Vicente Barrera ha dicho adiós a su plaza y a su tierra. Y lo ha hecho con honores de salida por la Puerta Grandes, tras haberle cortado las orejas a su último toro en aquel ruedo. Fue un “juanpedro” con el torero construyó una faena templada y con buen sentido, culminada luego con una buena estocada. Un muy digno adiós.
Al escalafón superior Barrera llegó con la fuerza que aporta haber abierto la Puerta del Príncipe de la Maestranza sevillana. Y a Sevilla había llegado como si fuera a enmendar un error histórico: su tío, Vicente Barrera, que tuvo un lugar de respeto en los ruedos, jamás había pisado el albero sevillano. Lo cierto es que, como luego se ha visto, el éxito maestrante no fue casualidad, porque por los ruedos de España este nuevo Vicente Barrera no ha pasado desapercibido.
Si su estoico toreo no resulta, al menos para algunos, el origen de ese pellizco tan taurino, deben reconocérsele al menos dos méritos y no pequeños: la coherencia a un estilo propio, dicen que amanoletado, y la consideración hacia el público, que le lleva a ser un torero responsable. Cuando, además, el toro mete la cabeza, la suerte le sale limpia y profunda. Bagaje más que suficiente para circular con holgura por los ruedos. Y así lo ha hecho.
Luego las lesiones, y en algunos momentos una administración en ocasiones dubitativa, rompieron en ocasiones la regularidad de su trayectoria. Pero en ella siempre bubo dignidad y, sobre todo, un profundo respeto por la profesión que eligió cuando ya había concluido su carrera universitaria. Alguien que para nada necesitaba de los ruedos, con su vida resuelta en la vida civil, sólo desde una afición profunda y sincera se comprende que decidiera abrir una puerta a la tradición familiar de los ruedos.
Por eso ahora, cuando inicia su etapa final, Vicente Barrera merece iniciarla desde el reconocimiento, ese reconocimiento que se le quiere tributar desde estas paginas.
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