Aunque para algunos pareciera que abordar esas cuestiones del papel del empresario y del propio negocio taurino pueda romper un poco ese romanticismo que rodea al toreo, sería de ilusos negar que, hoy como ayer, quien se responsabiliza de todo el entramado organizativo de la Fiesta cumple una misión insustituible. Resulta indudable que esos aspectos tienen menos que ver con la creación de Arte, que es lo verdaderamente definitorio del toreo. Pero sin una cierta vertebración de todo lo que hay a su alrededor, no resultaría posible luego escenificar ese movimiento creativo. Ocurre con todas las manifestaciones artísticas.
Una de los aspectos que más ha variado con el paso del tiempo, radica en el peso y la capacidad de poder que le corresponde al empresariado en la Fiesta. Y así, en un sistema como el actual, la figura del empresario, o si se prefiere del organizador, para dar cabida también a quienes trabajan a sueldo de las Corporaciones propietarias, se ha situado en un punto central. La complejidad que en la actualidad encierra en todos los ordenes cualquier actividad, y nada se diga si es de masas, obliga a contar con esa infraestructura que representa una empresa, y que en nuestro caso engloba desde lo económico hasta aquello que se refiere a lo sanitario, con todos sus pasos intermedios. Por tanto, conviene que comenzar por entender que quien se responsabiliza de ofrecer a la Fiesta esas realidades materiales, no ejerce una actividad precisamente superflua.
Incluso urge también escribir que el empresario no tiene por qué ser el malo de esta película. En ocasiones se le achaca todo aquello que parece funcionar mal: la falta de oportunidades para Mengano, ese no dar cuartel a Zutano cuando podría romper, aquel dejar parado a Perengano porque se ha salido de madre con sus pretensiones… Todo eso, sin duda, ocurre, para qué vamos a engañarnos. Pero no conviene anotarlo generalizadamente en la responsabilidad del empresario; mejor es anotarlos en concreto tan solo en quienes sí se comporten, porque en esta actividad, como en todas, los hay buenos, malos y regulares.
Incluso en ese punto de polémica que en ocasiones rodea al empresario, constituye un error mayúsculo considerar que todo eso es cosa de los tiempos de los Lozano y los Chopera de hoy en día. Cuando hace ya muchas décadas aterrizó por Madrid don Indalecio Mosquera, también las hubo. Como pasó luego con don Eduardo Pagés, que lo mismo ofrecía una exclusiva a Juan Belmonte para que reapareciera, que se enfrentaba –y perdía- con Camará y Manolete por los honorarios del torero.
La afición como exigencia necesaria
Lo mismo que el empresario no lo es todo en la materialización en la organización y el desarrollo de un espectáculo, tampoco se le puede considerar ajeno, de forma tal que, como a cualquier otro actor de este Arte, conviene presuponerle el amor por la Fiesta. Desde luego, no es condición que venga exigida por el Derecho mercantil o el laboral; pero resulta indispensable; si no se siente la Fiesta, difícilmente va a cumplir sus responsabilidades. De hecho, quien tire de la memoria recordará casos de empresarios sin afición ni casi estima por el toreo, cuyo resultado final fue llevar a más de una plaza a su ruina económica y social. En suma, en esta materia nada diferente debe exigírsele al empresario que no se le haya pedido primero a todos los demás protagonistas en primera persona de lo que ocurre en cualquier ruedo.
Estoy por afirmar que es en ésta última condición donde radica la calidad del empresario. En suma, al empresario de toros se le debe exigir un fundamento privativo; su afición; pero demás resultan exigibles todas esas notas que caracterizan a cualquier actividad de negocio: ética, trasparencia, honestidad.
Pero sentado lo anterior, al empresario corresponden todas esas materias que, al final, permiten que a la hora en punto se inicie el paseíllo y que van desde acertar a vislumbrar cuál es el cartel que desea la afición, hasta tener a punto el último de los elementos materiales, de los que dependen el feliz desarrollo del espectáculo.
