La tarde discurría inundada por la nada. Una de tantas sin sal y sin pimienta. Como el poco contenido de los toros con el hierro de El Tajo y los dos sobreros que fueron necesarios. Hasta que salió el 6º y Álvaro Lorenzo explicó a los tendidos como se lancea a la verónica. Fueron como un despertador frente al sopor. Buenos principios con la muleta en la mano derecha, más trabajosos con la zurda y vuelta a la diestra, aunque ya desiguales. Pero el animal se vino abajo y en adelante el trasteo no pudo tomar vuelos de mayores honduras. Esos destellos puntuales del toledano y la alegre firmeza de Román, siempre citando de largo y ajustado, fueron las escasas notas de una tarde muy poco sinfónica.
En ocasiones tan grises –que en sus diversas tonalidades en el ruedo había hasta cuatro ternos de similares sedas–, el maestro Cañabate, de tan recomendable lectura cuando han pasado los años, siempre tenía a mano un relato costumbrista, que nos descubría esos pequeños secretos de la vida madrileña. Pero en ese recurso, el maestro no admite imitaciones. O sea, que nos seguimos manteniendo en la nada de un festejo que se prolongó tediosamente por dos horas y media.
Comparecía por única vez en el largo abono quien es hoy la primera figura de México. Antes, estuvo ausente en Valencia y en Sevilla. En esta oportunidad, no tuvo la suerte de cara Joselito Adame. No se entiende muy bien que quien manda en el escalafón del país hermano, nunca haya terminado de romper de verdad en España. Y menos que nunca haya tenido un sitio preferente en los carteles. Tampoco enloqueció precisamente a nuestra afición el gran Manolo Martínez, pero siempre se le respetó su sitio las veces que vino. Son las cosas que hacen tan diferentes a los despachos del mundo del toro.
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