Pamplona. Novillada de feria. Más de tres cuartos de entrada. Novillos de El Parralejo, correctos de presentación, de mal juego ante el caballo, pero nobles ante la muleta. Javier Antón (de azul cobalto y oro) , silencio tras aviso y una oreja. Rafael Cerro (de azul cielo y oro), vuelta al ruedo tras aviso y ovación tras dos avisos. Posada de Maravillas (de azul eléctrico y oro), silencio y dos orejas; salió a hombros por la Puerta Grande.
Ha sido tarde de profundos contrastes, la representación en su estado más puro de la dureza de este oficio que se desgrana en un ruedo. Un torero, Posada de Maravillas, que irrumpió con fuerza, hasta con ese descaro de los pocos años, tanto como para abrir justamente la Puerta Grande. Otro, Rafael Cerro, que tenía que haberle acompañado en semejantes honores, que se lo tenía ganado a pulso en sus dos novillos, pero que en ambas ocasiones le puso unos imposibles cerrojos con el mal uso de los aceros.
Valiosa fue, desde luego, la faena de muleta de Posada de Maravillas ante el que cerraba plaza. Por lo menos, tan redonda como la de Olivenza, sólo que con novillos de más respeto. Un muñeca que sabe imprimir temple y cadencia a cada pase, sin otros aditamentos que el toreo de verdad. De ahí nacieron unas series muy estimables tanto con la izquierda como con la derecha. Y todo pausadamente, sabiendo medir los tiempos y el espacio. Y lo que más llama la atención: todo eso con tan sólo cinco novilladas en su haber. Ya con su primero había apuntado detalles buenos, pero el novillo se vino tan pronto abajo que era imposible alcanzar mayores logros. En ambos, además, estuvo contundente con la espada. Qué interesante resulta esta promesa, es como un golpe de aire fresco, pero con sabor a tradición.
La otra cara de la moneda. Ha sido sin duda la tarde más torera y más asentada que le hemos visto a Rafael Cerro. Tenía que haber sido día de Puerta Grande, de romper con fuerza en una plaza de primera. Sin embargo, por media docena de segundos no vio como su segundo no se le iba vivo a los corrales. ¡Esa espada, torero! Lo preocupante es que no es precisamente el primer triunfo que se le escapa a la hora de la verdad. En esta tarde por dos veces. Y mira que en Pamplona estuvo templado y sereno, gustándose en todo momento, nada de arreones y agobios; hasta derrochó variedad con el capote. Pero, al final, una excelente tarde fallida, algo peor que un mal dolor de muelas.
Abría terna el navarro Javier Antón. Así como con su buen primero no consiguió centrarse hasta muy mediada la faena, con el que hizo cuarto salió más resuelto y sereno, llegando a redondear series, sobre todo con la mano izquierda, manejando bien los engaños. No hizo mal papel el torero local, al que se le premió con una oreja.
Todo ello fue posible porque a la plaza pamplonesa –daba gusto ver los tendidos con tanto personal– vino una pareja novillada de El Parralejo, que a duras penas se tapó ante los caballos, pero ante los engaños tuvieron nobleza, tan sólo matizada por la escasa duración de algunos animales. Pero para el torero tuvieron mucha clase. Tanta bondad que hasta aguantaron la desastrosa lidia que se les dio: qué desastre de suerte de varas, qué desorden y qué malos modos con las banderillas. Ni en un capea de pueblo se ven semejantes espectáculos.
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