Reconozcamos que ese papel como organizador es muy complejo. Además, tiene sus riesgos, no sólo en lo que hace a la complejidad del negocio, que hoy en día no hay negocio que resulte sencillo, sino también en lo que se refiere a todo el engranaje que permite que cuanto ocurre en el ruedo pueda fluir sin complicaciones y a su hora, que eso es casi un milagro, con tantos palillos como hay que tocar.
Ahora y antes, en ocasiones planteamientos se han dado críticas más o menos radicales en torno a la gestión, en especial en aquello que algunos denominan el cambio de cromos, en razón de lo cual cada empresario intercambia con sus colegas a los toreros que mantiene en su nómina, hasta predisponer de antemano lo que constituirá la columna vertebral de cada feria e incluso de la globalidad del año taurino. Sin duda, este fenómeno ocurre, aunque tampoco se le debe dar un valor absoluto y universal, siquiera sea por una razón bien compresible: como el empresario aspira a que los riesgos que asume rindan una rentabilidad, ya tendrá buen cuidado de no contrariar tanto a la afición como para que le haga ascos al abono. Bastante trabajo cuesta hoy en vía llevar a las gentes hasta el tendido como para, además, poner nuevos obstáculos.
Los límites del poder del empresario
Todo lo cual no obsta para reconocer que no se puede ocultar que en ocasiones el empresario ejerce sus poderes bajo criterios que no pueden compartirse. Uno de esos criterios, de los que más relevancia radica en actuar como en lotes, en virtud de lo cual se ajusta con un torero por tantas o cuales corridas, que luego irá repartiendo a lo largo del año. Si con eso resulta que ambas partes salen beneficiadas, parece muy lógico. En cambio, carece de sentido taurino que por esas razones los carteles feriados se hagan como en serie, sin poner en valor la singularidad de cada afición, y, sobre todo, que por ese mantener el sota, caballo y rey se cierre el paso a aquellos otros nombres que en un momento se destacan; a la poste, acabamos conociendo en febrero los carteles que se anunciaran en septiembre, un verdadero despropósito
Una precisión marginal: este modo de comportarse no reside de manera única en las exclusivas, que han existido siempre. Cuando a una figura se le ofrece, o se le ofrecía antaño, una exclusiva, venía a ser como una apuesta a medio plazo. Tan convencido estaba el promotor que dicho torero iba a romper con fuerza en esa temporada, que le garantizaba un determinado número de festejos a una cantidad, generalmente elevada de dinero; en el fondo, lo que venía a hacer era adquirir los derechos de contratación, que luego negociaba con los demás empresarios. Ese otro proceder de contratar en lote, que antes criticábamos, resulta diferente, en la medida que se dirige solamente al autoconsumo propio de la parte contratante.
En cualquier caso, lo que siempre podría ser exigible es que el empresario no necesariamente eche sus conveniencias mercantiles por delante de las mínimas exigencias que corresponden con quien siente la Fiesta. Y es que al empresario se le debe conceder, no sólo la licitud de su actividad, que hasta ahí podíamos llegar, sino también la propia rectitud de sus comportamientos; pero se le debe exigir, además, que no renuncie primero a ser aficionado. Recuerdo un caso, huelga ahora los nombres propios, de unos empresarios convenciendo a un auditorio mayoritario indocumentado que lo adecuado era organizar un cartel tercer orden y celebrarlo además en un vienes a pésima hora; siempre pensé, y nada me ha hecho cambiar de opinión, que lo único que trataban era que resultara un fracaso: se trataba de un festejo que por contrato estaban obligados a organizar, pero que querían eliminarlo de las futuras condiciones de arrendamiento. Y lo consiguieron, naturalmente.
