito de extender con éxito y peso su carrera desde el manoletismo a los toreros modernos–, la entregada alegría de Manolo González, el sabor añejo y clásico de Antoñete o Rafael Ortega, que ha sido mucho más que un gran estoqueador: toreaba con una enorme pureza.
Nada hace falta escribir de aquella pareja de ilusiones que de seguido llegó y se llamaban Aparicio y Litri, como tampoco se necesitan palabras para tener presente a Manolo Vázquez, a Cesar Girón, a Pedrés, a Chicuelo II, a Gregorio Sánchez, nombres tan distintos con los que nos encaminamos hasta la figura controvertida de Chamaco, “nacido al arte –decía la propaganda de la época— bajo el signo inconfundible de los toreros revolucionarios”, pasando por gentes, entre otros muchos, como Joaquín Bernadó o el mexicano Joselito Huerta, que tanto ambiente llegaron a tener en Sevilla.
Entre todos ellos, me impresionó, como a tantos, Antonio Ordóñez, el hijo del Niño de la Palma. Su imagen prototipo la recuerdo lanceando rodilla en tierra, para luego, de pie, arrastrar el capote por el albero en unos movimientos rítmicos y profundos. La majestad misma del toreo. Después, muleta en ristre, citando en esa media distancia que permite embarcar a los toros desde el inicio mismo de su arrancada, para despaciosamente llevarlo muy metido en el engaño en ese natural que nace con vocación de eternidad por su largura. Ni un movimiento brusco, ni un rictus violento, con el suave, recio y profundo ritmo del toreo de siempre. Y todo ello ligado, formando una unidad hasta conceptual de la faena, con los pies muy asentados en la arena. Así era el toreo de Ordóñez.
Admirábamos la grandiosa figura del rondeño, cuando una sustitución permitió que todos nos sorprendiéramos, y lo hiciéramos con impenitente constancia hasta su retirada, con el nombre de Curro. Con sólo decir su nombre de pila es suficiente para saber de quién se habla en el toreo moderno. No necesita de apellidos, ni de pleonasmos que retumben sonoros. Curro, ya basta. Y es que con ese sólo nombre nos situamos de lleno ante la moderna plenitud del arte, un arte tan profundo que permaneció inmarcesible desde sus comienzos iniciales hasta aquel festival de La Algaba de su último día.
Su carrera ha sido larga y dispar en resultados, aunque no en valores taurinos, cuyos quilates han permanecido inalterables. No ha sido ciertamente flor de un día, desde luego; más bien parece que nos encontramos ante la demostración palpable de que el toreo es un arte de los que nacen intima y profundamente por impulsos del alma, como caracteriza a todo aquello que surge para constituirse en la materialización de lo sublime. Por eso a Curro no se le admira: a Curro se le venera con respeto.
Pero Curro ya era nuestro Curro, cuando la figura menuda y grande a la vez de Diego Puerta se abría paso, para con Paco Camino y El Viti completar un cuarteto que fue fundamento de muchas ferias de importancia, en las que, sin embargo, no conviene engañarse: de inmediato comenzó a mandar, pero con verdadero mando en plaza, El Cordobés. Por esos años, en las plazas estaban Rafael de Paula, Mondeño o Andrés Vázquez y enseguida apareció gente nueva, como aquel meteórico El Pireo, Angel Teruel o Curro Vázquez, por recordar tres generaciones diferentes.
Antes de seguir adelante, no quiero dejar de advertir que cuando se repasan las historias taurinas, parece recomendable no minimizar la figura de Manuel Benítez, porque sería un error. No sólo mandó en la Fiesta, que lo hizo y casi hasta a su antojo; es que representó una era nueva y despertó muchas ilusiones dormidas. Méritos tuvo, no se dude, por más que su concepto del toreo se distanciara luego de los cánones que más hablan de la pureza de las suertes. Ningunear a Benítez no dejará de ser el empeño inútil de quien no quiera ver la realidad. Pero dicho lo cual en reconocimiento del torero, en esta respuesta a los requerimientos acerca de partidismos taurinos, debo confesar que me quedo con aquel cuarteto que formaron Curro, Puerta, Camino y El Viti.
