Roberto Domínguez y Fernando Cepeda están considerados en el mundo del toro como dos personas mesuradas y ecuánimes, que rara vez se colocan en posiciones estridentes. Y en este contexto hay que valorar sus respectivas declaraciones, denunciando que el grupo de los grandes empresarios están decididos a romper las reivindicaciones de las figuras en torno al ejercicio de sus derechos audiovisuales, mediante el boicot a sus contrataciones para las ferias.
Esto del boicot a los toreros cuando salen “protestones” es cosa tan antiguo como la Fiesta misma. La historia cuenta que en todos los casos acabaron imponiéndose las figuras, por una simple razón: no se conoce aficionado alguno que haya comprado su entrada para ver al empresario en su burladero; si lo hace es para presenciar la actuación del torero. Nada improbable sería que ahora volviera a ocurrir lo mismo.
En Valencia vamos a comprobar cuál el tirón que tienen en la taquilla unos carteles en los que se ha prescindido de una mayoría de figuras por este pleito. Ese va a ser un buen termómetro para unos y otros.
Pero más allá de esta realidad, plantear este tipo de boicot supone una torpeza. En primer término, porque no deja de ser una manifiesta falta de respeto al aficionado, que merece que se le ofrezca la mejor cartelería posible, sobre todo en las ferias que requieren un desembolso económico fuerte, cuando además su precio no se modifica porque el presupuesto de organización se haya reducido. Eso de dar menos por el mismo precio no hay quien lo asuma.
Pero, además, porque plantear el problema en esos términos y hacerlo corporativamente –aunque sea de manera no confesada oficialmente– conduce a camino de difícil destino. Por un lado, porque tácitamente presupone que los empresarios reconocen que los verdaderamente fuertes en este mundo son los toreros, dado que tan sólo aliándose entre todos ellos pueden intentar ganarles la batalla.
Por otro, porque tras la experiencia de Valencia, los toreros controlados por las grandes empresas han quedado como meras marionetas en manos de sus mentores, posición bastante desairada ante la profesión y ante los aficionados. El primer día puede ser que algún compañero se alegre, porque así puede conseguir un paseíllo más para su cartera de contratos; pero a medio plazo se dará cuenta que la marioneta son ellos y escarmentaran de la aventura.
Y nada digamos del costo en imagen que tiene este asunto, porque si todo esto se convierte a la postre en una especie de informal referéndum en el que hay que elegir entre los toreros y los empresarios, todo lleva a pensar que lo pierden, siquiera sea por la mala imagen que tienen los gestores, que no es poca, por más que en ocasiones sea injusta.
Acostumbrados como están a poner a todo el mundo en fila y sin rechistar, como si de escolares de primaria se tratara, se pueden llevar un señor chasco. Y, de paso, un “siete” en sus cuentas. Lo que nadie les puede quitar es que en los negocios equivocarse es libre, sobre todo si se paga con la propia cartera, no con la de los dineros públicos, que son a los que suelen acudir cuando andan en apuros.
Y como entre ellos suele haber menos solidaridad interna de la que parece, o muchos nos descuidamos o lo que al final van a conseguir es dejar tirado en posición desairada a su colega Simón Casas, que es el que ha roto filas. Es como quedará, por ejemplo, si Canorea pese a la televisión contrata a todas las figuras para su feria en Sevilla. Y sin poder echar mano de José Tomás, que no permite las cámaras, En unas semanas salimos de esa duda.
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