MADRID. Octava del abono de San Isidro. Lleno de “No hay billetea”. Cuatro toros de Núñez del Cuvillo y dos del Conde de Mayalde (4º y 6º), bien presentados pero desiguales de hechuras; los cuatro primeros, sin clase ni fondo; 5º y 6º, con dificultades, pero desplazándose con prontitud. Sebastián Castella (de azul cobalto y oro), silencio tras una aviso y silencio tras un aviso. Alejandro Talavante (de rioja y oro), silencio y una oreja. Andrés Roca Rey (de verde macareno y oro), que confirmó su alternativa, ovación tras un aviso y dos orejas; salió a hombros por la puerta grande.
Déjame que te cuente limeño,
Estas tiernas palabras que le hubiera cantado al oído Chabuca Granda, no habrían sido suficientes para que Roca Rey despierte de ese sueño que alcanzó con sus manos un 13 de mayo, cuando el reloj iba para las nueve y media la noche, en una plaza abarrotada y, sobre todo, entregada por completo a este limeño. La puerta mayor del toreo abierta de par en par, para que saliera en triunfo un muchacho de 19 años, que minutos antes había dado una lección enorme de torería y de valor. ¡Qué grande, limeño! Cómo no va a estar días y días en la alta nube de ese “sueño que entretiene, moreno, tu sentimiento”.
Pero, qué gran fortuna, no ha sido un sueño en una agradable noche de primavera. Ha sido real, ha ocurrido en Las Ventas, testigos a miles se lo confirmarán al torero cuando despierte. Y será difícil que algún día se le olvide. Llegar a la primera plaza del mundo a confirmar el doctorado y que le den premio extraordinario. Eso no se olvida nunca, sino que lo revivirá una y otra vez.
Sin embargo, la tarde no andaba discurriendo para mucho pensamiento poético. La anunciada corrida de Núñez del Cuvillo había quedado reducida a cuatro toros. Y ninguno fue bueno. Los tres primeros, porque su apreciable bondad no se correspondía con su falta fondo y de clase en las acometidas; eran unos cansinos andares vacunados contra toda emoción. El otro, porque resultó sencillamente malo y muy dificultoso, tanto que si hubiera caído en otras manos, a nadie le hubiera extrañado una faena de aliño.
Los del Conde de Mayalde (4º y 6º, en el orden de lidia) no mejoraron el nivel. El primero de ellos mantuvo la misma lógica que sus colegas de los campos de Tarifa; el otro, porque se limitaba a arrear hacia adelante, con la cara más suelta que un molinillo y sin atisbo alguno de calidad; emoción sí, de esa tuvo toda, pero clase ninguna.
Cumplió honradamente Roca Rey con el de su confirmación, ante el que expuso mucho como para alcanzar con prisas el triunfo, que con aquel material era difícil que llegara. La ausencia de toda emoción hizo que se valorara poco lo limpia y elegantemente con la que toreó Castella a sus dos toros, que no decían nada; tampoco él puso toda la carne en el asador. Por mor del “cuvillo” de turno, diríase que casi de puro trámite la faena de Talavante al 3º. No había más historia que contar a estas alturas de la tarde.
Pero salió el 5º, un jabonero cinqueño de Cuvillo, de bastante alzada y cara, con prontitud en las patas, pero de escasas virtudes en sus embestidas. Le cuadraba bien el nombre que le habían puesto al nacer: “Tramposo”. Alejandro Talavante demostró con toda elocuencia por qué anda encaramado en los primeros lugares. Con la temporada ya hecha, el extremeño literalmente se jugó los muslos aguantando las tarascadas, hasta que lo metió en la muleta con esa mano izquierda que parece mágica. No podía darse una continuidad perfecta en los distintos momentos de la faena, era imposible. Pero los naturales nacieron con méritos muy importantes. Se entretuvo, además, en matarlo de un espadazo rotundo, del que el toro salió rodando. ¡Qué oreja tan bien ganada!
Y quedaba el plato fuerte. “Buzonero”, un castaño con el hierro condeso, tocadito arriba de pitones. El toro, desde luego, se desplazaba y era pronto al cite; pero a partir de ahí, iba como la locomotora de un tren, a piñón fijo por la vía; más que de vez en cuando, soltando la cara como si quisiera rebañar por los alrededores. El quite de Roca Rey con el capote a la espalda, citando siempre en la distancia, fue de los que disparan las pulsaciones del espectador. Y siguieron en niveles similares con los seis estatuarios verdaderos. Se puso el limeño por ambos pitones con encomiable firmeza, buscando siempre traer bien embarcado a su enemigo, para llevarle por donde no quería ir. Series plenas de emotividad, auténticas; sin embarullamientos, ni prisas, con decisión torera, con la categoría de poner a la gente en pie. Seguía el torero lo que mandaba el viejo vals de su tierra nayal: "derramaba lisura y a su paso dejaba aromas de mistura que en el pecho llevaba". Para amarrar a la hora de matar, literalmente se encunó y dejó toda la espada en su sitio. Las dos orejas, la salida por la puerta de las glorias, el sueño, en fin, como ese que Chabuca nos canta que discurría por “el viejo puente, el río y la alameda”.
►►Otrosí
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