Pocos toreros tan valientes y con tanta capacidad de darle fiesta a todo lo que saliera por chiqueros como Diego Puerta, que constituye uno de esos ejemplos en los que la constancia de una afición permite encaramarse arriba y mantenerse hasta la retirada. Pero no era sólo un exponente singular de esos hombres esforzados que han construido la historia del toreo. Tenía su ángel, su personalidad, sus calidades. Y vivió el toreo con el sentido de responsabilidad de quien le debe todo. Como, además, no se amilanó ante la adversidad, ha sido la demostración palpable de cómo en el toreo se le guarda siempre un sitio de respeto a quienes lo merecen. Y este Puerta acreditó méritos muy sobrados como para no reconocerle.
A Camino, sus partidarios entusiastas le llamaban el Niño Sabio de Camas; otros, que eran más discrepantes, acuñaron el término aquel de la mandanga, para explicar las razones hipotéticas de su abulia de tantas tardes. Pero lo único cierto es que en su momento en el toreo se le reservó un lugar cumbre, a este y al otro lado del Atlántico. Quienes simplifican su historia, colocan el antes y el después en el 4 de junio de 1970, cuando estoqueó los siete toros en la Corrida de la Beneficencia. Tarde épica, sin duda, aquella de las ocho orejas. Pero ni fue la única, ni, según confesión del torero, la mejor. Eso sí, todo salió redondo, desde principio a fin. Sobre todo por lo que tuvo de hombría frente a quienes querían echar el freno a un torero decidido a caminar por libre. Para entonces, ya se había consagrado como figura; y luego, hasta el 81, mantuvo su magisterio. Y es que este Camino, con sus desigualdades, era un torero muy sólido.
También un torero grande donde los haya conviene reconocer en El Viti, que conmovió al toreo dejando tras de sí la estela de una figura permanente, de las que tienen derecho propio a figurar en los Anales de la Fiesta. Con una concepción maciza de las suertes, en las que la templanza y la largura hacían olvidar cualquier género de elementos distrayentes, S.M. recordó a los aficionados, cuando en los ruedos campaba demasiada heterodoxia, las verdades inmutables. Lo hizo de forma tan rotunda que hasta el espectador de ocasión vibraba con su hacer, pausado y quedo, ante los toros, porque el arte, cuando surge verdadero, no reclama de títulos y de especializaciones: promueve el aplauso universal.
Con estos grandes nombres estaba entretenida la afición cuando llegó Paquirri, en una época en la que coincidió, entre otros, con Palomo Linares, y muy pronto con Dámaso González, Curro Rivera, Ruiz Miguel, Galán o Manolo Cortés.
Sin hacer de menos a ninguno, que de todos se podría decir algo, de esta amplísima generación, que en realidad han sido casi dos, no oculto que me interesó más que nada Paquirri, que para dejar huella en el toreo no habría necesitado de Pozoblanco, en la tarde desventurada de 1984; para entonces ya tenia escrita una historia importante.
Lo había conseguido Paquirri sobre la base sólida de una hombría asombrosa, que le aupó hasta convertirle en uno de los toreros con más coraje profesional, con más afición y más respetuoso con el público de los que han formado parte de la Fiesta en los últimos años. Se explica así que retuviera entre sus manos muchos años el dificilísimo título de figura del toreo. A partir de ahí, se podrá discutir esto o aquello, en ese afán, tan de taurinos, de ponerle pegas a cualquier obra cumbre del toreo. Lo que nadie discute es su ejemplo. Y eso en el castellano de Cervantes se ha conocido siempre como la maestría; la suya, la de Paquirri, fue aleccionadora para todos.
Y con el de Barbate se empalma con el período en el que irrumpen El Niño de la Capea y Julio Robles, junto a toreros de muy apreciables condiciones, como José María Manzanares, Paco Ojeda, Ortega Cano, Galloso, Roberto Domínguez o la saga de los hermanos Campuzano, que, con la parada obligada en Espartaco y aquella juventud que encabezó José Cubero “Yiyo”, tan prematuramente llorado por toda la afición, son los que nos llevan en volandas hasta los Joselito, Esplá, Jesulín, Finito o Rivera Ordóñez y, sobre todo, José Tomás, que por su cercanía poco cabe recordar sobre la que ya se sabe. Es lo mismo que ocurre con los toreros de ahora mismo.
