No sé si fue fruto de la casualidad. Pero si fue una decisión buscada por el director de la Banda, no pudo alumbrarse idea más feliz. Cuando en el 6º de la tarde Alejandro Talavante, así como a la hora en que meses atrás moría Víctor Barrio, iniciaba emotivamente su faena de muleta en los medios, rompió el pasodoble. Una versión de “Suspiros de España” que más que por una banda parecía instrumentada a la manera sinfónica. Tantos eran los matices que sacaban a cada nota, melodiosamente desgranadas, que ni la emoción que el torero extremeño daba a cada pasaje de su creación, rompía el clima tan especial que se vivió junto al paseo de Zorrilla. Solo faltaba la voz poderosa de doña Concha Piquer proclamando con todo su sentimiento la letra que escribiera Álvarez Cantos.
Era aquello como el colofón necesario para una tarde de importancia, en el que bien podría decirse que se reunieron todos los suspiros de España en el recuerdo y el cariño por quien, rompiendo los linderos de la lógica, acudió con urgencia y juventud a convertirse en héroe. Qué punto final tan bonito. También, tan verdadero.
Salvo para quien no estuvo allí, no resulta una exageración afirmar que se vivió una tarde de gran fiesta alrededor de la Tauromaquia. Con un enorme respeto a la memoria del torero que se nos fue para siempre. Pero también con la emotividad de quien asiste a una celebración gozosa de la grandiosidad del arte del toreo, en sus distintos modos de entenderse. En absoluto puede afirmarse que resultó una tarde triunfalista.
Algunos, quizá porque no lo vivieron, han llegado a decir que venía a ser como un festival pero vestidos de luces. Respetuosamente discrepo. Fue una corrida desde luego inusual; pero resultó ante todo un compendio de cuánto de arte y de verdad rodea al mundo del toro.
¿Que pudo ser mejorable? Todo puede ser mejorable en esta vida, mientras se tiene. Pero entrar hoy a discernir con detalle si este muletazo tuvo no se sabe cuantos centímetros de menos de los que la ortodoxia exige, carece de sentido. Ya vendrán las cuatro corridas siguientes del abono, con los espadas de este domingo otra vez en el ruedo, para sacar del bolsillo la vara de medir calidades y detalles. Cada cosa en su tiempo y en su día.
Con un público tan amable y educado como el de Valladolid, hacerlo ahora sería como ese invitado a una fiesta que, después de presentar sus elogios y parabienes a la anfitriona, se permite observarle que todo muy bien pero que el canapé de salmón estaba un poco seco, a la tortilla le faltaba un último hervor y las almendras estaban algo revenidas. Una falta de educación, una ordinariez.
No, hoy es lo momento de cantar la belleza plástica de Morante en el manejo de las telas, en esas ocasiones, tal que las de este domingo, en las se reboza de toreo. Cómo fue momento de admirar la sólida figura de José Tomás, pocas zapatillas tan asentadas en el piso como las suyas, desgranando las verdades permanentes del toreo, en una estampa hasta misteriosa. Nadie en su sano juicio puso en duda el poderío de El Juli para llevar dominados a los toros; esta tarde, también lo demostró. O cómo echaremos en el olvido ese binomio de majestuosidad y de improvisación con los que Alejandro Talavante declama sus formas de entender este arte.
Resultó, en suma, una tarde digna de ser vivida con la pasión de los ruedos, con la verdad y con el sentimiento del arte. Una tarde que enaltece los valores principales de la Tauromaquia. De eso se trataba. Y eso se logró. Todos pueden estar contentos.
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