La otra gran cuestión, digamos que conceptual, en torno al empresario radica en si sus poderes deben o no ser casi universales. En la medida que constituyen uno de los goznes fundamentales sobre los que gira la Fiesta, cuando además son ellos los que arriesgan sus dineros, de siempre han tenido mucha fuerza en todo este entramado. Eso no es de ahora. En alguna ocasión se he contado el célebre pleito de Juan Belmonte con el empresario Sabino Ucelayeta, resuelto gracias a la intermediación de Joselito. Pero no debiera dejarse de valorar que cuando el torero ha tenido condiciones para ello, también ha dicho hasta aquí llegó el río; basta recordar el célebre caso de la almohada de Manuel Benítez, cuando puso en fila a todo el empresariado y, por la cara que tenían en la foto, estaban encantados.
En esto, como en otros aspectos de la vida, lo que en realidad se produce es un equilibrio de poderes, basado fundamentalmente en un mano a mano empresario-toreros, aunque también intervienen otros agentes de relevancia, tal cono los ganaderos. Ha habido épocas en las que el empresario tenía que ir corriendo detrás de la figura del momento; en otras, en cambio, los toreros debían guardar rigurosa antesala en el despacho de quien podía contratarles. En una economía libre, esta regla se cumple inexorablemente. Pero digo que de este movimiento, y bien que debiéramos sentirlo, el único que parece excluido es el aficionado.
La dimensión como criterio
Si a mayor abundamiento nos situamos en una economía globalizada –que de ser un elemento para la discusión entre intelectuales hoy constituye una realidad práctica y concreta palpable hasta en el último pueblo–, la empresa taurina sería suicida que se tratara de situar fuera de ese contexto. Pero globalización no equivale al “todo vale”.
Los negocios puede ser hoy universales, pero no por eso pueden perder sus propias reglas. Y así, si hablamos de la necesidad de competencia, en la economía doméstica encontramos un ejemplo clamoroso: en las bebidas de cola el mercado nos ofrece de forma muy mayoritaria sólo dos marcas, que encontramos en cualquier punto del planeta; sin embargo, no por ello desaparece la competencia entre ambas empresas, por el contrario: la reactiva. Y esto es así, porque la competencia no depende del número de agentes que concurren al mercado; su verdadera raíz radica en el equilibrio que se produzca entre esos agentes. Siempre será más competitivo un mercado entre cuatro empresas de capacidades parecidas que entre una muy grande y siete pequeñas.
Este criterio es perfectamente exportable a la economía y el mercado taurino. Tratar de promover una macroempresa, que por si sola controle todos los elementos que componen la Fiesta, siempre será perjudicial, por más que luego haya medio centenar de pequeños organizadores que hacen lo que pueden. Y esto no son teorías: no hace tantos meses ya se habló en España de la fusión de dos de las grandes, para crear una superempresa que acabaría controlando toda la cadena que se pone en marcha para organizar el espectáculo: plazas, toreros, ganaderías, etc. Eso no es globalización: eso de define como una posición de dominio que desbarata el principio de la libre competencia.
Pese a todo lo anterior, conviene no dejarse llevar por una cierta demagogia en torno al empresario y sus poderes. Es bien cierto que en ocasiones abusan; pero no es menos cierto que también en ocasiones se les achacan males que en realidad debieran anotarse en otros estamentos, comenzado por los reguladores de la Fiesta y acabando por los propios toreros. En esto, como en casi todo, nunca ha sido prudente juzgar en general, sino que hay a distinguir quien lo hace bien de quien lo hace mal.
El sistema de gestión
En la tarea que se le encomienda al empresario de toros incide, por otro lado, el sistema de gestión que se defina para cada plaza. Y así, en algunas ocasiones se acude a la explotación directa de las plazas por sus propietarios, al estilo de lo que hace la Meca con sus sanfermines. El sistema funciona, pero se pueden abrigar dudas muy razonables de si su extensión a otras latitudes es posible. Funciona, en gran medida, porque se trata de una tradición que se respeta y cuando por la singularidad del acontecimiento hay riesgo cero, en lo que se refiere a la taquilla. Es cierto que en la historia hubo otras experiencias altruistas, como aquella de Bilbao con las gentes del Club Cocherito. Pero no cabe idealizar este sistema: también se registran casos que se saldaron con fracasos ruidosos y no menos ruinosos.
