En un ensayo pleno de originalidad, un estudioso como Plácido González Hermoso, editor de www.losmitosdeltoro.com, aborda un tema poco conocido: las actuaciones de Santa Teresa de Jesús en el mundo de los toros.
Recuerda el autor cómo la define el marqués de San Juan de Piedras Albas en el primer tomo de su “Fiestas de toros, bosquejo histórico”: “una mujer de temple, resolución y carácter extraordinarios”. Tres virtudes, tres, taurinas por excelencia donde las haya -temple, resolución y carácter-, que si analizamos con diáfana visión, abstrayéndonos de la religiosidad del personaje, se podrían traducir, taurinamente se entiende, por valor, temple y mando. Tres virtudes o cualidades que en el toreo conducirían al éxito y a la fama.
Además de lo dicho, el tipo de arte que hubiese desgranado la Santa en los ruedos de esta ibérica piel de toro, que luego citaremos, lo suyo habría sido un toreo con tintes más gitanos que castellanos, es decir de pellizco, de arte y con duende; el duende con que la definió Federico García Lorca (Conferencias II, “Teoría y juego del Duende”): “…Recordad el caso de la flamenquísima y enduendada Santa Teresa, flamenca no por atar un toro furioso y darle tres pases magníficos, que lo hizo; no por presumir de guapa delante de fray Juan de la Miseria, sino por ser una de las pocas criaturas cuyo duende (no cuyo ángel porque el ángel no ataca nunca) la traspasa con un dardo…”
Aquí Lorca nos descubre una especie de coquetería de la Santa, al ver el retrato que le había pintado, en 1576, fray Juan de la Miseria, contando ella 61 años, le dice: “Dios te lo perdone, Fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa” -de Fray Juan de la Miseria dice la Santa que era “un frailecico lego de la Orden, que fue a Beas estando yo allí” (Fundaciones 22,21).
Como se ve, en la contestación al “frailecico” aflora el carácter recio y castellano que la caracterizaban. Y en verdad que tenía razón, pues Santa Teresa era guapa, al decir de su biógrafo y uno de sus confesores, el padre Francisco de Ribera (Jesuíta): “Era de muy buena estatura, y en su mocedad hermosa , y aun después de vieja parecía harto bien…”, y añado yo “y la que tuvo retuvo”.
Además, si a esa belleza femenina –señala el autor– se la adorna con tres lunares en la cara, estratégicamente distribuidos, que el fraile pintor no reflejó en el cuadro, a buen seguro que cualquier Tuna universitaria le hubiese cantado aquella canción que inmortalizara Pedro Vargas: “…ese lunar, que tienes cielito lindo, junto a la boca…”, así lo dice su confesor, el padre Ribera: “…En la cara tenía tres lunares pequeños al lado izquierdo, que le daban mucha gracia, uno más abajo de la mitad de la nariz, otro entre la nariz y la boca, y el tercero debajo de la boca. Toda junta parecía muy bien y de muy buen aire en el andar…”.
Dejando atrás esas pinceladas curiosas, en este ensayo se rememoran las actuaciones, o más bien los encuentros, que tuvo Santa Teresa con los toros. Bien es verdad que, entre los casos que se van a referir, la Santa no hizo mención alguna, en ninguna de sus obras, de ningún tipo de encuentro directo con los toros, tan solo se refiere a ellos, de pasada, al hablar de la fundación del monasterio de San José de Medina del Campo, cuando llegaron a esa localidad; en los otros casos que se relatan, tanto el de Duruelo de Blascomillán (Ávila), como el de Beas de Segura (Jaén) es la leyenda popular, o mejor los relatos transmitidos de generación en generación, los que han mantenido viva la vigencia de aquellos acontecimiento considerados milagrosos. No obstante, a pesar de que el término leyenda nos pueda distraer y poner en duda su veracidad, no olvidemos que son relatos masoréticos que, como su nombre indica, es la tradición la que los ha mantenido vigentes hasta nuestros días.
Una de esas ocasiones en que la Santa tuvo un encuentro con los toros fue al llegar a Medina del Campo, de cuyos hechos hace referencia, por propia pluma, en su libro “Las Fundaciones”, capítulo 3 punto 7, donde refiere que: “Llegamos a Medina del Campo, víspera de nuestra Señora de agosto, a las doce de la noche. Apeámonos en el monasterio de Santa Ana, por no hacer ruido, y a pie nos fuimos a la casa. Fue harta misericordia del Señor, que aquella hora encerraban toros para correr otro día, no nos topar alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada; mas el Señor que siempre le tiene de los que desean su servicio, nos libró, que cierto allí no se pretendía otra cosa”.
El texto íntegro de este ensayo lo encontrará el lector, en formato digital, pinchando aquí.
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