Hace algunos meses me recriminaba un amigo esa constante dedicación mía al tema belmontiano; ese traer a las cuartillas a Juan…, hasta cuando no estoy escribiendo sobre Juan. Y al oponer yo, como argumento defensivo de fuerza, lo inconcebible que sería, en tema de “distancias” no tomar base en el “metro”, él me dejó parado con este ingenioso retruque:
–No; esa no es razón. Porque bien está que cite a Belmonte como indiscutible unidad de medida del arte de torear. Pero lo que no está bien es que, rebasando con amplitud inadmisible la simple referencia al nombre, nos hables a cada paso de Juan…, y de lo que es Juan; es decir: del “metro”, y de “la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano que pasa por París”.
Falto de recursos dialécticos para pulverizar el certero metrallazo de mi amigo, acaté la censura y acepté, con pena, mi título de machacón impenitente.
Pero miren ustedes por dónde a los pocos días de aquello me vino la venturosa rehabilitación de la mano de Alberto Polo:
–EL RUEDO –así me habló su director– está en vísperas de cumplir la “edad” muy respetable de un millar de semanas; y yo quiero algo de usted para ese número 1.000.
–¿Algo –le pregunté a título de aclaración– sobre determinado tema concreto?
–¡Pues claro que sí –respondió con firmeza–: sobre el concreto y eterno tema “Juan Belmonte”!
No puedo ocultar el gozo que me produjeron aquellas palabras. Y, más que las palabras en sí, el tono resuelto y seguro con que las matizó; la expresión de sorpresa que reflejó en la cara ante el hecho de que yo, belmontista apasionado, concibiera la posibilidad de que mi artículo para el número 1.000 de la revista no tocase el tema del trianero glorioso.
Y es que a mí, en estos tiempos en los que tanto se dan las juventudes pedantes iconoclastas, me emociona mucho comprobar que todavía quedan jóvenes reverentes y admirativos hacia un pasado siempre presente… a fuerza de ser imperecedero. Jóvenes, místicamente exaltados, que no se cansan de escuchar aquello de que el “metro” es “la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano que pasa por París”.
Yo voy a decirlo una vez más. Voy a decir lo de siempre; pero procurando destacar unos sabrosos matices más íntimos, menos conocidos y muy fecundos en consecuencias.
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Juan Belmonte hizo la revolución del toreo. Esa revolución tuvo un cuerpo, digamos técnico, en el que se concretó la sabida trinidad torera del “parar”, “templar” y “mandar”; y un alma que la dio valor y vida: el sugestivo acento belmontiano del sentimiento y de la pasión.
Antes de Belmonte, el torero “se quita” –toreo de “piernas”– para que “no le quite el toro”. Belmonte, dándose cuenta de que “templando” la arrancada se “manda” en el toro, desemboca en el prodigio va “no quitarse él” –que eso es “parar”– y de quitar al toro. Y alumbra el toreo “de brazos” Y el toreo de cadencia pasional.
Belmonte, “revolucionario”. Ya está. Pero aquí vienen los matices que antes anuncié. ¿Qué postura tomó Belmonte frente a su propia revolución triunfante?
¿Qué significó, a juicio de Juan, aquella revolución que él trajo en su capote y en su muleta?
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A Belmonte se le llamó “fenómeno”. Yo digo que con razón. Pero lo digo, además de por lo que todos sabemos, por algo que ustedes no se figuran. Ahora verán.
Llega Juan a la Fiesta española y habla… en “heterodoxo”:
–El toreo es… “así”.
La “Cátedra” se opone con firmeza:
–“Así” no se puede torear. Ya lo estás viendo: muchos toros te cogen; sólo a unos pocos les haces tus locuras.
–Eso es cuestión de “oficio” –pudo decir Belmonte–: cuando lo tenga, os daré la réplica adecuada.
Y lo tuvo; y convirtió en firme realidad el desatino; y, sin retrocesos ni rectificaciones, toreó –acabó por torear– según sus maneras, a todos los toros; y, en genial reversión de términos, hizo que el “¡así no se puede torear!”, gritado en olor de ortodoxia contra su ”romanticismo” en llama, quedara transformado en el “¡no se puede torear más que así!”, que es consagración de “clasicismo imperecedero”; y, emparejado en gloria a Joselito, fue, desde que Joselito murió, el “impar” indiscutible…
Pero aquí viene la fenomenalidad “inédita” de Belmonte.
¡Hay que ver lo que representa para cualquier español eso de poder restregar por las narices del oponente las pruebas rotundas de la razón propia y de la sinrazón ajena! Bueno, pues “el español Juan Belmonte” jamás utilizó en su provecho, y en contra de los que la negaron, ese fabuloso “documento probatorio” de su razón torera, que fue la segunda época belmontiana: la de consolidación y plenitud.
¿Que no utilizó, he dicho? ¡Que esa “época segunda” siempre fue para él –diré mejor– poco menos que motivo de desprecio y casi de vergüenza!
Y es que Juan Belmonte –el gran revolucionario de la técnica torera– es “pasional”, rabiosamente pasional. El no concibe que pueda bailarse “por soleares” sin “”cerrar los ojos”.
