Manolo Martínez pertenece a la inmortalidad desde el 16 de agosto de 1996, al abandonar este mundo luego de haber logrado uno de los imperios taurinos más importantes del pasado siglo XX.
Cuando me integré de lleno a la fiesta, el diestro de Monterrey mandaba y regía en el espectáculo de modo muy especial. Era la figura torera por antonomasia. Ocupaba el lugar de privilegio que tuvieron en su momento figuras como Rodolfo Gaona, Fermín Espinosa, Lorenzo Garza, Silverio Pérez o Carlos Arruza.
Sin embargo me consideraba antimartinista porque en esos años ejercía un papel de mando que hacía infranqueable cualquier posibilidad para que algún torero se acercara a sus terrenos. Eso por un lado, y por el otro realizaba un toreo que atentaba los cánones más puros al abusar de ciertos privilegios que da el mando y el control sobre los demás, a partir de un ejercicio donde lo limitado de su quehacer, así como detalles en el uso y abuso del pico de la muleta y lo crecido de ésta, daban la impresión de un marcado exceso cercano más a la comodidad que al compromiso por ser modelo a seguir.
Manolo Martínez, figura en potencia |
Ahora, al paso de los años, de sensibilizar más en el significado de la fiesta en cuanto tal, me doy cuenta de ciertas equivocaciones. Mi cerrazón como aficionado tradicionalista o conservador no me permitieron observar una serie de situaciones que hoy analizo con más reposo. Una de ellas, creo que la principal, es su personalidad, dueña de un carisma cercano al aspecto dictatorial. Mi observación no pretende calificar con tono peyorativo su papel protagónico, pero el hombre se convierte en una figura emergente que poco a poco se fue adueñando del terreno que pisaba siempre con mucha fuerza, aspecto que al final convenció a miles de aficionados que, por “istas”, fueron legión. Verle caminar con aquel donaire y desaire a la vez lo convierte en centro de atención y polémica. Manolo se desenvuelve con un desenfado y una arrogancia que no compró ni copió a nadie. El mismo supo crearse esa imagen que pocos toreros han logrado.
Su sola presencia inmediatamente alteraba la situación en la plaza, pues como por arte de magia, todos aquellos a favor o en contra del torero revelaban su inclinación. Parco al hablar, dueño de un gesto de pocos amigos, adusto como pocos, con capote y muleta solía hacer sus declaraciones más generosas, conmoviendo a las multitudes y provocando un ambiente de pasiones desarrolladas antes, durante y después de la corrida. Mientras, en los mentideros taurinos se continuaba paladeando una faena de antología o una bronca de órdago.
Ese era Manolo Martínez, el hombre capaz de provocar las más encendidas polémicas entre aficionados y prensa, como de entrega entre estos mismos sectores cuando se dejaban arrobar por una más de sus hazañas. Surge el regiomontano en una época donde la presencia de Joselito Huerta o Manuel Capetillo determinan ya el derrotero de aquellos momentos. Dejan ya sus últimos aromas Lorenzo Garza y Alfonso Ramírez Calesero. Carlos Arruza recién ha muerto y su estela de gran figura pesa en el ambiente. En poco tiempo Manolo asciende a lugares de privilegio y tras la alternativa que le concede Lorenzo Garza en Monterrey (la continuidad de la jerarquía, el mando y la personalidad están garantizadas), inicia el enfrentamiento con Huerta y con Capetillo en plan grande, hasta que Manolo termina desplazándolos de la escena. Su ascensión a la cima se da muy pronto hasta verse sólo, allá arriba, sosteniendo su imperio a partir de la acumulación de corridas y de triunfos respectivamente. Pronto llegan también a la escena Eloy Cavazos, Curro Rivera, Mariano Ramos y Antonio Lomelín con quienes cubrirá la época más importante del quehacer taurino contemporáneo.
Por muchas razones, su mejor y más importante presencia queda plasmada en México, al cubrir todos los rincones del país, llegando incluso a darse una etapa de corridas que se montaron en improvisadas plazas de vigas. Un hecho sin precedentes.
Alrededor de su carrera taurina siempre están las estadísticas y los datos fríos que permiten entender la grandeza donde supo mantenerse. He aquí el concentrado de 26 años de trayectoria:
Como puede verse en la frialdad de los números, éstos no determinan la totalidad de su trayectoria y su quehacer. En todo caso, como torero, un término estadístico dice mucho,[1] pero dice aún más el quehacer en su conjunto, el que acumuló a partir de su presencia y permanencia como “figura del toreo”. En eso, nadie le pondrá alcance, pues cada diestro, dueño de aura y estela propias, determinan la trascendencia a que se han hecho acreedores luego de un largo trayecto, mismo que ha servido para moldear el estilo propio, la línea original que, como ser humano se ha propuesto lograr.
