MADRID. Segunda de feria. Algo más de media entrada. Cinco toros de Martín-Lorca, bien presentados y astifinos, pero de un juego mejorable, y una sobrero (3º bis) de El Vellosino, un cinqueño que acabó siendo el mejor. Ángel Teruel (de rosa y oro), silencio y silencio. Miguel Tendero (de turquesa y oro), que sustituía al herido David Galván, silencio y silencio. Juan del Álamo (de agua de rosa y oro), una oreja y gran ovación tras un aviso.
Ciudad Rodrigo. Las aguas de su pequeño río, con nombre de mujer, nacen para enriquecer los caudales del Duero. Y en su alrededor, la dehesa. En ese marco nació Juan del Álamo. Y en ese mismo marco, que parece llamado para ir siempre a más, aprendió las bases del toreo este Juan, que en muchas ocasiones nos recuerda al verso que Juan Ramón dedicó, precisamente, a un álamo blanco, que concluye:
¡Entre dos conmociones,
El lector disculpará este inicio, a lo mejor pedante, pero la tarde de un sábado de mayo Juan del Álamo ha dado ese paso, que para el aficionado debiera traer en sus entrañas los signos de lo definitivo, que el toreo de nuestros días necesita. Suscitar esperanzas, abrir un horizonte diferente, dar un poquito de luz, para la cotidiana insipidez de lo mecánico en la que algunos convierten este arte.
Conmocionó primero toreando con excelencia al tercero de la tarde, un sobrero cinqueño con nobleza; conmocionó después cuando se enfrentó sin alharacas al genio que traía el que cerraba plaza. Pero el cielo de esa puerta que conduce a la calle de Alcalá, que parecía predestinada para tal ocasión, se la cerró la espada. Siempre cabe el consuelo del “otra vez será”, que en el fondo es la antesala de una espera que en el toreo vigente se hace insufrible, cuando todas las urgencias son pocas.
Cierto que Juan del Álamo lleva ya un tiempo, quizás demasiado tiempo, apuntando bien pero sin terminar de acertar en el blanco. Le pasó en la temporada anterior en el mismo Madrid, le acaba de ocurrir en Sevilla. Sin embargo, tiene ese corte de torero al que compensa esperar. Un toreo recio como su tierra, pero también concebido en su pureza. Por eso, bajo las ramas de este Álamo bien se puede añorar una nueva primavera, que no le terminado de llegar en toda su rotundidez.
La tarde, más allá de este aire fresco nacido en la ribera, se nos fue un tanto en la nada. Una corrida de Martín Lorca, de diferentes hechuras pero toda ella ofensiva, en la que el mejor de la partida resultó ser el sobrero. Qué paradoja. Un torero, Ángel Teruel, con una fuerte dosis de fría y académica elegancia, que bien parece necesitar el revulsivo de pelearse consigo mismo. Y un primer triunfador del año madrileño, Miguel Tendero, con la oportunidad, que resultó inconclusa, de reafirmarse en sus posibilidades. A la postre, por más que muchas de las responsabilidades deban adjudicarse a lo deslucido del ganado, la tarde acabó siendo como un bocadillo de nada entre dos panes, pero que supieron a gloria.
Quizás por eso, la torería de Juan del Álamo, que es mucho más que esa fea y anodina expresión de la “buena disposición”, brilló con luz propia. Desde la cadencia con la que manejó el capote hasta su toreo por bajo, al unísono eficaz y estético, del inicio de sus faenas, en las que hubo fases de un estimabilísimo corte y desarrollo. La dichosa espada, sin embargo, estaba a nones con el 6º; es lo que diluyó el triunfo. Pero deja en el aire la esperanza de su siguiente tarde, en la inminencia de la próxima semana.
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