Serán los hombres del mañana. Pero también de entre ellos saldrán los sucesores de la afición de hoy en día. Como el año no se puede comenzar con pesimismos, la imagen de los niños rodeando a Curro viene a ser como una llamada al optimismo, a la esperanza de que, efectivamente, la Tauromaquia tiene un mañana. Y seguro que lo tendrá. En los ruedos y en los tendidos, que ambas constituyen elementos consustanciales e inseparables para el arte del toreo. A ellos corresponderá protagonizar nuestro mañana.
Una cosa bien cierta van aprendiendo ya, cuando calzan tan pocos años: a los toros no irán –debiéramos explicarles– ni por sentirse obligado por sus mayores, pero tampoco porque no tienen un plan alternativo mejor con el que llenar las horas aburridas de un domingo. A un plaza conviene ir con el sentido finalista de participar activamente en la escritura de una página más de los Anales taurinos, con independencia de que la misma sea grande o sea pequeña, sea gloriosa o, sencillamente, no revista notoriedad mayor. Pero es historia.
Al enseñarles a asumir su papel de verdaderos participantes, aunque sea desde el tendido, retoma su pleno sentido el concepto, en ocasiones algo difuso, que conocemos como afición. Si no acertamos a que se sientan de algún modo partícipes de lo que va a ocurrir en el ruedo, resultará difícil que entiendan en todo su sentido lo que como espectadores presenciamos; en otro caso, no pasaran de ser meros contempladores de un fenómeno que puede que les parezca extraño y casi estrambótico al discurrir de la vida diaria, tal como hoy lo entiende mucha gente.
Y desde luego, si no alcanzan a comprender esa suerte de protagonismo que a todos nos corresponde ante la Fiesta, si no buscan romper la lejanía de quien se siente ajeno a cuanto está contemplando, malamente podrán adentrarse en el sentido auténtico que siempre debe rodear a lo taurino.
Si aceptamos este modo de razonar el por qué del caminar hacia una plaza, a continuación procede dar adecuada respuesta acerca de en qué van a participar, para acercarles así a una idea más cabal. En un sentido propio, siguiendo a los clásicos todo podría resumirse en unas palabras escuetas: acudirán, como lo hicieron antes tantas generaciones, para participar en un misterio.
Después de darle muchas vueltas, repensando razones y motivos que expliquen la propia supervivencia de lo taurino, se vislumbra que antes que otras muchas cosas el toreo es eso, un misterio, un algo desconocido que, sin embargo, se nos hace cercano en los movimientos casi mágicos de la lidia y cuanto la rodea.
Cuando nos asomamos a un diccionario escolar, misterio aparece como sinónimo de secreto, de enigma, pero también como interrogante, arcano e incluso como quisicosa. Menos de quisicosa, cualquiera de esas acepciones pueden servir para adentrarnos en la verdad taurina. Con razón una sentencia muy antigua nos recuerda que torear es “tener un misterio que contar, y contarlo”.
Pero el misterio taurino se conforma como un poliedro, no es una imagen plana. En primer término, por un lado nos habla de lo desconocido, de aquello que no sabemos si llegará a producirse, pero que a lo mejor ocurre y, en cualquier caso, añoramos que nazca. Si se quiere expresarlo de otro modo, podríamos hablar de esa sorpresa, de ese “a lo es mejor es hoy” que anida en el fondo de todo aficionado cuando camina hacia la Plaza, con independencia de cuál sea el grado de relumbrón de quienes se anuncian en el cartel del día.
Bajo este punto de vista, el misterio, ya se sabe, no se mide necesariamente por la grandilocuencia del triunfo arrollador. Para quien siente la Fiesta, cualquiera de los lances que ocurren en un ruedo tiene papeletas para convertirse en esa sorpresa que alimenta el misterio, en esa página, o a lo mejor tan solo en ese párrafo, que pasa a la historia general de lo taurino. Un toro que galopa con buen son, un puyazo con arte, un capotazo oportuno y torero, un detalle quizás al resolver una situación de peligro…
Siempre hay algo, para quien mira la Fiesta con ojos de participar y hasta de encanto. En último extremo, la expresión máxima de ese misterio radica en su propia posibilidad de materializarse, un factor aleatorio por tantas circunstancias que sólo después, al salir del tendido, sabremos si ha sido o más bien debemos esperar hasta otra tarde. A partir de este misterio inicial, todo lo que viene detrás se envuelve en el mismo ropaje. En el fondo, el misterio taurino, su grandeza también, radica precisamente en lo imprevisible, en todo aquello que no es mensurable y, sin embargo, a lo mejor ocurre.
Pero, igualmente, hay que tratar de acercar a estos hombres del mañana a ese otro misterio en el que tratamos de escudriñar las razones de por qué ese toro, que tiene la misma reata que su hermano, sin embargo mantiene luego un comportamiento tan distinto en el ruedo. Un misterio no deja de ser por qué, en una cierta igualdad de condiciones, hoy sí es el día pero mañana no para el triunfo de tal o cuál torero. Y un misterio en toda la extensión de la palabra se encierra en por qué la afición reacciona, según días, según toreros, con más o menos entusiasmo ante suertes que no son tan dispares.
Por eso tiene tan vida dentro el misterio taurino, que cada tarde despierta la curiosidad de hasta sorprendernos con el vestido que lucen los toreros. Tengo para mí que por esa senda encontrarán el camino para consolidarse como buenos aficionados y de esta forma hacer posible que una nueva generación sostenga el paso por la historia de la fiesta de toros.
Adquirirá así todo su sentido esa participación a la que antes se hacía referencia como razón última para que una tarde más vayamos a la plaza, en virtud de la cual siendo tan sólo y nada menos que un buen aficionado, podrán protagonizar en su medida una página más de esta nuestra pasión común. Y esa sí que es una buena razón para que, en lugar de quedarse tumbados frente al ordenador o frente a la play, nos acompañen al tendido.
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