Roberto Domínguez: la tensión interior de un torero

por | 27 May 2011 | Retazos de Historia

Quizás fuera por la propia naturaleza de su aprendizaje primero: “de mi tío Fernando había aprendido la expresión, la composición de la figura, el sentimiento; pero no aprendí la técnica para resolver los problemas de los toros”. Probablemente ahí está la explicación de esa especie de drama interior que marca el paso por los ruedos de Roberto Domínguez, para desde la nada y el abandono consiguió luego, pasados los 30 años, codearse con las figuras de su época. Y matiza: “al principio toreaba mirando al capote o a la muleta, pero no a los ojos del toro. Más tarde aprendí que para torear hay que mirarle los ojos al toro. En ellos está la clave de su respuesta al engaño. En el encuentro de esas dos miradas esta la solución a la embestida, el sentido del pase”.
 
En más de una ocasión se le ha oído contar, con añoranza, su primera aparición en los ruedos, apenas cumplidos los quince años, en un festival en Segovia, cuyo cartel lo encabezaba su tío Fernando. “Mi novillo tenía clase y son, me permitió estar bien y le corté las dos orejas. Fue una tarde que me marcó para siempre. La crónica que en un periódico de Segovia, El Adelantado,  escribió Ángel Fernández Pacheco me hizo mucho bien, tanto que la llevé siempre conmigo”. Pero a raíz de ese éxito, precisamente porque desconocía la técnica, las cosas no rodaron tan bien. De hecho, reconoce que “no di una a derechas” la tarde en la que por primera se vistió de luces en la localidad murciana de Lorca, toreando con Dámaso González, que por entonces se anunciaba en los carteles como “Curro de Alba”. “Aquella tarde, Jumillano padre me dijo: Chaval tu no comes de esto… Son palabras que me obsesionaron durante muchos años y si seguí en este empeño de ser torero en buena medida fue por llevarle la contraria”.
 
Y bajo es clima se presenta con caballo, con continuados altibajos y un número muy reducido de contratos, hasta que en 1972 decide hacerse matador de toros. Es a raíz de esta etapa, en especial a partir de 1978 –el año en el que enamoró a la afición de Bilbao con cinco lances a un toro de Miura–, cuando se hace patente su tensión interior: “A partir de 1978 paso lo que yo creo que fueron los peores años de mi vida. Profesionalmente estoy capacitado, pero los resultados no acompañan. Era una lucha interior tremenda, quiero ser torero, aspiro a ser figura y sin embargo no me siento satisfecho. Y lo peor es que no estaba mentalizado para superar esas dificultades. De ahí nacen mis dudas, para qué seguir en una profesión que no me aporta satisfacciones…”.
 
Justo en ese momento, surge la espoleta que le impulsa  a poner tierra de por medio. “En el San Isidro de 1985 me anunciaba en Madrid con la corrida de Juan Luis Fraile. Me salió toro con mucho genio; sin embargo, un sector de la crítica vio en él una bravura inexistente; para colmo, a ese toro le dieron un montón de premios. Me hicieron unas críticas muy duras. Después de aquello solo me quedaba cortar por lo sano. Me sentía capaz de poderle a cualquier toro, pero sin embargo… La verdad es que salí huyendo de aquel toro de Fraile, de aquellas críticas durísimas. Total, hice las maletas y me fui a Inglaterra”. En el rumiar aquella precipitada retirada, concluyó en algo que encierra gran verdad: “La crítica a quien de verdad importa es al torero. Un torero sin hacer puede ser destruido por una crítica desorientadora”.  
 
Así pasó aquel año de descanso, hasta que cuando va a acabar la temporada de 1986 vuelve a una plaza de toros. “En Zaragoza Manolo Lozano, que apoderaba entonces a Ortega Cano y me conocía bien, me animó para que volviera. La verdad es que aquella tarde me reavivó el desasosiego por el toreo, pero me resistía a hacerle caso a esa atracción. Hablé un par de veces más con Manolo y en vísperas de Navidad me llamó para proponerme ir a América a torear un festival. Tiré por la calle de en medio con mis dudas y me fui. Me encontré francamente bien, tanto que no eché en falta el año en blanco que había pasado. Estuve por allí casi dos meses, Manolo me llevó a muchos tentaderos. Y me volvió a decir que si decidía torear de nuevo, el me apoderaba y empezábamos con la nueva temporada. Y en efecto, reaparecí en mayo en Valladolid, en una corrida televisada. Sentí que esta vez el triunfo no se me podía escapar”.
 
Encarrilado ya en el pelotón de cabeza, se mantiene Domínguez hasta 1992, cuando decide dejarlo definitivamente, precisamente en la plaza de Lorca, donde había comenzado y tras torear su última tarde en Las Ventas. “Mediada la temporada de 1991 comencé a notar de nuevo las viejas señales de alerta. Estaba en plena forma, me sentía con capacidad para resolver cualquier compromiso, pero algo por dentro que en adelante no iba a poder llegar al nivel en el que me había movido en los años anteriores, no iba a superar aquello. Y me dije que no quería más de lo mismo. Había llegado a la meta que me había propuesto y era mejor no seguir”.
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Taurología

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