MADRID. Octava de abono. Lleno de “No hay billetes”. Tarde fría y con mucho viento, que perjudicó a la lidia. Toros de Juan Pedro Domecq, de trapío muy medido y juego desigual, sobre la base común de la falta de celo. José Antonio “Morante de la Puebla” (de negro y plata), silencio y bronca. José Mª Manzanares (de nazareno y oro), palmas tras aviso y silencio. Saúl Jiménez Fortes (de azul noche y plata), que confirmaba alternativa, ovación tras aviso y ovación tras aviso.
Cartel de lujo para una tarde que lo que en realidad pedía era un chocolate con churros y una buena camilla. Qué nevera eran Las Ventas. Eso sí, no consiguió enfriar los ánimos del personal, que vivió muy participativo el festejo. Como en los mejores tiempos del 7, cuando toreaba el señor padre de Manzanares, por recordar una etapa no muy lejana; pronto le ha llegado la herencia al hijo.
Si le preguntáramos, el taurino de pro nos contaría que “ha sido una pena, pero que la corrida de Juan Pedro, tan armónica como era, no ha servido”. En el sector crítico serían mucho más directos: “Una birria, esos no son toros de Madrid”. Y el ecuánime, que suele ser sujeto un poco ecléctico, lo resumiría todo diciendo: “Si la corrida hubiera sacado un poco más de casta y el viento hubiera amainado, la cosa habría sido diferente”.
La realidad es que los toros de Domecq fueron manifiestamente mejorables: en trapío, en casta y hasta en esos eufemismos modernos de la “toreabilidad” y la “durabilidad”. La realidad es que Morante no estuvo a gusto ni en el paseíllo, que el viento soplaba fuerte entonces; que Manzanares se entretuvo demasiado en un sí pero no y que Jiménez Fortes puso más corazón que cabeza. Pero la realidad también es que los toros sin tanto barullo, con un tendido contestándole al otro, se ven mucho más a gusto
Dicho todo lo cual hay que reconocer que la corrida era guapa, con el trapío justito en su mayoría, pero guapa. Probablemente el mejor fue el que rompió plaza, aunque en muchas ocasiones mirara para los adentros. El bajito y de escaso volumen 2º resultó ser un manso que no humillaba ni por equivocación. El 3º seguía los engaños, a condición que se le ofreciera a su altura: no humilló ni una vez. Algo fuera de tipo el 4º, que declaró su mansedumbre a gritos. Con algo más celo y recorrido resultó el 5º, otro de los que le faltó presencia. Y algo más bravo el 6º, pero que no remataba sus acometidas. Un balance torista evidentemente pobre.
Tarde en blanco de la Morante, con su bronca incluida para que no faltara de nada en su misterio. La verdad es que a gusto, lo que se dice a gusto, solo pudo dar un lance suelto a su 1º; aunque fuera una lance colosal, no parece justificación suficiente. Ni con uno ni con otro se anduvo con monsergas y perdidas de tiempo: macheteo por la cara, a matar como se podía y hasta el próximo jueves, cuando nos veamos otra vez.
Eso sí, ejerció toda la tarde como director de lidia. Lo mismo que le salvó a Jiménez Fortes de una cornada cuando estaba en tierra a merced del 5º, estuvo siempre al corte en la salida de los pares de banderillas, supliendo a unas cuadrillas mal colocadas casi siempre. Y los mismo que le abroncaron, le aplaudieron sinceramente en varias ocasiones. No quiso o consideró que no era el momento, pero el personal salió añorando por qué el de la Puebla no habría intentado “el quite del perdón” con el que cerraba plaza: lo llega a cuajar y la lía.
Con un sector dispuesto a no pasarle ni una, José María Manzanares ha estado sencillamente digno. Sin grandes apreturas, desde luego, pero toreando suave y con temple, en series que, por la condición de sus bureles, decían poco. Más encajado estuvo con su segundo, que tenía más fuelle dentro, pero sin alcanzar cotas mayores. Con la espada se le vio sin la eficacia de la temporada pasada.
En lo fundamental, Jiménez Fortes no ha cambiado. Está más hecho, desde luego; pero su concepción del toreo, basado en la quietud y la verticalidad, sigue intacta. Como valor tiene para hacer más de un torero, en ambos toros pudo ir a mayores, pero por una cosa o por otra no ocurrió. Mejor con el toro de su confirmación, al que llevó por abajo y con temple, aunque en ocasiones desacompasado con las embestidas. Si corta una serie antes su faena –como pedía su enemigo– y la espada le hubiera funcionado a la primera, hasta podría haber optado a una oreja. Valentísimo volvió a estar con el que cerraba plaza. En suma, estuvo en su papel, el de un torero joven, con mimbres para salir adelante, que no quiere dejar escapar tontamente los trenes que pasan por su puerta. Hoy no lo perdió. No fue el viaje de sus sueños, pero sigue su camino.
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