MADRID. Duodécima del abono de San Isidro. Casi lleno: 22.179 espectadores (93,9% del aforo). Toros de la Casa Lozano, cinco con el hierro de Alcurrucen y 1 con el de Lozano Hermanos, bien presentados aunque desiguales de hechuras, todos cinqueños y de poco juego. Curro Díaz (de azul celeste y oro), ovación y silencio. Joselito Adame (de coral y oro), ovación y una oreja con algunas protestas. Juan del Álamo (de verde botella y oro), silencio y silencio tras un aviso.
La plaza casi se llenó en este sábado sin figuras rutilantes en el cartel. Estaban los fieles de siempre y un número que no debió ser pequeño de espectadores no habituales. Da mucho coraje cuando tanta gente ha hecho el esfuerzo de pasar por la taquilla, no se vea recompensada con una tarde al menos entretenida. Pero como la Fiesta, bien se sabe, es un suceso cultural que se desarrolla en vivo y sin previo guión, nada hay de predecible en sus resultados.
Lo cierto y verdad que en esta ocasión a la decepción general colaboró grandemente la corrida enviada por la Casa Lozano –la primera de las dos previstas para el serial–, que se quedó bastante lejos de esas cotas a las que tiene acostumbra a la afición. Las desigualdades de hechuras y de trapío pueden explicarse porque de los inicialmente seleccionado uno recibió una cornada en los corrales y algunos otros no pasaron por el tamiz de la autoridad. Pero tales circunstancias no pueden servir para justificar el muy pobre juego que ofreció, con sexteto bajo de raza y casi siempre con la cara por las nubes. Hasta el que tomó mejor los engaños, que fue el quinto, hizo todo un derroche de mansedumbre: un manso útil. Todo eran peplas, que el humillaba al acometer, luego salía con la cara por encima del palillo; el que aparentaba mejor son, luego resulta que carecía de entrega, o pegaba un derrote seco al final de la suerte. Y así todos.
Pero no cabe acudir al recurso de que la responsabilidad recaiga en los criadores. Pese a todas sus deficiencias, hubo dos toros que tuvieron mayores opciones de las que se vieron en el ruedo. Se corresponden con el lote de Joselito Adame. Y así el 2º, el único que peleó con cierta nota ante los montados, pedía una receta diferente a la que aplicó el de Aguascalientes. Cierto que el calambrazo del final de las suertes no facilitaba las cosas, pero con un poquito más de ritmo y de argumento, el relato muletero debería haber ido a más. El quinto llevaba el cartel de manso, pero un manso que metía la cara por abajo cuando se le provocaba. Adame tardó demasiado tiempo en en decidirse a que el de Alcurrucen se asentera en ese su lugar de paz que para el eran tableros de toriles, Allí hasta obedecía bien cuando se le ponía muleta y se trataba de llevarlo muy metido en ella, sin dejarle espacio para salirse de la suerte, hasta hilvanar las series, que ahora sí prendieron más en los tendidos. A sus dos toros los mató en el célebre rincón, de tanto y tan rápido efecto. Piensa que fue uno de los factores por lo que un sector del público protestara la concesión de la oreja del 5º.
Se entiende que ni a Curro Díaz ni a Juan del Álamo le terminaron de rodar las cosas. Con un toro violento como el 4º caben pocas florituras podía trenzar el torero de Linares. Tuvo alguna más opción con el que había abierto la tarde, que le propinó una señora voltereta; especialmente en el tramo final su faena ya se mecía más relajada y con buen gusto, especialmente sobre la mano izquierda.
Ni el 3º, que se limitaba a pasar por allí sin celo alguno, ni el desentendido que cerró la función, permitieron a Juan de Álamo dar ese paso más, como ya acreditó en el San Isidro de la pasada temporada. Con el toro que va y viene sin celo y sin chispa alguna, resulta muy difícil emocionar a nadie. Pese a todo el salmantino, los lidió con corrección, que era lo que tocaba.
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