Hombre solitario, artista capaz de dar rienda suelta a sus emociones internas, a través del capote y de la muleta. Un artista, por lo general es introvertido, alejado del mundo, dispuesto a renunciar a la vida común y corriente para asumir la de aquellos pocos seres humanos cuyo destino es haber sido elegidos por la mano bondadosa de la virtud estética. Carácter recio, diríase que despótico, era su característica principal en la plaza. Indiferente, reacio e incluso, insolente se dejaba ver a la hora de desbordar su propio caudal de misterios profundos, muy suyos. Al ver las escenas de antiguos tiranos o dictadores como Hitler o el “Ducce” Mussolini, parece que en ellos veo la imagen de Manolo Martínez quien, con su peculiar forma de ser en el ruedo causaba el ambiente propicio de “pasiones y desgracias”, como dijera Miguel Hernández.
Actuaba en plan de arrollador en cuanta plaza lo contrataban en su etapa de
primera madurez. Aquí, en el viejo “Progreso” de Guadalajara.
Martínez poseía algo más allá que la sola personalidad. Era la viva imagen del “mandón” en la fiesta.
LOS MANDONES EN LA HISTORIA.
Una rápida mirada a la tauromaquia en los últimos cien años nos da idea de lo poco numerosos que han sido los mandones en la fiesta. Durante la postrer década del siglo antepasado solo sobresalen dos cabezas: Ponciano Díaz en México y Rafael Guerra “Guerrita” en España. Ambos toreros juegan en solitario, sin pareja, sin rival permanente, invadiendo terrenos y ganando batallas hasta quedarse solos mientras el boomerang de su propia dictadura se vuelve contra ellos. El primero fue sacado con lujo de fuerza. Su éxito le había proporcionado medios económicos para construir su propia plaza en la capital mexicana: la de Bucareli. Ahí se había instalado para vivir en compañía de su venerada madre y en ese mismo templo de su magisterio recibe, sin estar en casa, a la furibunda turbamulta, que acude vengativa a cobrar los “agravios”. La tromba humana, vigorizada por la gota que derramó el vaso, arremetió sin gobierno, destruyendo todo lo que encontró a su paso.
El significado que adquiere la figura de Manolo Martínez se convierte en la que les confiere a monarcas y su cetro, ese sentido de jefatura que controla el horizonte que se le pone enfrente, que elimina enemigos y se hace de muchos correligionarios.
Desmenuzando el acontecimiento que nos congrega, me doy cuenta que mucha gente, incluso poco afecta a asistir a la plaza, se entera del sucedido y hasta cuenta sus propias experiencias luego de haber sabido algo, o de haber tenido la suerte de presenciar cierta corrida cubierta de recuerdos o de anécdotas, como aquella en la que las cosas no iban bien para Manolo. El público, impaciente, comenzaba a molestarlo y a reclamarle. De repente, al sólo movimiento de su capote del que se bordó una chicuelina, aquel ambiente de incomodidad pasó a uno de reposo, luego de oírse en toda la plaza un ¡olé! que hizo retumbar los tendidos. Para muchos, el costo de su boleto estaba pagado. Otros también me cuentan que aunque no les parecía nada agradable su carácter, éste era capaz de dominar a las masas, de guiarlas por donde el regiomontano quería, hasta terminar convenciéndolos de su grandeza como “mandón”.
“Mandón” -que ya vimos en qué consiste-, es también una forma que rebasa todo lo previsible, sin darnos oportunidad más para contemplar, antes que examinar y comentar el quehacer torero en su justa medida. Así logró muchas, muchas tardes uno y otro triunfo, así como fracasos de lo más escandaloso el diestro neoleonés. Con un carácter así se llega muy lejos. Nada más era verle salir del patio de cuadrillas para encabezar el paseo de cuadrillas, los aficionados e “istas” irredentos se transformaban y ansiosos esperaban el momento de inspiración, incluso el de indecisión para celebrar o reprobar su papel en la escena del ruedo.
De Manolo Martínez se ha escrito la interesante biografía realizada por Guillermo H. Cantú. Ahora, sólo basta dejar que pasen los días inmediatos a su muerte, donde trascienden datos de frialdad estadística que no dicen demasiado si no buscamos dar con el perfil real de su personalidad.
