Si algo encierra toda una liturgia, detallada hasta en el menor detalle, es ese momento, que se predica íntimo aunque a veces haya un bullerío siempre innecesario, en el que torero se viste de luces. Primero afeitarse y asearse, luego las medias….. Hasta llega el momento de ajustarse la chaquetilla se descuida uno y ha pasado casi media hora. Y es que no sólo se trata de aparecer en el ruedo eso que se dice “de punta en blanco”; es que sobre todo encierra un rito siempre único, aunque se repita cada tarde de toros.
Muy en paralelo con esta realidad camina la consideración, y hasta el respeto, que al menos hasta hace unos pocos años tenían todos por el traje de luces, una pieza única, propiamente de Museo, que no está pensada ni para la comodidad del torero, ni para la funcionalidad a la hora de ejercer su oficio. Podría decirse que más bien busca solemnizar hasta en lo mas nimio la grandeza del arte del toreo. Con razón, incluso en la nueva Ley, se trata de un oficio ese de bordar las sedas como una parte más de la Tauromaquia, porque lo es y en su sentido más propio.
Por eso hasta al menos informado en estas cosas del toreo, siente una sensación de rechazo cuando contempla a un torero, que los hay, ml vestido, que no es que parezca que se ha puesto su “mono de trabajo”, es que resulta hasta grotesco.
Y todo eso no tiene nada que ver con se trate de la figura que estrena un vestido en un momento importante. Nada más lejos. Cuánto primor y cuánta devoción hemos visto en ese muchacho que se ajusta una vieja taleguilla, que vaya a usted cuántos se la pusieron antes. Que sus bordados estén ya un punto ajados por el uso y el paso del tiempo, resulta irrelevante, frente a ese momento intimo y único que constituye el nervioso preludio de que los clarines suenen para que se abra la puerta de cuadrillas. Para ese muchacho que inicia tan complicado camino, su vestido es maravilloso, un sueño que se hace realidad.
Sin embargo, aunque toda esta mística siga viva, el paso de la historia también ha dejado su huella. En unas ocasiones por razones tan prosaicas como verdaderas como la economía, que en los tiempos modernos un vestido macizo de bordados manuales se ha puesto por un pico. En otras por cosas tan de nuestros días como la televisión, en virtud de la cual cómo viene vestido hoy un torero deja de ser una sorpresa: a poco que se siga la Fiesta, acaba uno conociendo hasta la historia del vestido, si lo estrenó en tal sitio, si es ese que se ajustó el día de aquel triunfo…. Todo menos una novedad.
Ya hasta le quitan su parte del misterio a esos aficionados que, mucho antes de que el canal de los toros descubriera este rincón de Sevilla tan entrañable que es la calle Iris, se reunían allí para ver, sumidos en el respeto más profundo, cómo subían los toreros la cuestecilla que les llevaba hasta el patio de caballos de la Real Maestranza. Ahora ya es un sitio para, en medio de las aglomeraciones, hacerse fotos con el móvil.
Se podría decir, y a lo mejor con razón, que el siglo XXI no está ya para semejantes nostalgias, tan nimias, cuando la vida lleva nombre de eficacia, de logros, de objetivos…, dejándose para un lugar secundario todo lo demás que, desde los detalles, acompaña al hecho taurino.
Quien haya visto toros no más de 20 años atrás, recordará como quien era una figura tenía por costumbre estrenar un vestido en los momentos principales de cada temporada, dígase la feria de Sevilla, de Madrid o de Bilbao, por citar tres ejemplos. Más: los aficionados conocían como éste o aquel torero se había encargado siete u ocho vestidos para hacer la temporada, que luego se regalaban con los motivos más diversos. Precisamente vestidos obtenidos por esta vía han velado sus primeras armas en el toreo muchos aspirantes a figura.
En este año de 2014 hemos visto comparecer en Las Ventas a una figura con un vestido que estrenó allá hace más de dos temporadas. A lo mejor es porque estaba convencido que precisamente ese es, de todos los que guarda en el armario, el que tiene “buen bajío”, pero a lo mejor es por un motivo prosaico…. O, sencillamente, porque para él han perdido todo valor simbólico sus propias sedas y alamares.
Tan han cambiado las cosas que hoy en día, comenta más de un sastre de toreros, les ha salido una competencia nueva: vestidos de torear de bajo coste distribuido desde algunos países con tradición taurina. No lo sabemos, pero por ahí se ha dado una coincidencia: el alto número de banderilleros que en estas primeras ferias del año van casi uniformados, todos con vestidos con ese bordado tanto propiamente mexicano. Los ha habido de todos los colores, con bordados en plata, o en azabache, o sedas blancas… Pero el modelo ha sido siempre el mismo. Será por una comprensible razón de ahorro de costes, o vaya usted a saber por qué motivo. Pero se pierde un poquito de misterio.
Pero no es menos cierto que hasta para el espectador ha perdido un poco de valor toda esta liturgia. No hay más que recordar como no hace tanto tiempo que un torero se desabrochara el chaleco, o nada digamos que no lo utilizara, levantaba rechazo. No faltaba el abuelo de las historietas, tampoco el menos abuelo, que recordaba la anécdota vivida hace más de un siglo en Sevilla una tarde en la que “la calor” caía a plomo.
La protagonizó una gran figura, que ante la que estaba cayendo sobre el ruedo trató de desprenderse de la chaquetilla. Desde el tendido se levantaron voces airadas en su contra, al grito de: “Yo también aguanto la calor y no me desabrocho el cuello duro por respeto al torero…”. Naturalmente, el intento del torero no pudo consumarse.
Todo eso hoy resultaría hasta impensable. De hecho, si se rememora es porque tiene un punto casi de arcaico, de fuera de uso. Pero no por eso deja de ser significativo del valor que se le concedía a esas sedas llamadas tener hasta su punto de protagonismo, porque se entiende bien que forman parte de esa tremenda fuerza plástica y colorista que se encierra en todo lo que hace en un ruedo.
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