En 1916 y en su sainete en prosa y verso “Los niños toreros”, que musicó María del Pilar Contreras de Rodríguez, escribía Carolina Soto y Gorro González, en la escena final, lo que podría entenderse como el colofón de toda su tesis. El personaje central de la obra, D. Carpóforo, entona este verso:
En adelante, muchachos,
A lo que el coro de los niños toreros responde:
En adelante, muchachos,
No fue ni la primera obra, ni será precisamente la última, que en la literatura taurina encontramos acerca de ese fenómeno de los niños toreros, un tema que se hizo recurrente en muchas etapas del toreo. Pero aquel sainete, leído con los ojos de hoy, reviste un candor que resulta difícil de imitar.
Repasando lo escrito se observa que la figura de estos niños toreros tiene unos orígenes bastante comunes. Salvo casos aislados, surgen siempre en el entorno de familias toreras, ya sea en aquellas en las que se asentaron los éxitos, ya en esas otras en las que el cabeza de familia no terminó de alcanzar las glorias de los ruedos.
Emblemático ha sido siempre el caso de José Gómez “Gallito”, el hijo pequeño de Fernando el Gallo y de la “Señá Grabiela”, para quien el toreo fue siempre su juego preferido, en sus años infantiles vividos en la Alameda de Hércules. Sabido es que cuando cumplió los 8 años José lo celebró toreando una becerra en la finca "Palmete", de Valentín Collantes, becerra que le dio tal revolcón que el futuro genio se asustó y se negó a seguir toreando.
Sus biógrafos destacan como a Joselito incluso antes de debutar en los ruedos ya se le abrían las puertas de casas tan grandes del toreo como la de Eduardo Miura. Y como antes de cumplir los 13 años ya vistió su primer traje de luces Joselito en el ruedo de Jerez de la Frontera, para de inmediato formar cuadrilla juvenil con José Gárate “Limeño” y con “Pepete”. Sus compañeros infantiles quedaron en el camino, pero José caminó con paso firme desde aquel Jerez inicial hasta su final en Talavera; primero como un verdadero niño prodigio del toreo, luego como la figura llamada a cambiar el curso de la historia.
Pero no muy distinto fue el caso de los hermanos Bienvenida, a los que el Papa Negro introdujo en el toreo casi a la vez que comenzaron a andar. Aquella fotos antiguas, con los hermanos mayores vestidos de corto o de luces, no eran precisamente imágenes de un juego a vestirse de máscaras: son imágenes que todavía hoy rezuman la mejor torería.
Como luego se hizo incluso frecuente, buena parte de los hijos de Manuel Mejías Rapela se hicieron toreros por tierras americanas. Tanto que a doña Carmen le tocó dar a luz a su hijo Antonio en Caracas. Cierta similitudes se dieron también en la dinastía Dominguín, cuya figura, Luis Miguel, debutó en Lisboa con sólo 12 años y se hizo matador de toros cuando había cumplido 14 en el ruedo colombiano de Bogotá.
Estas dos constantes, el entorno taurino familiar y la formación fuera de España, se han mantenido luego permanentemente presentes. En gran medida era la consecuencia natural a la normativa legal que no permitía, ni permite, en nuestro país actuar en los ruedos antes de cumplir los 16 años, en unas ocasiones en tierras americanas, otras para hacerlo en la más próxima Francia.. Una circunstancias que, por lo demás, ha dado origen a esas pequeñas trampillas para eludir semejante condicionante. Entre otros muchos, se dio un caso curioso: para eludir esta limitación, el apoderado en su etapa juvenil de Diego Puerta iba por la vida con un DNI modificado, para añadirle un año más; de tanto hacerlo, acabó dándose como el verdadero, hasta el punto que hasta ya en sus últimos años el propio torero no advirtió que en su edad oficial sobraba un año.
En los tiempos modernos, de Espartaco a El Juli, como luego otros nombres de menor relevancia, las tierras americanas fueron su infantil tierra prometida, todos ellos impelidos por ese entorno familiar que el contexto habitual para que se alumbraran vocaciones toreras. De hecho, cuando luego llegaban, con trampa o sin ellas, a los ruedos españoles, eran ya novilleros muy placeados. Sin embargo, no todos los que hicieron sus américas infantiles luego han tenido un espacio suficiente para desarrollar una carrera consecuente.
Cuando a los contemporáneos se les oye contar hoy esas etapas lejos de casa, prácticamente todos coinciden en una observación, por no decir una añoranza: allí quemaron su infancia, la única que uno tiene en esta vida. No hace mucho recordaba Juan A. Ruiz “Espartaco”: “Nos fuimos porque aquí era imposible y allí te dejaban. Es cierto que perdí mi infancia y eso nunca se recupera. Pero lo hice por cumplir mi sueño, que era ser torero. Lo que peor llevaba era ver a los niños jugando y las Navidades lejos de casa. Entrenaba mucho cada día, me faltaban las horas”. Pero está convencido, y no es el único, que tal precocidad hace que cuando a los 12 o 13 años un niño quiere ser torero no tenga la mentalidad propia de un crío de su edad, sino la de "un hombre mayor"
Obviamente, en la actualidad esta tradición levanta las duras quejas de los animalistas y otras familias similares. Consideran que en los espectáculos en los que los niños se enfrentan con becerros o novillos son violentos y ponen en riesgo su integridad física y psicológica. Asimismo, aseguran que tienen un impacto negativo en los niños que asisten como espectadores. Que hay riesgos físicos es evidente, porque incluso cuando se trata de simples juegos infantiles el toreo jamás ha sido ni será una representación: todo lo que ocurre es cierto y real; pero no es menos cierto que salvo algún caso muy aislado, de tal riesgo se han deducido situaciones irreversible. En cambio no se conoce caso alguno en el que de tal precocidad hayan tenido origen problemas psicológicos, ni en los actuantes ni en los que son sencillamente espectadores.
Pero especialmente en los tiempos actuales, los “niños prodigio” tiene que afrontar más de una dificultad, cuando la gracia infantil se convierte en esa otra figura más patosa de un adolescente. En la sociedad de las comunicación universal y online, quien tan precozmente demuestra sus condiciones para el arte del toreo afronta un riesgo cierto, que un torero de los que aún viste de luces explicaba con gran expresividad: “A las 18 años ya había dado yo varias vueltas a España figurando en todas las ferias. Cuando iba a cumplir los 20, ya se me decía que” estaba muy visto”, que ya no era una novedad. Y profesionalmente no había hecho más que empezar”.
Precisamente por eso el tránsito de niño prodigio a torero consolidado presenta tantas dificultades, hasta el punto que en ocasiones se transforman en un verdadero “volver a empezar”. En la historia se han dado casos en los que los prodigios infantiles han pasado sin solución de continuidad a figuras. El más emblemático de todos fue el de “Gallito”, desde luego; pero no muy diferente ocurrió con los hermanos Bienvenida o con Luis Miguel. No es casualidad que estos casos tengan el denominador común de un oficio muy bien aprendido, tanto en sus fundamentos básicos, como en los aspectos adjetivos.
En otros, en cambio, esa aureola de niño prodigio, cuando en tal prodigio predominaba la imagen de niño más que la de torero, siempre resultó más difícil el tránsito a la madurez. En unas ocasiones se necesitó de una cierta travesía del desierto, pero se recuperaron posiciones; en otras, sin embargo, provocaron el declive imparable. En nuestros días y en el pasado histórico.
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