El sólo comprende, y admite, el toreo que está bañado en sentimiento y en sexualidad. El, revolucionario contra su propia revolución, abomina –¡qué cosa más grande!– de su herejía torera en triunfo…, porque se figura que ello arrastra: más juego en la cabeza y menos latidos en el corazón…
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Pero es que la “revolución” belmontiana, a fuerza de ser trascendente y honda, no fue “revolución”, sino “revelación”. Esta idea la sostuvo y explicó Juan en palabras que han dado la vuelta al mundo:
–Yo no innové; yo fui un restaurador; pero un restaurador de la verdad inmanente del toreo, y no de lo que hicieran éste o el otro espada. Declaro –puedo declararlo hoy a gran distancia de aquellos años doce y trece– que mi “revolución” no tuvo su entronque en el estudio histórico de una determinada figura y de sus maneras, sino en el impulso intuitivo de que sólo podía ser toreo aquel que descansara en la técnica del “parar, mandar y templar”. Indudablemente, de tan firme y segura como debió de ser esta convicción mía, no tuve que detenerme a pensar en ella. Por ser esto así, al contemplar aquel toreo “de piernas” imperantes en los tiempos en que yo empecé a vestirme de luces, no se me ocurrió suponer que siempre se hubiera toreado de ese modo; al contrario: quedé convencido dé que aquello no podía representar sino un “bache” en el correcto ser del toreo.
Ahí tienen ustedes, confirmada en propio Juan, esa idea mía de que Belmonte, el “revolucionario”, fue sólo “revelador”, “restaurador”. Y, precisamente por ser sólo “eso”, la permanencia de los modos toreros de Belmonte es algo inabatible. Si Juan hubiera sido un “revolucionario” de los que se sacan de la manga –o del corazón– un arte nuevo, cualquiera otra llama romántica habría podido convertirle en pavesa… gloriosísima. Sin embargo, eso no ha sucedido ni sucederá nunca. Los modos siempre vigentes de la revolución belmontiana jamás podrá ser abatidos. Y no podrán serio a causa, justamente, de que las maneras de Juan constituyen la “revelación” –“nada más” que la “revelación”– de un arte de burlar al toro que “estaba ya”, porque concuerda rigurosamente con el estilo de fiereza del toro: con ese instinto de coger que se manifiesta en embestir a lo que se mueve.
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Yo recuerdo cómo me embobaban de chico, los relatos de caza de animales. Un respetable señor, viejo amigo de mi padre, se complacía en hacerme narraciones cinegéticas que él aderezaba con matices de disparate para que el efecto fuera mas deslumbrador.
–¿Sabes –me preguntaba– cómo se caza a las monas? Pues muy sencillamente. Como la mona posee la cualidad de no soltar la presa que coge con la mano, el hombre se aprovecha de ello y, sobre su base, prepara la siguiente treta: en un lugar frecuentado por estos animalitos, coloca una manzana dentro de una vasija bien sujeta y cuya boca tenga la anchura justa para que por ella pueda pasar la manzana hacia el interior. La mona ve aquello; mete la mano para coger la fruta y ya no la puede sacar, porque manzana y mano juntas no caben por la boca del recipiente. Así el hombre se apodera de la mona
Si quitamos lo que de grotesca y dislocada tiene esta narración “sólo apta para menores”, algo nos queda perfectamente aprovechable y aleccionador: la empresa de la dominación de un animal por un hombre ha de ser planteada a base de tener en cuenta lo que es característico del animal respectivo. Y por eso, si la mona tiene un “temperamento” y el toro otro, tan absurdo sería querer vencer a un toro con una manzana, como que un torero se pusiera ante una “mona”, estoque, y muleta en ristre. (Bueno: a decir verdad, que un torero se enfrente con una mona no es nada raro en los tiempos que corremos).
En serio. Si torear es el arte de producir belleza dominando y venciendo al toro de lidia; y si la fiereza del toro se concreta en embestir a lo que se mueve, el toreo tiene que ser necesariamente movimiento del engaño y quietud del hombre. El torero, “templando” la acometida del toro, le lleva por donde no “quiere”; “manda” en el. Y ese mando, servido por el juego templado de la tela, permite al torero “no moverse”.
“Parar”, “templar” y “mandar” es –tiene que ser– la verdad inmanente del toreo. Una verdad tan… verdad, que no pudo inventarla Belmonte. Lo que hizo Juan fue “revelarnos” su existencia.
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Moraleja: Belmonte, “revelando” el toreo, puso el punto final a las “revelaciones” taurinas; lo cual no quiere decir, naturalmente, que ya no pueda contar con buenos toreros la historia de la tauromaquia. Lo que sí digo –porque puedo y porque quiero– es que hay que ponerse en guardia contra los que, en defensa de esos “revolucionarios” que se hacen ricos de dinero, pero que nacen y mueren pobres de arte, invocan el “caso” Belmonte. Los defensores de tan indefendible causa, argumentan:
–También Juan fue tildado de “chalao” en sus comienzos. También se dijo de él que traía un toreo imposible, como “demostraba” el toro echándole a las nubes todas las tardes. Y si aquella “revolución” se abrió paso, ¿por qué no han de triunfar estos otros “revolucionarios”?
Razonar así es tanto como dar por bueno la sinrazón del clásico loco de manicomio, que se autoproclama Napoleón Bonaparte, argumentando que también se llamó a sí mismo Napoleón aquel personaje histórico de Josefina y de Santa Elena…
Pero lo mismo que no hubo más Napoleón que aquél, no ha existido más torero auténticamente revolucionario que este Juan Belmonte, cuya revolución consistió en “revelar” el toreo: el arte de hacer lo que casa con la especial fiereza del toro.
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Resumen: El “revolucionario” Juan Belmonte desprecia su revolución por el olor que pueda tener a cosa cerebral.
El “revolucionario” Juan Belmonte, a fuerza de ser “revolucionario”, sólo es el “revelador” del toreo. Y por serlo, hace imposible cualquier otras… “revolución”.
“¡Fenómeno!”
© “El Ruedo”, 22 de agosto de 1963. Edición especial, conmemorativa de su número 1.000.
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Belmonte con Bollain |
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