Cuando El Niño de la Capea comenzaba, en los mentideros taurinos, tan falaces las más de las veces, se hizo popular el dicho de que estábamos "ante un calco de Camino", quizás porque militaban los dos en la misma Casa taurina, con todo lo que eso conlleva. Pero el torero, que casta siempre tuvo, incluso antes de que le saliera la barba, no se recataba en decirle a más de un empresario contumaz que "acabará pagando más por el calco que por el original". Mira por donde, tuvo razón. Pasó vertiginosamente desde la etapa de niño prodigio a la de joven maestro, con tesón y con un oficio que parecía haber inventado, de tanto como lo dominaba. Luego, en su camino se cruzó el toro mexicano y profundizó en dos conceptos inigualables: el temple y la despaciosidad. Si antes era ya un profesional en todo regla, luego fue además un torero que vivía el arte en su mejor concepción. Sin arabescos, ni retóricas. Pero haciendo realidad la definición de lo esencial del toreo.
No hace falta acordarse ni de Beziers ni de "Timador", aquel 13 de agosto del 90, para reconocer que Julio Robles siempre tendrá un recuerdo, hondo y profundo, entre los buenos aficionados. El mejor capote del tramo final del siglo XX, resultó que, además, era un extraordinario torero con la muleta en la mano. Y lo era por el temple prodigioso que conseguían transmitir sus privilegiadas muñecas. Y lo era por su exacto conocimiento de la distancia y la colocación. Y lo era, claro está, por su profundo sentido plástico del toreo más auténtico. Por eso Julio Robles arrebató en los ruedos. Luego nos dio, además, unas muy buenas lecciones de su calidad humana. Pero en los ruedos, cuánto hemos disfrutado viendo a este torero, que hizo realidad tantas y tantas tardes lo más sublime del arte del toreo.
Entre el novillero juvenil de los años 70 y el torero en plena madurez de los 90, en José María Manzanares se podrían establecer todas las diferencias que lógicamente separan a quien comienza de quien se siente ya en la otra orilla. Pero desde los inicios hasta el día en el que definitivamente dijo adiós a los ruedos, en Manzanares se consolida un razonable sentido estético del toreo, gracias al cual ha tenido su hueco entre los grandes. Aunque en ocasiones perdiera la naturalidad que nace de la verticalidad, en su afán por llevar a los toros tan lejos como fuera posible, la concepción plástica del toreo que ha demostrado marca un hito y define una singularidad. Hasta tal punto que no necesitó ser uno de esos dioses refulgentes del toreo, que se constituyen en verdaderos fenómenos de masas, para dejar huella.
Paco Ojeda marcó un ritmo arrollador en la Fiesta cuando comenzaba, ya bien salido de quintas. Pero aquellos inicios duraron eso que los taurinos llaman "diez minutos"; es decir, nada. Pasó al ostracismo para renacer con fuerza inusitada en el verano madrileño de 1982, confirmando más tarde su recuperación en la sevillana Puerta del Príncipe. Literalmente barre en la temporada de 1983 y en la del 84. En Francia es más que un ídolo, pero en España igualmente llena las plazas. Sin embargo, a partir de este momento son todos idas y venidas, primero a pie, temporadas después desde el caballo. Con tantos cambios, probablemente perdimos a un torero de época, que llegó a pisar terrenos poco verosímiles. Pero debe reconocerse que le bastaron esas temporadas aisladas para mandar en el escalafón.
De Espartaco se pueden cantar valores como la constancia, el esfuerzo, el pundonor, la hombría… En efecto, ha sido y sigue siendo siempre eso que toda la vida se ha llamado "un hombre de una pieza", un torero íntegro donde los haya. Y todo ello, tanto en la adversidad como en el triunfo. Con ser tan importante todo eso para quien ha hecho de la profesionalidad el norte de la vida, de Espartaco me quedo, y por qué no, con su torería de verdad, la que le hizo mandar con todos los poderes en la Fiesta. Antes y después de la celebrada tarde sevillana de abril de 1985, que fue cumbre, además de resucitarle para el gran público. Cuando toreaba con los acelerones juveniles de quien quiere a toda costa subirse a un tren permanentemente en marcha, pero también cuando con la madurez pausada templaba con largueza. En lo uno y en lo otro, en Espartaco anidaba la torería misma, encarnaba las razones profundas que mueven a un muchacho, a un hombre, a construir la épica taurina, cada tarde, a hora fija y en el escenario que toque cada día. Si toda esta aventura se vive sin desmayo, construida sobre la voluntad de triunfo y teniendo por delante la única verdad que se conjuga en el centro de un ruedo, nos situamos en los umbrales mismos de un torero de época. Y Espartaco lo ha sido.
