En el toreo, como en casi todo en la vida, es igual de importante llegar, mantenerse y saber decir adiós. Dejarlo en lo más alto no es fácil, al contrario, resulta casi imposible. Tampoco es necesario, ni bueno. Alguien que alcanza cotas muy altas en lo que hace, si está al 80% de esas cotas aún tiene cosas que decir, aún es interesante. Andrés Iniesta, por ejemplo (escribo de pie). Pero dejarlo en lo más bajo es un desastre; no saber ver que el momento ha llegado es catastrófico.
Tampoco debe ser fácil verlo cuando alrededor sólo hay una piara de pelotas que, aunque uno esté como Cagancho en Almagro, siempre encuentra un piropo, una excusa o un culpable. ¡Resucitó! Y cuando, hagas lo que hagas y petardo tras petardo, sigues toreando en todas las ferias importantes, y a pares en Sevilla y Madrid.
Pero hay que saber bajarse, parar, dejarlo cuando aún el recuerdo de lo bueno que fue no está del todo tapado por el desastre que es hoy. El Cid no está, desde hace tiempo. Hace el paseíllo, sí. Y hasta ahí. Luego es una sucesión de guiñás, y una colección depasos atrás. Si es que hay tardes que parece que le cangrejeaa los toros, como en una madrugápermanente.
No será la última como pedía anoche en su crónica Madueño[1], por compasión, pero debería ser el último San Isidro. Para que lo que nos quede en el recuerdo en 10 años sea “El Cid” y no las moviolas afandiladas, pero sin banderillas de por medio. Y yo he sido muy de El Cid.
[1] Juan Diego Madueño. “Que sea la última tarde de El Cid, por compasión”.En elespañol.com
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