Mientras todo esto ocurre, recuerdo que, a la muerte de Ponciano Díaz (15 de abril de 1899) la afición de hace poco más de un siglo lo veneró, e incluso hasta se suspendió la corrida más inmediata a su deceso que se efectuaría en la plaza de toros “Bucareli”, su plaza, la plaza que, sin saberlo, levantó como un monumento propio y donde dio rienda suelta a sus mejores expresiones taurómacas y charras. Años más tarde, el 17 de enero de 1907 moría, víctima de una cornada el diestro español Antonio Montes a quien el pueblo mexicano hizo suyo. Antonio Fuentes tomó entonces la iniciativa de suspender la corrida del domingo siguiente.
Viene a la memoria el recuerdo por la muerte de Alberto Balderas, aquel 29 de diciembre de 1940. El “Torero de México” estaba en el corazón de muchos aficionados. A los ocho días, se congregó en la plaza “El Toreo” un público que, respetuoso guardó “un minuto de silencio” y si bien, la corrida no se suspendió, ésta se celebró dentro del más emotivo de los recuerdos.
Carlos Arruza moría el 20 de mayo de 1966, víctima de un accidente en carretera. Apenas unas semanas antes del deceso, toreaba y triunfaba vestido de corto en la plaza “México”. También -al parecer- suspenden en señal de duelo, la novillada que se efectuaría el domingo siguiente a su muerte. Rodolfo Gaona nos deja en mayo de 1975. La distancia de su época de mayores glorias y los escasos aficionados que sobreviven a la misma, no alcanza las proporciones que creo yo, merecía el “indio grande”.
Recuerdo también las muertes inmediatas y cercanas de Lorenzo Garza y de Fermín Espinosa Armillita, allá por 1978. A cada cual se le prodigó un sentido homenaje, pero nunca, en las proporciones que ahora vemos con el caso de Manolo Martínez.
Esta revisión necrológica no puede ignorar la tarde en que las puertas de la plaza de toros de san Marcos se abrieron para recibir los restos de Rafael Rodríguez, que también fueron llevados en andas por sus seguidores. También he de mencionar una novillada, allá por 1990, cuando por la puerta de cuadrillas salió Curro Rivera llevando en sus manos la urna que contiene las cenizas de su padre. Aquella escena fue conmovedora. Reposan los restos del gran diestro potosino en la capilla de la plaza de Insurgentes.
Ante lo apuntado hasta aquí, nada es comparable con las muestras de cariño que se dieron en el homenaje póstumo a Manolo Martínez. Creo que es de mal gusto comentar situaciones generalmente llevadas a la intimidad familiar, pero el sólo nombre de Manuel Martínez Ancira fue suficiente para celebrar una misa de cuerpo presente en el ruedo de la plaza de sus triunfos. Luego, sin que se pudiera evitar, fue el público quien se volcó sobre el féretro y lo paseó una, dos, quizás tres veces al ruedo deseando en aquel momento eternizar los instantes. Las escenas, conmovedoras en sí mismas, evocaron aquella ocasión en que también los restos de Antonio Bienvenida fueron paseados en andas por sus seguidores. En algunas imágenes que la televisión preparó y difundió al mundo, podemos apreciar las muestras de cariño, devoción y fanatismo prodigadas por unos 15 mil aficionados que se dieron cita aquella tarde del lunes 19 de agosto a la plaza de toros “México”, como sabemos, la plaza de sus triunfos.
Homenajes al héroe, al gran personaje, al mito, como he escrito párrafos atrás, no lo había visto sino hasta esta ocasión. La muerte, por sí misma, crea un impacto y un halo de misterio cercano sólo a la intimidad. Aquí nada de eso existió. Todo fue espontáneo, como las flores, los ramos, las coronas, los gritos ensordecedores de “¡Manolo, Manolo y ya!”. “¡Torero!” “¡¡Torero!!” “¡¡¡Torero!!!”.
Ese acto espontáneo y popular se lo han ganado unos pocos. Y en el toreo, parece que el recuerdo va a acaparar las muestras de cariño y de devoción que desbordó la afición para con su torero.