Precisamente porque los anteriores son casos singulares, lo habitual es que se acuda a la fórmula de profesionalizar la gestión, ya sea mediante contratos de arrendamiento de las plazas, ya con el denominado sistema de la gestión interesada, en el que la propiedad se implica directamente en la gestión con un profesional en la organización y en la gerencia, como hoy en día es el caso de Bilbao. Cualquiera de ellos puede ser válido: su idoneidad radica en las condiciones que se establezcan para este convivencia entre la propiedad y la gestión. Por eso reviste tan importancia la elaboración de los pliegos en los que se regulen las condiciones de ese entendimiento mutuo.
Cuando, además, la plaza es de propiedad pública, como ocurre en la mayoría de los casos, junto a las exigencias establecidas en la legislación de la contratación pública, en una sociedad democrática no puede ser tolerable que en todo el proceso se excluya el principio de absoluta transparencia y de igualdad de oportunidades para todos los concurrentes. Obvio debiera resulta referirse aquí a que esos dos factores deben cerrar el paso a cualquier movimiento de tráfico de influencias y similares, que a la postre desembocan siempre en la corrupción.
Equilibrio entre beneficios económicos y sociales y taurinos
Si de ahí pasamos a la gestión de lo taurino, no sólo bajo la óptica de los economistas, es buena cosa que la Fiesta, en cuanto tiene de espectáculo, se salde con balances positivos. Entre otras razones, porque supone un signo de su salud social. De hecho, hoy observamos, como diferentes estudios han puesto de manifiesto, que todo cuanto ocurre alrededor de una Plaza genera un movimiento de creación de riqueza, directa e indirecta, muy a tener en cuenta. Pero también comprobamos que se trata de un negocio muy sensible a los factores que derivan de las situaciones de crisis, incluso hasta llegar a los resultados negativos. Permanecer insensible a estas dos realidades constituye un error de primer orden.
Sin embargo, hoy no se han resuelto de manera enteramente satisfactoria, se sobreentiende siempre que bajo el punto de vista del aficionado, algunos aspectos relevantes que inciden esa contraposición beneficios-pérdidas. No se trata ahora de enjaretar un documento acerca del negocio taurino, sino de dejar tan sólo algunas notas, que por razones varias llaman más la atención.
Quizás el más espectacular se refiere a los arrendamientos de los cosos que son de titularidad pública. En los últimos años un poco menos, pero los sistemas de las pujas en subasta han tenido en demasiadas ocasiones efectos perniciosos, cuando en realidad para las corporaciones propietarias se trataba literalmente del chocolate del loro, a efectos de sus presupuestos anuales. No se trata que las Corporaciones públicas hagan dejación de sus derechos y obligaciones; se trata de establecer criterios equilibrados, que dejen a salvo los intereses de ambas partes, pero que también tengan en cuenta los derechos de los aficionados.
Otros asuntos parecen, en cambio, menos resolubles. El principal de todos ello bien podría considerarse el precio, desorbitado en demasiadas ocasiones, en el que hoy se han puesto las localidades. Cierto que todos los espectáculos han subido una barbaridad sus precios, pero no parece que esa realidad permita dar por bueno que los toros sean hoy uno de los más caros. Tampoco esto es cosa de hoy; la polémica viene de muy antiguo. Cuando se repasan viejos textos taurinos, en especial en el cambio de siglo entre el XIX y el XX, se encuentran reseñas verdaderamente encantadoras, en las que se cuenta, y difícil resulta comprobar si narran hechos o si hablan por alegorías, cómo los aficionados, con tal de no perderse el acontecimiento que se anunciaba en su Plaza, llevaban hasta sus colchones a las casas de empeño, para tener así las pesetas que costaba una localidad.
