Selección de artículos sobre Pepín Martín Vázquez

por | 26 Feb 2011 | Las Artes

 
EL RECUADRO
De Pepín Martín Vázquez a Morante
 
ANTONIO BURGOS
 
 
Si los micrófonos, como las azucenas de Gerardo Diego, tienen camisa, Juan Ramón Romero se la rompía de emoción ante el arte de Morante de la Puebla, en la tarde del Carrusel Taurino de Canal Sur Radio. Sonaba Jerez en esas palmas por bulerías que sólo Jerez sabe tocar así. Un torero según Sevilla por fin había cuajado un toro: «Comilón», de Juan Pedro Domecq. Se lo había brindado a Rafael de Paula, le había hecho perfecciones, le había cortado las dos orejas y el rabo, al toro le daban la vuelta al ruedo y Juan Ramón se rompía la camisa del micrófono, como Jerez se rompía las manos en sus palmas a compás.
 
Hace mucho que muchos esperaban ese momento, que ojalá se repita, y pronto, en la plaza del Arenal. El toreo de Sevilla, hoy por hoy, es como el Vaticano tras la muerte de Juan Pablo II: sede vacante. La fumata blanca de Jerez tiene que llegar a Sevilla. El toreo según Sevilla es una cadena. Una cadena tan rota como las que partió Bonifaz para ganar Sevilla a los moros. José Gómez «Gallito» al margen, esa cadena viene de Belmonte, pasa por Chicuelo, sigue en Pepe Luis, continúa en Curro. Siempre hay un pontífice máximo en la sede hispalense del toreo. Cuando se fue Belmonte vino Chicuelo. Cuando se fue Chicuelo vino Pepe Luis. Cuando se fue Pepe Luis vino Curro. Cuando se fue Curro no vino nadie, más que esa fumata blanca de las palmas jerezanas echando humo.
 
Pero hay en esa cadena, ay, eslabones rotos. Los eslabones del olvido. Nadie se acuerda de Manolo González, que era el barrio de la Trinidad toreando con los pies juntos, como para darle una levantá a pulso con el capote a su Virgen de la Esperanza de la calle Sol. Y nadie, ay, nadie se acuerda de Pepín Martín Vázquez, el de la Resolana, felizmente vivo y entre nosotros. Con tantas biografías que se editan, Pepín Martín Vázquez, torerazo de Sevilla, eslabón perdido entre Pepe Luis y Curro Romero, no tiene quien le escriba. Fue en los años 40 el gran torero popular de Sevilla, en fama y en arte. Hasta hizo de «Currito de la Cruz» en la versión cinematográfica que Luis Lucia rodó en 1948 con la novela del también injustamente olvidado Pérez Lugín, el de la inacabada «La Virgen del Rocío ya entró en Triana», que terminó José Andrés Vázquez.
 
Curro Romero es torero gracias al Pepín Martín Vázquez que vio de chaval en esa película, cuando la echaron en el cine de verano de Camas. Curro quiso ser como Currito. Y fue como Pepín: torero de Sevilla. Qué torero y qué época del toreo. La época en que mandan Manolete y Arruza, Pepe Luis y Bienvenida. Miren el cartel de la alternativa de Pepín, 1944, Barcelona: se la da Domingo Ortega y son testigos Pepe Luis y Arruza. Aquellas temporadas, del 44 al 47, aquellas Beneficencias, fueron la etapa dorada de Pepín Martín Vázquez. Hasta que en el fatídico agosto de 1947, diez días antes de la explosión de Cádiz, veinte días antes de lo de Linares, un toro de Concha y Sierra le pegó el cornalón gordo de Valdepeñas. Actúa aquella tarde con un Manolete que no sabe que quizá ya hayan embarcado a «Islero» en Zahariche. Ahí empieza el declive del gran torero de Sevilla, artista muy castigado por los toros como todo el que torea con la femoral, que se retira finalmente en 1953 en Caracas y que desde entonces vive alejado del mundanal ruido de la fiesta y de los papeles, sin exégetas ni partidarios.
 
