BILBAO. Séptima del abono. Más de tres cuartos de entrada. Toros de El Pilar –el tercero como sobrero–, con presencia y, en general bravura y nobleza, pero venidos a menos; el más incómodo, el quinto. Manuel Jesús “El Cid” (de azul marino y oro), una oreja y ovación. Sebastián Castella (de azul noche y oro), petición y saludos tras un aviso y palmas tras aviso. José María Manzanares (de nazareno y oro, con unos detalles bordados en seda lila), ovación con aviso y palmas tras aviso.
La muy larga y en esta ocasión tediosa corrida empezó como de champan francés y acabó en gaseosa sin burbujas y a granel. Esa es la realidad de los seis toros lidiados por la familia Fraile con el hierro de “El Pilar”. Echaron como primero un toro bravo, noble y repetidor, bien que con las fuerzas justas. Si la corrida iba a salir así, a repartir champan entre todo el personal, porque aquello iba a ser de órdago a la grande. Pero la cosa cambió de inmediato: con el resto que salió por chiqueros, como mucho la convidada tenía que ser con gaseosa. Cierto que todos ellos tendieron a ser bravos y dulzones, sin ganas de molestar más que lo indispensable; pero carecían de las burbujas necesarias para que el toreo tenga emotividad y fibra. También es verdad que en el caballo se rompieron mucho; pero si les dio tanta candela a todos era, por un lado, porque empujaban con fuerza y continuidad; pero, por otro, porque los toreros no medían el castigo y con tales descuidos sólo cabía lo que luego ocurrió: que a las primeras de cambio ya dejaban ver que iban a ir desinflándose con prontitud ante la muleta.
Pero no nos engañemos: corridas así, salvo en volumen y pitones –¡qué no es chica la diferencia!–, son las que se ven a diario por tantas plazas en los carteles de cinco tenedores. Por eso están tan solicitadas las ganaderías de este corte. Pero con ellas el triunfo rotundo, el que se recuerda en el tiempo y es capaz de fundamentar una carrera, es un empeño imposible. Puede haber más o menos plasticidad, pero la estética en solitario no es el toreo; además exige un punto de riesgo, profundidad, hondura, sentimiento… Todo eso que faltó en esta penúltima de la serie bilbaína.
Manuel Jesús “El Cid” tuvo la suerte de que le correspondiera el mejor del lote. El de Salteras anduvo fácil y en algunos momentos hasta sacó un toreo más profundo. Todo formando un trasteo de nivel, que después de un buen espadazo, mereció el reconocimiento de una oreja. Mi duda es si la calidad del enemigo no exigía estar mejor, sensiblemente mejor. Con el cuarto anduvo fácil ante un toro bonancible, pero venido precipitadamente a menos.
Tampoco el dulce segundo andaba muy sobrado de fuerzas. Pero la muleta de Sebastián Castella se manejó con mimo, sin brusquedades ni tirones. Gracias a esos cuidados, pudo construir varias series meritorias sobre ambas manos. Luego se fue detrás de la espada, enterrándola toda ella arriba. En esta ocasión, don Matías no estaba por conceder el trofeo que pedían prácticamente los mismos pañuelos que los del primero. En el quinto, que muy pronto se agarró al piso, a Castella sólo se le puede poner la pega de la reiteración: ante lo que no puede ser, ¿para qué insistir una y otra vez?. A esa figura los toreros de hoy le llaman “justificarse”, pues vale, se justificó. Con la espada, en cambio, no se justificó sino todo lo contrario: le propinó dos bajonazos alevosos.
Volvía a Bilbao José María Manzanares, tras la locura que según cuentan las crónicas desató la tarde anterior en Almería. Para explicar la diferencia con lo de hoy, El Gallo diría aquello de que es que Bilbao quedaba muy lejos; podríamos nosotros decir lo contrario: es Almería lo que queda a distancia. Pero lo cierto es que parecía que en el camino se había evaporado lo mejor. Con el mastodóntico sobrero de 683 kilos, que lidió como tercero, tuvo momentos brillantes, incluso muy brillantes, pero en su conjunto le faltó rebozarse, añadir ese plus que es necesario para romper una tarde. Bien es cierto que la mole de “El Pilar” se vino pronto abajo, pero con todas los atenuantes que se quieran, allí faltó algo. Con el que cerraba plaza, que tenía calidad en sus embestidas, sencillamente cumplió sin agobios.
Por cierto, en estos días he observado dos matices que me han llamado la atención. El primero es que Manzanares tienden a abusar de las series muy cortas de muletazos: como mucho, tres y el de pecho. El segundo, la reiterada costumbre que ha cogido El Juli de agarrarse a los lomos del toro antes de dar el pase de pecho. Si la observación primera resta contundencia a las faenas, la segunda es, sencillamente, antiestética. Pero, como diría el castizo, “de lo suyo gastan”.
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