Los desiguales «victorinos» permitieron una tarde con interés

por | 25 Ago 2010 | Temporada 2010

Bilbao, 25 de agosto de 2010.- 4ª de las Corridas Generales y 5ª del abono. Dos tercios escasos de plaza. Toros de Victorino Martin, muy desiguales de presentación y, en general, justos de raza y casta. Juan José Padilla (marino y oro), silencio y una oreja. Diego Urdiales (turquesa y oro), una oreja y silencio. Manuel Jesús “El Cid” (azul cobalto y oro), ovación y silencio.
 
 
Y llegó la esperada corrida de Victorino Martín. Con la temporada que lleva, más de uno estaba por allí a confirmar el desastre. La corrida no fue, ciertamente, de ensueño, pero tampoco de fracaso.  Sigue acusando la crisis,  pero tampoco dio un petardazo. En suma, que lidió una corrida que no tendrá más historia. Por eso, los agoreros perdieron la ocasión.
 
De entrada, en el conjunto ganadero hubo  de todo, “como en botica”,  según reza el dicho popular. El reproche mayor, que hubo toros muy poco presentables: al primero, se le pone el hierro de cualquiera de las ramas domeqc y no pasa el reconocimiento; otros, inadecuados para poder acercarse, simplemente acercarse, a ese concepto tan citado del “toro de Bilbao” y algunos –quinto y sexto— acaballados y fuera de tipo. Dejando al margen que ninguno de los lidiados fue como para ponerse de pie en el caballo –qué no es chico el detalle–, la misma desigualdad puede predicarse de su juego: dos decididamente pésimos, justamente los dos grandullones; otro con muchos problemas, el primero; dos con los que se podía andar –segundo y tercero–  y uno excelente para el torero, el pastueño cuarto.  
 
El cinqueño que salió en cuarto lugar ofrecía el triunfo desde el primer momento. Hasta en la larga cambiada en la puerta de chiquero siguió con temple el capote que le ofrecía Padilla. Para la muleta tuvo un  tranco y son de los de triunfo. Hasta tal punto era así que Padilla, siendo el Padilla de siempre, tuvo momentos en los que sacó a pasear el sentimiento, en series de mucho mérito. Se le concedió con todo los honores una oreja. En el pequeñito que hizo primero, ni el toro estaba por colaborar, ni el torero por terminar de confiarse; el público resolvió el empate con su silencio.
 
Mérito, mucho mérito tiene Diego Urdiales, que desconoce el desaliento. En una carrera en la que el premio a triunfar con una corrida dura es firmarle otra más dura, el riojano ha cogido un oficio y un sitio que le ha ganado el respeto de los aficionados. Tirando, precisamente, de ese oficio y de ese sitio le cortó una oreja, muy justificada, a su primero, que aunque desrazado seguía los engaños. El torero hizo todo el esfuerzo y, además,  con prestancia. Y volvimos a ver su buen oficio con el complicadísimo quinto, que se revolvía en un palmo de terreno, buscando siempre al torero. Lo mató sin agobios, que ya es mucho.
 
Pero de todo lo que hemos podido ver en esta agradable tarde bilbaína, me quedo con las buenas sensaciones que transmitió hoy El Cid. No creo que sea una imaginación afirmar que ha vuelto a su sitio de siempre. No soy quien para certificarlo, pero tengo para mí que en el ruedo de Vista Alegre el torero de Salteras le ha firmado el finiquito del despido a su crisis. Si es así, es para felicitarse. Ante el toro, desde luego, demostró su capacidad para poderle al cinqueño que hizo de tercero. Más que en éste o en aquel pasaje, me quedo con la disposición del torero.  La misma disposición y firmeza que sacó en el difícil grandullón que cerró la plaza, al que consiguió mandar al desolladero sin que alcanzara su objetivo: los muslos del torero.
 
 
Al margen de los ruedos
El protocolo obliga a que el lehendakari llegue tarde
 
En la corrida del miércoles de la Semana Grande se hizo costumbre que asista, desde el palco de la Junta de la Plaza, el lehendakari vasco, en esta ocasión Patxi López. Era una fórmula que se buscó en su momento para que pudiera asistir oficialmente a las distintas fiestas de las capitales vascas, sin por ello descomponer totalmente su agenda: un día en cada una de ellas. Y como asiste oficialmente, se estableció en el protocolo que se tocara a su llegada el himno de la Comunidad.
 
Lo que ocurre es que quien diseñó tal protocolo –persona amable y simpática, por lo demás— se empeñó en una sinrazón: hacer que el lehendakari ocupe su palco, a los sones del himno, cuando las cuadrillas ya  estaban desplegadas en el ruedo al concluir el paseíllo. Todo intento por convencer al tenaz protocolista de que ese era un rito guardado para ocasiones fúnebres, resultó baldío. Ni siquiera atendía a un símil fácil de entender: si el Athletic juega un partido trascendental, ¿qué pasaría si el lehendakari llegara cuando el árbitro ha dado el pitido inicial? Pues nada, ahí sigue el protocolo, dándole oficialidad a la descortesía  de que quien presida llegue tarde a su cita.
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Taurología

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