Cómo será la crueldad de Sevilla con sus hijos, que a muchos les tendré que dar un dato para que identifiquen a Pepín: es el hermano de Rafael Martín Vázquez, aquel sevillano clásico y elegante que iba por la calle Tetuán vestido de inglés, con su sombrerito de cortas alas y sus andares inconfundiblemente toreros. ¿Lo reconocen ahora? Pues más elegante y más planta de torero todavía debe de seguir teniendo el otro niño torero del señor Curro Vázquez, Pepín, a quien rindo el homenaje de la memoria en esta Sevilla que devora a sus hijos hincándoles el colmillo retorcido del olvido.
 
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Una Medalla para Pepín Martín Vázquez
 
Carlos Crivell
 
Ahora que es posible que aún quede tiempo por delante, antes de que los sesudos señores que conceden la Medalla de Oro de las Bellas Artes puedan nuevamente sembrar la polémica, que alguien vaya y les cuente que hay un torero llamado Pepín Martín Vázquez que puede lucir con todo merecimiento ese honor de ser considerado como un artista de los grandes.
 
Y que sea pronto, para que el torero nacido en la Resolana sevillana pueda recibirlo con todo honor y con todas su facultades. Si los señores encargados de dar las medallas no lo conocen ni saben nada de su trayectoria profesional, que es lo más probable, que alguien les explique quién fue Pepín, cómo conjuntó el toreo alegre con el valor sereno, cómo llevó el arte torero a su mejor expresión y cómo, para remate, dejó plasmada en una película, Currito de la Cruz, cómo se torea al natural.
 
Se entiende que los encargados de dirimir esta laboriosa cuestión de la Medalla de las Bellas Artes sean poco avezados en materia taurina. Por ello, bueno sería que alguien que lea estas líneas y cuyo de nivel de influencia sea el adecuado, les haga llevar la película, para luego explicarles que ese torero fue un prodigio de virtudes, clásico y estilista, pero también valiente. Cuajó faenas memorables y, especialmente en los años de su apogeo ocupó, lugar en la primera fila de los matadores de su tiempo. Pepín era la gracia, el aroma, la sevillanía, la pinturería torera, pero también el valor y la casta. Era el detalle y el destello – heredado de Chicuelo y Pepe Luis Vázquez y precursor del de Manolo González – pero también el pundonor, la arrogancia y la lidia total que iba desde el capote grácil a la armónica y florida muleta, que no estaba exenta ni de hondura ni de profundidad. Ese torero aún sigue entre nosotros y no estaría nada mal que los políticos tuvieran ese detalle de concederle algo que Pepín merece porque tiene a espuertas el ARTE.
 
 
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DESDE MI GRADA
 
 
 
UNA MEDALLA PARA PEPÍN
 
ANDRÉS AMORÓS
  
Al acercarse la fecha de la concesión de las Medallas de Bellas Artes, conviene que se premie a un artista de la Tauromaquia con méritos indiscutibles y que, en contra de lo que a veces ha sucedido, sea acogida sin polémicas por los profesionales y los aficionados. Creo que muy pocos nombres reúnen mejor esas dos circunstancias que el de Pepín Martín Vázquez. Aunque vive retirado, el recuerdo de su arte parece crecer cada día. El diestro sevillano forma parte de una familia de matadores de toros: su padre, Curro; sus hermanos, Manolo y Rafael.
 
Como tantos toreros de entonces, tomó la alternativa Pepín en Barcelona: en 1944, de manos de Domingo Ortega. Fue el triunfador de la Feria de San Isidro, tres años después, matando nada menos que toros de Miura y de Alipio. En la última tarde de Manolete en Madrid, en la corrida de la Beneficencia de 1947, cortó Pepín tres orejas. Aquel año, Luis Miguel y Pepín Martín Vázquez eran los dos grandes aspirantes al trono del torero cordobés. En el mes de agosto, poco antes de la tragedia de Manolete, sufrió Pepín, en Valdepeñas, una gravísima cornada, que truncó su carrera.
 
Se retiró joven pero los aficionados recuerdan bien su unión de estética sevillana y valor auténtico; de gracia, finura y clasicismo. Admiramos su estilo exquisito en la tercera versión cinematográfica de «Currito de la Cruz», que dirigió Luis Lucia. Encarna lo mejor de la revolución manoletista y abre caminos para el toreo de hoy. Por eso, no dejan de evocarlo los profesionales. (Hace poco, se lo escuché así a Morante de la Puebla). Razones de edad y de salud aconsejan que esta distinción no se retrase. Por eso, nos atrevemos a formular esta propuesta: Pepín Martín Vázquez merece como pocos la Medalla de las Bellas Artes. Y no olvidemos que la concesión de esta Medalla a un torero implica ya el claro reconocimiento de la Tauromaquia como cultura.
 
