SEVILLA. Tercera del ciclo ferial. Media plaza, en una tarde espléndida. Toros de Montalvo (3º y 4º como sobreros), de adecuada presentación, pero muy blanda y sin casta. Manuel Jesús “El Cid” (de marino y oro), silencio y silencio. Daniel Luque (de verde botella y oro), silencio y silencio. Pepe Moral (de agua de rosa y oro), silencio y una oreja.
Aunque, como tantos y tantos, se haya echado en manos del monoencaste domecq, en detrimento de lo histórico de Martínez, mira que resulta interesante el trabajo que viene haciendo Juan I. Pérez Tabernero con el hierro familiar. Y mira que de salida el toro que abrió plaza despertó las esperanzas, porque sacó una raza de la buena, que luego por lesión o por otra causa duró un suspiro.
Sin embargo, lo cierto y verdad es que en Sevilla y por su feria se pinchó este globo. Por el bien de la Tauromaquia, deseemos que sea un hecho circunstancial. Pero que de ocho toros que lidió –los titulares y los dos sobreros– ninguno tuviera el fondo necesario para la lidia, incluso los que contenían la virtud de la raza y la nobleza, debe resultar para un criador algo extremadamente preocupante.
Ahí sí que no cabe el habitual consuelo del taurino, cuando ante el petardo de una ganadería a medida de figuras, repiten eso de que “no pasa nada, lo bueno está todavía en el campo”. Cuando ocho de ocho carecen de la fortaleza y la raza mínima que debiera caracterizar al toro, algo falla. Lo del viejo refrán “Doctores tiene….”, que en esta caso se expresaría como que veterinarios y expertos tiene el campo bravo para estudiar las circunstancias. Pero si fuera por lo de esta tarde en la Maestranza, hay que repetir lo que decía el médico de cabecera: “no me gusta nada el color del enfermo”.
Pero como es rigurosamente cierto lo que nos dice la vieja obra de teatro: “hasta el final nadie es dichoso”, cuando en la anochecida tocaron a matar al último de la tarde –que hacía en medio del tedio general el número 8– de repente surgió algo poco menos que un milagro. El de Montalvo, como antes sus hermanos, no presagiaba nada bueno; de hecho, le “salvó la campana” de ser también devuelto a los corrales. Ni ante el caballo, ni en el segundo tercio dejó al menos un guiño de lo que podría pasar.
Y es que en realidad lo que pasó, que fue importante, ocurrió muy a pesar suyo y gracias tan sólo y nada más a que Pepe Moral, con excelentísima técnica y jugándose de verdad los muslos, lo metió en la canasta. Todo el mérito fue suyo. Tiene pero que mucha usía embraguetarse con un toro que no había dado señales de si iba o de si no, meterle la muleta en el hocico para tirar de él tan templadamente, ligar los muletazos en un palmo de terreno, inventarse, en fin, una faena maciza por la nadie daba un duro. Y todo sin una duda, sin tomarse un respiro.
De quitarse respetuosamente el sombrero ante tanta hombría y ante tanto torero. Pocas orejas veremos en esta feria tan meritoria y tan honradamente obtenida como la que ha paseado esta tarde Pepe Moral, en medio del reconocimiento general.
Hasta este minuto final, minuto de gloria, la realidad era bien distinta. Tanto que hasta entonces, en medio de ese desolador contexto ganadero y el correspondiente deslucimiento de la lidia, cómo estaría discurriendo la cosa que la ovación de la tarde ocurrió en un entreacto y había estado dedicada a un chiquiillo que en los tendidos de sol dibujó con sus capotillos unos garbosos lances y una simpática revolera.
Damnificados por el petardo de Montalvo, ni Manuel Jesús “El Cid”, ni Daniel Luque pudieron darse una alegría, o al menos una sonrisa ocasional. Una lástima, porque entre la nebulosa de los “montalvo” parecía intuirse a un Cid muy recuperado de su bache: era otra muy distinta su actitud. Pero otro tanto ocurría con Daniel Luque, tan recompuesto como acabó la pasada temporada. Los dos quedan en expectativas de mejores destinos en su segunda tarde.
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