MADRID. Segundo festejo de la Feria de Otoño con temperatura, paradójicamente, veraniega. Con más de tres cuartos de entrada, se lidiaron toros de Victoriano del Río (2º, 3º y 4º) y De Cortés (1º, 5º y 6º), desiguales de hechuras, que mansearon en general, salvo el buen cuarto, ovacionado en el arrastre. Manuel Jesús “El Cid” (de azul cobalto y oro), silencio y vuelta al ruedo; Iván Fandiño (de marino y oro), oreja tras aviso y silencio; y Sebastián Ritter (de grosella y oro), que tomaba la alternativa, saludos y silencio.
Manuel Jesús volvió a ser El Cid, solo El Cid, aquél que ganó batallas después de muerto. Con los moros afilando las espadas en los tendidos de Las Ventas, dispuestos a sepultarle tras una faena vulgar al segundo de la tarde, regresó El Cid, no a lomos de Babieca, sino con la muleta en la mano izquierda, para recordarnos lo que fue: el torero de trazo largo, mucho vuelo y muñecas prodigiosas que nos emocionó años atrás. ¡Y cómo volvió a rugir el quiosco venteño en esta tarde de toreo caro al natural! La gratitud con El Cid de Salteras será eterna. Berbenero, un armado toro castaño de Victoriano del Río que previamente había manseado en el caballo, se arrancó con alegría en las telas del Cid que, desde el principio, comenzó a cuajarlo, torerísimo, al natural, con esa extraña facilidad que se esconde tras las faenas más bellas. Salvo una serie por la derecha, fue una faena a media altura, suave, cincelada con la mano de los billetes, terminada con unos remates clásicos y de enorme gusto. Como de costumbre, El Cid pinchó su gran obra, la que le hubiera abierto la Puerta Grande. La historia estaba ya escrita, igual que el propio Cantar. Sin embargo, la vuelta al ruedo final, con la plaza rendida como la ciudad de Valencia en 1099, resultó apoteósica.
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