Queda fuera de toda duda que los costos fijos que arrastra una corrida, con tantísimo personal como hay que poner en marcha y con los honorarios que hoy quieren cobrar todos –-que lo consigan después es harina de otro costal–, sitúa el listón del equilibrio patrimonial demasiado alto, que es lo que obliga a tratar al alza el precio de las localidades. Pero aún admitiendo lo anterior, siempre cabría el recurso a un remedio, no ciertamente casero, como sería la vuelta a las tradiciones del pasado. No hace tantos años, no todas las corridas de toros, por ejemplo, tenían el mismo precio en sus localidades: muy en línea con lo que dicta la economía de mercado: a mejor cartel, mayor precio, y viceversa. Y eso en nada impedía la existencia de los abonos, incluso de temporada.
Pero, en definitiva, esta batalla de los precios, no estaría de más que fuera motivo para la meditación de quienes viven profesionalmente de la Fiesta, no vaya a ser que de tanto llevar su cántaro a la fuente, ocurra lo que pasó en el cuento: que se acabó sin cántaro. Algunas ferias recientes han sido un buen ejemplo: hasta a los toreros les resultaba en muchas ocasiones un mal negocio intervenir.
Sin embargo, frente a este problema no necesariamente habría que predicar la resignación de la cartera de los aficionados, o la de los profesionales de la Fiesta. Una vía, y no pequeña, podría encontrarse si se alcanzara a dar un tratamiento más razonable y lógico en materia fiscal. Que una novillada sin caballos tenga proporcionalmente tantos compromisos con el erario público que aquella corrida de feria con las figuras relevantes del momento, parece un sin sentido, con permiso del señor ministro de Hacienda.
Entre un tratamiento fiscal ajustado y unos ciertos compromisos de las corporaciones propietarias, todo ello con las debidas precauciones para evitar fraudes y picarescas de los organizadores, podría localizarse un camino, en especial de cara a los espectáculos menores, que son tan deficitarios cuando sin embargo resultan indispensables para garantizar el futuro.
¿No es hora del I+D+i taurino?
No puede negarse que la Fiesta ha mejorado en su gestión, ha orientado no pocas de sus dificultades, aunque en el camino haya dejado parte de su romanticismo. Y en todo eso, el empresario tiene que ver bastante. Sobre todo, cuando ha acreditado su afición. Le falta, eso sí, la trasparencia que hoy se exige a cualquier empresa mercantil; la carencia no es pequeña.
Pero cuando caminamos por el siglo XXI no puede contemplarse cualquier hecho empresarial –grande, mediano o pequeño— sin una referencia a la perentoria necesidad del I+D+i, que como en cualquier otro hecho de mercado es donde radica la viabilidad del futuro. La Fiesta no debiera ser una excepción.
En nuestro caso, se trata de un I+D+i bastante singular y diversificado, mucho más que el que afecta, por ejemplo, a un determinado proceso industrial. Pero eso no supone que no debe tener su sitio.
Salta a la vista el caso de la crianza del toro de lidia, factor capital en la Fiesta. Lo que hasta ahora se ha hecho –meritorio pero insuficiente— prácticamente se ha circunscrito al ámbito de los ganaderos, que en algunas pocas ocasiones han tenido la fortuna de contar con ayudas procedentes de programas públicos de apoyo a la investigación. Lo que aquí se reclama es que sea toda la estructura, pública y privada, de la Fiesta se implique en estos proyectos, como un compromiso colectivo para la pervivencia de una raza animal tan específica y propia como el toro de lidia.
Pero también hay otros campos. ¿Acaso carece de interés que se avance en la investigación médica en cuanto se refiere a la cirugía taurina? Por fortuna, en nuestro país contamos con manos muy expertas; pues pensamos que avances podrían desarrollar si, además, se les dota de medios. Pero, al igual que en otras actividades de negocio, el I+D+i no es ajeno a materias como los sistemas de gestión empresarial, el marketing, las técnicas de promoción, el impacto de la sociedad de la información, etc. Nada impide que también la Fiesta se incorpore a esas dinámicas. Tan sólo se necesita que cuando integran la Fiesta se comprometan con ello.
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