No oculto que me sorprendió grandemente la pregunta, cuando como al asalto se requerían razones sólidas de por qué no le regalaban un abono del 7. Confieso que esa capacidad de asimilar sorpresas, que con los jóvenes se aprende desde el primer momento en que llegan al mundo, la vi con creces superada. Creo recordar que estaba con mi amigo y con su hijo volviendo de Las Ventas, la tarde en la que muchacho por primera vez vio como se abría la Puerta Grande de Madrid. Toda una experiencia, un rito.
Fue entonces cuando sin dudarlo planteó lo que era punto menos que un requerimiento: “¿Papá, por qué no me regalas un abono del 7?”. Pero aún más que la petición, me sorprendió su razonamiento para justificarla. Según contaba, venía observando, en esas aleccionadoras corridas del verano madrileño, que junto a los amigos de siempre, en los graderíos había inexorablemente dos constantes: la dosis semanal de los chinitos, que ordenadamente se marchaban cuando arrastraban al tercero de la tarde, y los tradicionales del 7, que contra viento y marea ocupaban sus localidades, aunque en los demás tendidos hubiera más cemento que público. De esos que cariñosamente llamaba los chinitos, por anecdótico huelga el comentario; pero, en cambio, esa constancia de los abonados del 7 no deja de ser, en efecto, más que un síntoma de fidelidad.
Por lo pronto, me asombra, y sin embargo es cierto, que allá donde se le diga a un taurino que has ido al 7, se sabe de aquello que se habla. Resulta innecesario especificar que el 7 es un tendido y, además, de Las Ventas. Tengo para mí que eso nada más, ya constituye un valor para añadir al debido respeto que se merecen todos, tus chinitos también. Pero si sólo en unas pocas tardes de nuevo aficionado, ya había percibido que el 7 es otra cosa, nunca estará de más que repasemos juntos qué es, qué representa, el público de toros, que nunca han sido un todo, ni menos homogéneo, sino que siempre fue diverso y hasta en ocasiones opuesto frontalmente en sus apreciaciones.
No soy ni mucho ni poco partidario de esa figura literaria que en ocasiones se refiere al público de toros como a “el respetable”. Al final, esa es una expresión que se podrá encontrar hasta en cualquier vodevil de circunstancias. Y los toros, no hace falta que insista, es cosa bien distinta. La respetabilidad no se adquiere a la vez que la entrada, sino que se tiene o no se tiene desde bastante antes de ir a la taquilla.
Por eso, aún con el riesgo que entraña toda división que corta por lo sano, antes que del respetable me parece que debemos hablar, sencillamente, del público de toros, que, al final, se compone de los espectadores y los aficionados, dos estirpes distintas, que no necesariamente acaban por tener relación de parentesco alguno, ni entre las que, hablando en propiedad, caben los mestizajes, tan en boga. Los primeros pasan como de largo, incluso si repiten en el acto social de ir a un tendido, tal que los días de ferias, sobre todo; los segundos, en cambio, forman ese grupo de los que sienten la Fiesta y a una plaza va con el sentido claro de ser participantes.
De esta distinción, que bien podría decirse que no va mucho más allá de constatar lo obvio, sin embargo se pueden derivar más consideraciones de las que uno imagina así a simple vista. Como decía, la primera diferencia entre espectador y aficionado radica, justamente, en ese sentido de participación, de que nada le resulte ajeno de cuanto se sucede en la corrida, en sus prolegómenos y en sus postrimerías. Por eso, un aficionado no puede confundirse con un espectador, que sin dejar de serlo, resulte luego más o menos asiduo en el tendido, pero en la lejanía, desde lo ajeno; todo lo más se diría que ese es un espectador reincidente, con toda la buena voluntad que quieras, pero no se pasea de ahí generalmente.
En cambio, de lejos se conoce a quien es aficionado, incluso aunque por las razones que fueren no sea ocasionalmente un asiduo del tendido, precisamente por ese sentido de casi propiedad que siente por la Fiesta. En el fondo, por ahí se encontrará una respuesta a eso que tanto llama la atención, cuando oyes decir a los taurinos: “¡Cómo hemos toreado hoy!”, cuando las más veces, por no decir que siempre, ni por asomo pisaron ese ruedo y menos tomaron la muleta y la espada. Salvo algunas extralimitaciones bien comprensibles por más que anecdóticas, los que así se expresan tratan de explicar, en general, que sintieron como propio lo que otros, queridos, admirados o incluso contratantes, hicieron ante el toro.
Pero el público de toros que con toda propiedad se llama aficionado, tampoco es un todo homogéneo. Si uno se pone a ello, comprobará cuántas clasificaciones le salen. Sin embargo, más asombran las similitudes, las constantes, que en el paso de la historia se produce en este colectivo de quienes tienen en común esta pasión taurina. Y así, los hay más vocingleros, como los hay que son peligrosamente silenciosos; se encontrará a algunos que acreditan una estricta vara de medir calidades, mientras que otros pasan por ser más comprensivos. No diría que eso va con culturas y modas, pero casi. Sin embargo, siendo tan diferentes, siempre tendrán más en común entre ellos que con ese otro grupo de los espectadores, del que los separa justamente ese sentido de la participación.
Cuando trato de resumir cómo cabría definir con toda propiedad a ese aficionado, me viene a la memoria un testimonio, que data de 1818 y que leí en un viejo libro de J.A. de Zamácola titulado "Historia de las Naciones Vascas". Explica allí el autor que, cuando en Bilbao se anunciaba alguna función de toros, resultaba admirable ver salir a los viejos octogenarios días antes hacia el camino de Castilla, para preguntar a los pasajeros si habían visto los toros que debían correrse en los festejos, qué les habían parecido, qué nombres tenían, si eran bien engallados y si los toreros anunciados para lidiarlos eran de aquellos que detienen el ímpetu del toro y le matan a la primera estocada. En esta profesión de fe taurina, que resulta entrañable, se refleja con nitidez lo que quiero decir.