Por la noche de aquel 19 de agosto, sus restos “polvo eres, y en polvo te convertirás” descansan en un nicho, pequeño punto del gran monumento que ahora es su morada. Discutible el asunto, pero fue, al fin y al cabo, decisión final de un hombre que dejó lo mejor de su vida en ese recinto, lugar que lo proyectó a estaturas muy elevadas y donde supo mantenerse, admirando y teniendo el mando, durante muchos años, siempre desde arriba, sin riesgo alguno de perderlo.
De Manolo Martínez hay mucho que escribir, mientras no sea la verborrea que por montón se ha desatado.
Manolo también es un ser humano, de carne, hueso y espíritu al que le toca protagonizar un papel hegemónico de la mayor importancia en los últimos 30 años de nuestro siglo XX.
Manolo Martínez procedía de una familia acomodada, desde temprana edad dio muestras de rebeldía lo que provocó el rechazo familiar, él quería dejar fluir sus instintos, sus necesidades que se dejan ver en actos de riesgo, en un permanente enfrentar a la muerte no sólo ante los toros, sino también en otras circunstancias como la de tomar una moto y buscar los caminos más difíciles y riesgosos, pilotear una avioneta y describir piruetas en el aire ante el asombro de muchos. Quizás su fuerte no fue su facilidad para expresarse oralmente y externar sus emociones. Sin embargo, como artista tenía una fuerza poderosa capaz de demostrar su yo interno, donde aquellos hilos de comunicación se entrelazaban en un diálogo estentóreo, misterioso que conmocionaba los cimientos de cualquier plaza, causando un caos de emociones fuera de sí.
Como figura fue capaz de crear una serie de confrontaciones entre sus “istas”, que eran legión y los enemigos. Su quehacer evidentemente estaba basado en sensaciones y emociones, estados de ánimo diverso que decidían el destino de una tarde y así como podía sonreír en los primeros lances, afirmando que la tarde garantizaba un triunfo seguro, también un gesto de sequedad en su rostro podía insinuar una tarde tormentosa, tardes que, con un simple detalle se tornaban en apacibles, luego de la inquietud que se hacía sentir en los tendidos.
Ese tipo de fuerzas conmovedoras fue el género de facultades con que Manolo Martínez podía ejercer su influencia, convirtiéndose en eje fundamental donde giraban a placer y a capricho suyos las decisiones de una tarde de triunfo o de fracaso. Era un perfecto actor en escena, aunque no se le adivinara. De actitudes altivas e insolentes podía girar a las de un verdadero artista que no estaban dispuestas en el guión de la tarde torera. Pesaba mucho en sus alternantes y estos tenían que sobreponerse a su imagen, puesto que en apenas unos movimientos de manos y pies, conjugados con el sentimiento, se transformaba todo el sentido de un momento.
Manolo era Manolo, diría Perogrullo. Yo soy yo y mi circunstancia, apuntaba José Ortega y Gasset, nada era imitación, todo era natural y espontáneo en él, de ahí que esto influyera para que las huestes martinistas aumentaran considerablemente, sin faltar aquellos aficionados desbocadamente locos que lanzaban al ruedo el bastón, sombrero, saco, chaleco… (¿recuerdan a Don Susanito?). Hacedor de un perfil distinto, lo supo mantener durante toda su trayectoria como matador de toros, incluso a su retorno y en los momentos más difíciles de esta segunda época, cuando ya no era el Manolo de los primeros años, con facultades físicas mermadas que lo llevaron a algunas escenas desagradables.
A partir de estos momentos, nos encontramos apostados en el horizonte de la revisión del papel que ejerció Manolo Martínez durante su vigencia como matador de toros. En vida se le criticó y se le alabó en ambos sentidos. Hoy, las perspectivas deben ser distintas y suficientes para entenderlo durante su predominio como figura del toreo. Así como a Ponciano Díaz o a Rodolfo Gaona ya se les ha revisado con minuciosa precisión, es el momento de hacerlo con el diestro de Monterrey. Todos quienes tenemos un acercamiento a la fiesta, en cualquiera de sus sentidos, debemos despojarnos de la camisa de las pasiones y de los alegatos sin sentido, para ir entendiendo la misión del martinismo en México. Su extensión hacia otros países también deja una honda huella que se reconoce perfectamente, a pesar de las posibles omisiones, inválidas a partir de este momento, puesto que bien o mal, su obra quedó escrita en el universo taurino.
Me reconozco un arrepentido que ahora intenta revalorar toda esta suma de condiciones que alteraron la historia taurina de México en la fase terminal de nuestro siglo XX.