De Espartaco podríamos pasar a esas generaciones de toreros que, desaparecido desgraciadamente el “Yiyo” –que pudo ser figura, si no se hubiera cruzado en su camino la tarde de Colmenar–, forman tu admirado “El Juli”, Enrique Ponce –un prodigio de naturalidad–, el tan de moda José Tomás, o Morante –cada día más asentado en el arte puro–, junto a los más nuevos: Manzanares hijo, Miguel A. Perera, el dubitativo Talavante o Cayetano, por recordar algunos nombres. Pero ese es un empeño innecesario porque a todos ellos les vemos varias veces a la temporada y conocemos de sobra el son y el corte de su toreo. Y en algunos, además, de su sentido de la lidia. En cambio, a esos otros nombres que antes te detallaba no tuviste ocasión de poderlos admirar en toda su plenitud en los ruedos.
Al hacer este breve recorrido por la torería de las últimas décadas, me gustaría que se pudiera valorar algo muy cierto en el toreo: la vitalidad que encierra en sí misma la Fiesta para que en cada momento sea capaz de autoabastecerse de figuras que interesen a los aficionados y que garanticen su continuidad en el futuro. Se cuenta, y es histórico, que cuando murió Joselito, en el primer festejo que se celebró en la Maestranza un aficionado, no demasiado optimista, desde luego, exhibió una pancarta en la que se leía: “Joselito ha muerto. Viva el gol”. Pues hay que ver lo que ha llovido desde entonces, para que hoy, cuando llega febrero, estemos ya con la inquietud de comprobar quien rompe en la nueva temporada.
Hay épocas, sin duda, más brillantes que otras; en ocasiones por respetables diferencias de opiniones y gustos, en otras por razones más generales. Pero algo tiene esto del toreo para que cada invierno la afición suspire porque se acerque marzo. Cuando compruebas que ocurre así, sea quien sea el que manda en los escalafones, te acercas a la tranquilidad de sobreentender que nuestra pasión común tiene una venturosa prolongación en las generaciones.
En este empeño, las banderías toreras son buenas, le dan vitalidad y hasta aportan ese punto de apasionamiento sin el que resulta difícil de entender el toreo. Pero nunca me cansaré de repetir que si uno se apasiona con un torero, no debiera minusvalorar por eso a los demás. O dicho a la manera antigua: si quiere, milita hasta el final con Juan Belmonte, pero sin que ello suponga hacerse antigallista. Además de un anacronismo, no deja de ser un error mayúsculo: en la Fiesta no es que quepan todos, es que todos han sido necesarios y lo serán, si es que aspiramos, como debemos aspirar, a que los hijos de nuestros hijos también compartan nuestra pasión común.
Postdata:
Aunque en las anteriores páginas no se ha hecho referencia a su nombre, quisiera advertir que resultaría radicalmente injusto considerar a Cristina Sánchez como una anécdota del toreo. Con la muleta en la mano se ha justificado más que sobradamente, amén de conseguir la meta, tan difícil, de ganarse el respeto de los profesionales, incluso de aquellos que la boicotearon en la puerta de cuadrillas. No rehusó Madrid, como tampoco hizo con Sevilla, ni con la Monumental de Insurgentes, ni ninguna otra; allá donde había que dar la cara, allá que estuvo. Todo eso, dentro y fuera de los ruedos, tiene un valor objetivo, que pide el reconocimiento de quien tenga ojos para ver y cabeza para algo más que peinarse. Y es que ante Cristina resulta recomendable taurinamente quitarse el sombrero. Como caballero, siempre fue muy razonable hacerlo; como aficionado, además, supone un signo de inteligencia.
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