Y es que hoy como en ese ayer de principios del siglo XIX, para un espectador la corrida comienza después de la copa y el puro, si los hay, justamente por eso, porque en su ánimo está asistir a una representación, épica sin duda, pero representación nada más, no es algo propio. Para el aficionado comienza mucho antes. Me urge matizar que en todo esto no hay nada despectivo: a ese espectador nunca se le debe considerar como un mal necesario, bajo la excusa de que, al menos, aporta su contante dinero en la taquilla, gracias al cual se sostiene todo este tinglado de la organización taurina, aunque a cambio tengamos que admitir algunas extralimitaciones. Tal es una visión pedestre. Y no me refugio solo en las tan repetidas palabras de Guerrita, cuando dijo aquello de que “en este mundo hay gente pa´to”. No, no es eso.
Por lo pronto, al espectador debes reconocérsele que, al menos, en lugar de elegir entre otros muchos espectáculos que hoy tiene a su alcance, apostó por los toros. Y eso ya es mucho. Pero, además, sin estos espectadores, jamás la Fiesta podría haberse convertido en un espectáculo de masas, que necesita serlo, y no primariamente por razones de sostenimiento económico, que también, sino por cuanto encierra de capacidades para servir de escudo protector ante las embestidas de los intransigentes, que los hay.
Y aunque la experiencia dice que no debe confiarse mucho en esperanzas tan frágiles, la simple posibilidad de que algún día un espectador se transmute en un aficionado, ya es razón suficiente para considerarles con respeto.
En un viejo cuento que leí de niño, el autor ponía en boca de un gitanillo simpático, que pasaba a ser el hilo conductor de aquella historia, unas palabras muy ciertas, cuando se refería a que el cariño entre las personas se hace y se acrecienta con el roce, con la proximidad. Por extensión cabría decir: deja, hasta propicia, que ese espectador, incluso si es ocasional, se roce con la Fiesta, que de seguro eso es algo bueno.
En el mundo de los aficionados, como ya decía, se encontrará una diversidad tremenda. Sin llegar a aquellas palabras casi cáusticas que le dijo Juan Belmonte a quien ejercía la presidencia en una corrida manchega, cuando le requería para que concediera la oreja pese a que en los tendidos de sol no había pañuelos: “cómo los van a sacar, si nunca los han tenido”, una plaza se comprueba que es como una sociedad en pequeñito, en la que cada cual siente y se enaltece a su manera. Así lo ha sido siempre.
Cuando se tiene ocasión repasar colecciones de periódicos antiguos, se comprueba y como de siempre, y hablo del siglo XIX y de antes, no de ahora, hubo casi tantas opiniones como aficionados en las gradas. Por eso, hay que dar por seguro que se produce una constante histórica, en virtud de la cual la Fiesta ha convivido siempre con adictos en extremo exigentes y con otros con todos los grados pensables en la benevolencia. Cómo no va a ser así, si hasta a Joselito se le puso la afición ferozmente en contra cuando quedaban unos días tan sólo para la tragedia de Talavera.
Por eso, personalmente prefiero que del 7 llame la atención su constancia a la hora de no dejar pasar en blanco fecha taurina alguna; lo otro, lo del pañuelo verde y el dedo acusatorio que frena tantas vueltas al ruedo, es más aleatorio y, sobre todo, no es una novedad, lo ha habido siempre. Pero incluso en discrepancia, conviene respetar sus propias exigencias, porque el 7 y todo lo que encierra es necesario, como para impartir Justicia no basta tan sólo con el juez: también hay que contar con el fiscal y la defensa.
No oculto que tengo para mí que aquel joven amigo idealizaba al 7, pero no seré yo quien trate de disuadirle, por más que no comparta muchas cosas, siquiera sea porque sólo se idealiza aquello que se quiere. Pero me refiero tan sólo a ese 7 de Las Ventas. Como por contraste con ellos, observo, y no me gusta, la falta de vertebración que se produce en la afición organizada. Salvo honrosas excepciones, de las peñas y clubes que he conocido, la mayoría más parecen casinos para echar la partida; en alguno he comprobado que hasta molestaba que se encendiera la televisión una tarde de toros, porque “metía ruido” y distraía en el juego de cartas. No sé si será casi una extravagancia, pero lamento esta tendencia a convertir los clubes en el hogar del jubilado, que es lugar muy digno y respetable, pero que no es taurino de por sí.
Pero conviene ser realistas. En un país de individualistas soberanos, como es éste, no parece fácil desde luego eso de reunir a la afición por cauces de representación. Ni a la afición taurina, ni a muchas otras gentes. Dicen que no tenemos cultura de asociacionismo. A lo mejor es cierto. Pero parece indudable que si se superara este handicap, con las actuales leyes taurinas –-que a falta de una tenemos 17– en la mano, el papel de la afición organizada podría adquirir una relevancia importante, con todo lo que ello supondría en defensa de la Fiesta.
Pero volviendo al inicio, así como le recomendé a mi amigo que tratara de ayudar a quienes promueven que los aficionados tengan organizaciones adecuadas, si en el día de mañana insistía con eso del abono del 7, le sugerí que si decide alinearse con quienes priman las exigencias, no olvidara, también en esto de los toros, que desde la intransigencia, y más si se convierte en una categoría universal, difícilmente puede quererse nada. Y la Fiesta, al final, exige del enamoramiento; a su modo y manera, pero enamoramiento.
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