Nicanor Villalta: «A mi la que más me gustó siempre fue la suerte de matar»

por | 19 Sep 2010 | Retazos de Historia

“El que a usted le diga que no ha visto una corrida mejor, no tiene importancia. Lo trascendental es que se lo diga yo, que soy de la quinta de Narváez. Pues bien, ni Narváez ni yo hemos visto nada semejante. Quede, pues, la fecha del 21 de agosto de 1925 como efemérides gloriosa que desde ahora sumo a las dos que más profundamente me han conmovido: la declaración de la guerra europea y el día venturoso en el que  Gillete anunciaba a la Humanidad que había inventado la máquina de afeitar”.
 
Así escribía don Aureliano López Becerra, “Desperdicios” en la revista taurina, de esta corrida en la que Nicanor Villalta, “Litri” y El Niño de la Palma” lidiaron y dieron muerte a seis toros de don Argimiro Tabernero. Muchos años después, tantos como cincuenta, Villalta me contaba: “Cómo no me voy a acordar de aquella tarde. Se cortaron cinco orejas. A mi segundo le pegué un espadazo enorme. Con los primeros cuatro muletazos ya pude a la plaza en pie. Aquella tarde fue una verdadera revolución”.
 
Turolense de nacimiento, su infancia transcurrió en tierras mejicanas, “en aquellos tiempos en los quela gente  se iba a hacer las Américas” puntualizaba. Y la casualidad, o lo que sea, quiso que compartiera las aulas escolares con Juan Silveti, Gaona, el Reverte mejicano… “Así empecé a entrar en el ambiente taurino, porque en mi casa no había ninguna tradición. Nos íbamos al matadero, donde pagábamos dos pesos por torear. Al principio no salía, hasta que un día se empeñaron los amigos: <ya que pagas, tienes que torear>. Le pegué tres muletazos al becerro y al cuarto salí rebotado”. 
 
Pero la aventura mejicana acabó pronto. “Es que estalló la revolución y nos fuimos. Pero me dio ocasión para conocer a los hermanos Zapata y a Pancho Villa. ¡Vaya gente! A raíz de aquellos nos fuimos a Cuba. Pero como ya quería ser toreros, empecé a viajar a España”. Y entre divertido y asombrado, recordaba como por tres años consecutivos le dieron por inútil en quintar porque era demasiado alto.
 
En España debutó el año 19, en la parte seria del espectáculo de “Llapiseras”, como tantos y tantos han hecho en la historia del toreo.  “Yo fui torero por verdadero milagro. Como no sabía el oficio, la gente se metía mucho conmigo cuando me salía un toro difícil. Pero con el bravo, el que se reía era yo”. Apadrinado por Villita, consigue torear como novillero en Zaragoza. “Como saldrían las cosas que esa misma tarde le dijo a mi padre:<tu hijo no puede ser torero aunque vuelva a nacer>. Claro me veía tan alto, tan desgarbado…”.
 
Pero las cosas se enderezaron, hasta llegar a la novillada del 2 de mayo del año 22 en Madrid, cuando cortó la primera de las 52 orejas con las que fue premiado en la plaza capitalina, una cifra que aún no ha sido igualada. La alternativa la tomó en San Sebastián el 6 de agosto de aquel mismo año. “Tras aquella primera novillada, en Madrid me pusieron otras tres tardes más; en la última me dieron una cornada grande, que además se curó mal y obligó a dos operaciones de las que aquellos tiempos. A San Sebastián con la herida abierta y después de estar más de 20 días en la cama. Pero no podía dejar de ir. Había estado allí de novillero y, como anduve bien, el empresario Sabino Urcelayeta me ofreció la alternativa y tres corridas más a seis mil pesetas cada una”.
 
Y en seguida la confirmación en Madrid. Y a circular. “En aquella época había toreros extraordinarios. Mejor dicho, había ocho o diez toreros de verdad y cinco o seis matadores de toros”, en lo que más que un distingo si a continuación se puntualiza que la conversación giraba, precisamente, en torno a la suerte suprema. “A mi es la que más me gustó siempre. En el carretón entraba cientos de veces. Cuando uno cita a recibir, adelanta el pie izquierdo, trae a jurisdicción al toro y mientras lo embarca en un pase de pecho el toro solo se mete la espada. El volapié, al menos para mí, es más fácil porque uno es el que hace por el toro”.
 
En el año 43 lo dejó. “Me despedí en cuatro plazas: Salamanca, Valladolid, Madrid y Zaragoza”, puntualizaba. Y se fue para casa, con tres cornadas grandes nada, “y eso que decían que era muy torpe”. Las cosas le rodaron regular, pero Villalta no se quejaba: “hay que ser un señor, maño; la vida es maravillosa, y hay que ser un señor, que caramba. Tengo muchos y buenos amigos. Y hasta se acuerda la gente de mí. El otro día iba para el Círculo de Bellas Artes, donde me paso las mañanas y todavía un señor me paró en la calle para que le firmara un autógrafo. Es bonito, después de tanto años todavía a quien se acuerda de uno”.
 
Para entonces su preocupación mayor era por la Fiesta, porque veía cosas que hasta le enfadaban. “Con tanto pico de la muleta como se empelar; con el Reglamento,  que se ha quedado anquilosado… ¿Pero tú crees que es posible que al final los niños que van a poder entrar en la plaza sean los de pecho? Y luego, claro, esos petos y esas puyas, que con una cosa y con otra le pegan un sopapo al toro de tres cuartas”.
 
Y se nos fue sin haber podido cumplir su sueño: “Daría algo por tener buena voz para cantar una jota. Lagartijo la cantaba enorme”. Pero permaneció fiel al amor de su vida, la Pilarica, “eso es algo grande, maño”.
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