Algo tiene este Madrid que hasta cuando el invierno –el taurino, que es más impactante que el otro– se nos va echando encima, sigue siendo el epicentro de todo. Entre que la temporada americana no está resultando demasiado apasionante, basta ver cuánto trabajo cuesta hoy salvar la vieja concepción de hacer las Américas y tanta incertidumbre como reina en el toreo, con la crisis y con lo que no es la crisis, al final todas las miradas coinciden en la Plaza de la calle de Alcalá, en lo que representa y en lo que estarán pensando sus gestores y sus propietarios.
La realidad es que el año taurino de Madrid no ha sido precisamente bueno, se mire por donde se mire. Si fuera de los abonos las asistencia de público ha resultado deprimente, cada vez que ha tocado renovar los abonados han disminuido, un año más. Resulta un atrevimiento creer que vamos camino de aquel triste periodo de Canorea y Berrocal, que al menos tuvo una cosa buena: desde aquel profundo pozo se construyó la etapa floreciente de Manolo Chopera, de la que aún hoy somos deudores.
Aunque Martínez Uranga, gestionando Madrid, se muestre tan convencido que ésto se acaba –“mis hijos serán la última generación que comerá de esto”, vino a decir–, la Historia atestigua que es tal la fuerza telúrica que tiene la Fiesta que siempre acaba saliendo de todos los charcos en las que la meten entre unos y otros. La cuestión es cómo y a que precio va a ocurrir esa nueva resurrección. Desde luego, por sí sola no resolverá la situación.
Quizás sin pensar ese futuro a medio plazo, sino refiriéndose a lo más inmediato de “cómo va lo mío”, cuando se da una vuelta por los corrillos taurinos, a groso modo se dan, entre otras, dos argumentaciones que llaman la atención.
Entre profesionales, del primero y de otros niveles, la incógnita que más cuentan radican en la fecha en la que al final se les liquidará la temporada de 2013, comenzando por los derechos de imagen del canal de toros, que aun están por cobrarse, según dicen. Desde que la polémica con Roberto Domínguez dejó al descubierto que a una primera figura –a no pocos ganaderos también– después de más de un año aún no le habían liquidado las cuentas, el tema tomó carta de naturaleza.
En realidad, los toreros y sus mentores debieran reconocer que cuando arrumbaron –por sí o a la fuerza– aquella vieja costumbre de que a las 12 de la mañana del día de la corrida se cobraba lo estipulado, cometieron un error de libro, que aún hoy siguen pagando. Era el precio que asumían por tener cerrado en marzo la inmensa mayoría de los contratos del año, a costa de aceptar ese “ya liquidaremos”.
Puede resultar más cómodo tener la temporada apalabrada –que es muy distinto que cobrada–, pero ellos dejaron ir la ancestral costumbre. ¿No tenía mucho más sentido, por ejemplo, aquel antiguo uso de contratar esta corrida a tanto más tanto más si se pone el “No hay billetes”?. Hay que reconocer cuando se cambian seguridades por riegos lo que nacen son nuevas incertidumbres.
Pero si en esas andan los toreros, entre los aficionados la cosa va de los abonos, por decir más propiamente: de la estructura nueva que tendrá la temporada de Madrid. Por un lado, no nada suena mal el propósito de Taurodelta de construir un solo abono para la primavera, arrumbando el mal parto que fue la ”Feria del arte y la cultura”; cómo también se da un aprobado casi general a la idea de cambiar en la programación novilladas por corridas de toros.
Ahora bien, ¿todo eso cabe en las condiciones del pliego firmado? Hay dudas, sobre todo porque la Ley de contratos con la Administración –que lo vayan preguntando a la Diputación de Málaga– deja muy poco margen a la inventiva y los cambios. Pero si se resuelve el aspecto legal, detrás viene la búsqueda de la fórmula, que parece casi mágica, de cómo conseguir que ese escaso cuarto de plaza habitual se vea engrosado en número suficiente para que no resulte condición necesaria para la empresa trabajar a pérdidas el resto de la temporada.
Jugando con un factor y con otro, la realidad nos lleva a pensar que Madrid está en la tesitura de decidir que en adelante tiene que ser otra cosa. Habrá que mantener intocable el principio de que es plaza de temporada, no tanto por lo que supone en la capital de España, que es mucho, sino sobre todo por lo que representaría lo contrario para la Fiesta en su conjunto.
Pero carece de lógica y sentido mantener ese criterio inamovible sin buscar posibles alternativas que den solución a los problemas vigentes. Algunos piensan en la conveniencia de que en la legislación sobre consumo se hiciera una excepción en el caso de los abonos taurinos, que hoy vienen obligados a tener cerrados por completo los carteles antes de que se compre el abono. Hasta entonces, en muchas plazas de España el abono de temporada se podía comprar en blanco y se comenzaba a pagar, si era necesario, a partir de enero. ¿Este cambio es posible? Ni se sabe. Lo único seguro es que en el caso de Madrid resultaría muy conveniente, por más que hubiera que hacer todas las salvaguardas necesarias en defensa de los derechos de los consumidores.
Y antecedentes hay: ¿Acaso en el futbol no se adquiere un abono general, con el añadido suplementario y voluntario de las competiciones europeas? Cierto que en este caso, cuando el aficionando adquiere su localidad ya conoce los 20 equipos van a dilucidar entre sí el campeonato. Pero nadie lea garantiza si en esos 20 partidos estará o no Ronaldo, por ejemplo; jugará, eso sí, su equipo preferido, sin embargo eso al final no deja de ser una generalidad. Si es que Ronaldo y sus colegas no forman parte más que de la mitología, la distinción no es muy diferente si se aplica a la presencia o no de El Juli o de Morante en un cartel.
Llevada a lo taurino, una fórmula de este tenor permitiría, entre otras cosas, que la reducción de precios para los abonados fuera algo mucho más que casi simbólica como ahora ocurre. El ejemplo lo tenemos, sin ir mas lejos, en los abonos de la tercera edad, que esos no fallan, precisamente por el precio al que salen. Desde luego, lo que no se sostiene, salvo que juguemos a devaluar la cartelería hasta niveles ínfimos como ocurrió en 2013, es mantener criterios muy estrictos sin, a cambio, buscar soluciones a problemas que hoy son ya endémicos.
Si a todo ello se le añade el condimento necesario de echarle un poquito de más imaginación a la organización y a la propia programación, a lo mejor por esos caminos se encuentra lo que hoy no pasa de ser un auténtico “bálsamo de Fierabrás”, aquel ungüento que todo lo curaba.
Otrosí conveniente
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