 
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Pepín Martín Vázquez: el toreo de siempre
 
Enrique Martín
La verdad es que no sé si el título es el más oportuno, o si quizás mejor habría sido comenzar con: “el toreo que ya no gusta a nadie”. Pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que nadie se atrevería a criticar a un torero de los años cuarenta, ni de poner en duda su forma de hacer, ateniéndose a las imágenes de un vídeo, como es el caso.
 
Sería muy presuntuoso por mi parte descubrir a Pepín Martín Vázquez, aparte de ignorante. De éste o aquel torero he oído que a unos les gustaba más y a otros menos, pero del protagonista de esta versión de Currito de la Cruz siempre he visto cómo los aficionados más curtidos hablaban con verdadera admiración. Recuerdo una conversación que hace muchos, muchos años, mantuve con un peñista de “Los de José y Juan”. Me contaba cómo se oían crujir los toros con la muleta de Domingo Ortega, o la asombrosa quietud de Manolete, el arte inigualable de Pepe Luís o la gracia de Manolo González, pero a la mínima me sacaba a Pepín Martín Vázquez, en el que descargaba toda su admiración.
 
Tras tanto elogio que más parecía de un héroe clásico que de un torero, me encontré con la película Currito de la Cruz. Recuerdo que en su momento me puse a verla con el mismo interés con que veía cualquier filme ambientado en el mundo de los toros. Pero aparte de otros aspectos cinematográficos, por fin pude ver al torero. ¡Qué gracia, qué naturalidad y qué forma de torear! La mejor ilustración para definir en la verónica, qué es jugar los brazos y con la muleta, qué es correr la mano.
 
Los seis minutos de este vídeo son una estupenda instantánea de una época. Empezando por el toro, que no es el de ahora, del que según se habla es el mejor toro de toda la historia del toreo que, sin ser exageradamente grande, no era nada chico y, además, iba detrás de todo lo que movía con ganas de comérselo. Esos banderilleros pareando sin ese horroroso salto tan de moda ahora, buscando la luna y que les hace quedarse descolocados.
 
Al inicio del vídeo se ve a Pepín Martín Vázquez toreando a la verónica y cómo se quita al toro literalmente de encima, sólo con el movimiento de los brazos una y otra vez, para rematar con una media muy personal y llena de gracia. Una gracia que a veces se ha pretendido equipar con superficialidad y alivio, pero a la vista está que esta gracia no tiene nada de truco.
 
Con la muleta se notan las influencias de Manolete o propias del gusto de la época, citando en ocasiones con la muleta retrasada, pero que nada tiene que ver con la trampa de nuestros contemporáneos. Antes de llegar el toro a la muleta el torero ofrece el muslo, para a continuación llevar al animal muy toreado, muy metido en el trapo, para rematar el pase con ese juego de muñeca que hace que el toro se salga del lance y que vuelva a por el siguiente. Cosa muy distinta al vaciado actual que requiere la consabida carrerita para poder colocarse para el siguiente pase. Pepín llevaba al toro muy metido en la muleta, muy encelado, pero no consentía que se la tocara nunca. Lo mismo toreando por bajo para poder al animal, que como queda demostrado se puede hacer con arte y elegancia, que los ayudados por alto sin enmendarse ni un poquito o eso que se puede considerar uno de los fundamentos del toreo, el natural ligado con el de pecho y que conjuga a la perfección lo que es arte, valor y poder. Eso es torear. Y la suerte suprema metiendo la mano en el morrillo.
 
Pero quizás lo mejor es ver el vídeo y darse cuenta de cómo se toreaba con toda la naturalidad del mundo, sin retorcimientos, con un temple exquisito y un mando excepcional.
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Taurología

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Portal de actualidad, análisis y documentación sobre el Arte del Toreo. Premio de Comunicación 2011 por la Asociación Taurina Parlamentaria; el Primer Premio Blogosur 2014, al mejor portal sobre fiestas en Sevilla, y en 2016 con el VII Premio "Juan Ramón Ibarretxe. Bilbao y los Toros".

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