Sebastián Miranda, Belmonte ….y el sastre

por | 17 Jul 2018 | Hemeroteca taurina

En los tiempos de José y Juan, Sebastián Miranda fue al sastre. Estaba en su perfectísimo derecho. Es verdad que para hacerse un traje existía el pequeño inconveniente de que el extraordinario escultor, en los comienzos de su carrera artística, no contaba con una economía demasiado floreciente. Pero no en balde Sebastián era eso: un gran artista y, como tal, gran bohemio. Además, al sastre le unía buena amistad con él y con Belmonte. Amparándose en ella, Miranda se haría el traje, por lo pronto; el pago…. cuando Dios quisiera.

 

Al sastre no le pareció muy bien esta gracia bohemia y entre el artista de la tijera y el del cincel se entabló el siguiente y sabroso diálogo: 

 

—Don Sebastián, por Dios, que tengo necesidades urgentes. ¿No podría usted, aunque fuese haciendo un pequeño sacrificio, pagarme ahora?

 

—Imposible de todo punto. Es tal mi penuria económica que no puedo salir de Madrid por no tener traje que ponerme ni peseta que llevarme al bolsillo.

 

Esta diestra "caradura" bohemia utilizada por Sebastián Miranda frente a su amigo el sastre se trocó en ingenuidad ante su amigo el torero. Porque Miranda cometió la inocente imprudencia de contar a Belmonte todo lo ocurrido. Y aún se atrevió el escultor —muy pillín él— a poner a su relato la siguiente apostilla burlesca:

 

Fíjate, Juan; ¡que no puedo salir de Madrid, y el día de San Pedro —pasado mañana— voy a Burgos a verte torear…!

 

Aquel cínico plan "burlasastre" tuvo el contrapunto de una estridente carcajada de Miranda. Belmonte también rio; pero la risa del torero fue menos sonora y más diabólica.

 

Ya estamos en Burgos. Es la mañana del día de la corrida. Todavía está Sebastián Miranda descansando cuando llaman a la puerta de su habitación del hotel. Es El mozo de estoque de Belmonte, portador de un sobre para el escultor. Miranda abre el sobre y, con gran extrañeza, encuentra en él una entrada de barrera para la corrida de por la tarde. Interroga al servidor del diestro; pero la aclaración apetecida no llega. Belmonte no acostumbraba a tener con sus amigos ese tipo de rasgo generoso. Y, sin embargo, la realidad innegable era que en aquella ocasión Miranda tenía entre sus manos una barrera quo Belmonte le regalaba. ¿Por qué? El mozo de estoques transmitía órdenes de su maestro, pero no sabía nada.

 

¡A los toros! Suena el  clarín y arrancan las cuadrillas. Nada más iniciar el paseíllo, Miranda se frota las manos de contento, seguro de presenciar una gran corrida. Y es que ha observado un detalle significativo: Belmonte va muy sonriente, prueba inequívoca de que se encuentra animoso y dispuesto a comerse crudos los toros que le han tocado en suerte.

 

A medida que las cuadrillas avanzan y se acercan a la barrera ocupada por Miranda, éste puede apreciar que la sonrisa de Belmonte va en aumento. Tras el saludo a la presidencia, Juan se dirige hacia el sitio donde está su amigo, para echarla el capote de seda. ¡Y sigue —aumenta— el regocijo del torero!

 

Sebastián Miranda empieza a notar un leve "amoscamiento". Le parece un tanto excesiva la diversión de su amigo en trance tan serio como el de tener que entendérselas con dos toros de respeto. Miranda se revuelve, inquieto, en su localidad: mira a la derecha, mira a la izquierda y… ¡horror!: el sastre ocupa la barrera inmediata.

 

El humor sangriento de Belmonte había colocado juntitos en la plaza de toros de Burgos a Sebastián Miranda —"que no podía moverse de Madrid por falta de pesetas…"— ¡y a su sastre!.

 

© El Ruedo, nº 1205, 25 de julio de 1967 

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