Manolo Martínez al trascender como un novillero de peso, se gana la alternativa y sus pasos se convierten en amenaza para otros tantos diestros que lo enfrentan y hasta se ven derrotados o desplazados por su fuerza arrolladora. Como no recordar las jornadas donde se puso al tú por tú con Joselito Huerta y sobre todo con Manuel Capetillo, dos figuras que poseían un sitio, pero así como lo tuvieron, así también lo vieron amenazado hasta que Manolo se apoderó de todo el terreno, en un alarde de señor feudal que se apoderó del control y terminó por mandar, terminó por imponerse. Un quehacer de esta índole se ve de vez en vez y hasta el momento, no ha habido nadie que se atreva a realizarlo. El lugar que deja es un trono vacío, a la altura de sus circunstancias, un lugar enorme, sin dimensiones.
La tauromaquia martiniana es una obra perfectamente condensada de otras tantas tauromaquias que pretendieron perfeccionar este ejercicio. Sus virtudes se basan en apenas unos cuantos aspectos que son: el lance a la verónica, los mandiles a pies juntos y las chicuelinas del carácter más perfecto y arrollador, imitadas por otros tantos diestros que han sabido darle un sentido especial y personal, pero partiendo de la ejecución impuesta por Martínez. En el planteamiento de su faena con la muleta, todo estaba cimentado en algunos pases de tanteo para luego darse y entregarse a los naturales y derechazos que remataba con martinetes, pases de pecho o los del “desdén”, todos ellos, únicos en su género, puesto que el sentido impreso a cada uno de ellos creaban un estado de emociones muy intensas y emotivas. La plaza era un volcán invertido, cuyas explosiones se desbordaban hasta que el estruendo irrepetible de cien o más pases dejara pasmados y sin ya más que fuerzas para agitar las manos, después de tanto gritar.
Capote y muleta en mano eran los elementos con que Manolo Martínez se declaraba ante la afición. Lo corto de sus palabras quedaba borrado con lo amplio y extenso de su ejecución torera. Era su auténtica y genuina forma de comunicación con los aficionados que encontraban a un Manolo Martínez totalmente despojado de sus adentros, vacío, pero satisfecho de la obra que acababa de realizar. El toreo es un arte efímero que se goza al instante y se evoca, por instantes a lo largo del recuerdo que nos otorga la vida. Las faenas realizadas por Manolo Martínez son muchas, todas ellas, de una u otra forma recreadas por sus seguidores y/o correligionarios. Es ahí donde debemos hacer descansar el peso del examen a su vida y trayectoria. Alrededor de él existen una serie de testimonios que, por lo menos para mí, no vienen al caso mencionarse y son todos aquellos que sirven para crear la imagen del torero fuera de la plaza, del ciudadano Manuel Martínez Ancira que se hizo rodear de un grupo de personas de toda condición, pero también de toda laya, broza y baja estofa.
Qué mejor recuerdo que vestido de torero, haciendo subir y bajar el termómetro de las pasiones a escalas inverosímiles. Sus tardes de apoteosis, de bronca, de “nada de nada” son las que dicen, una a una, el sentido de majestad y grandeza asumida por el gran diestro neoleonés. Sus competencias con los toreros ya mencionados son gestas difíciles de olvidar. Si volvemos la vista a la prensa escrita y hojeamos las miles de páginas que se prodigaron a su favor o en contra, encontraremos de todo, pero desde luego una riqueza excepcional de información que forja la perfecta imagen de un personaje dueño de un destino sin igual, convertido ahora en leyenda.
¿Que tuvo muchos enemigos? Desde luego. Y de ese conjunto algunos que pesaron mucho en su carrera. Se trata de ciertos periodistas que, o no lo entendieron, o se quejaron de modo subterráneo por no haber recibido favor alguno del diestro. Entre la prensa, se tiene la idea de que sin dinero de por medio no pueden escribirse crónicas sentidas. Por supuesto hay evidencias significativas desde hace un buen número de años. No referiré, porque no viene al caso, el ambiente donde giran algunos personajes de la prensa, pero es un hecho que bajo el mando de Manolo las cosas se dieron en ese sentido. También se dio con él otro aspecto que era el del frente de periodistas incondicionales que se desbordaron en crónicas, elogios y otros inciensos que proyectaban al diestro al Olimpo. Manolo veía todo desde la cima, controlaba muy bien su imagen partiendo del hecho de sus propios actos, consolidados en imagen gracias a la administración que tuvo de su lado. Probablemente dicho sistema haya sido culpable en elevar más allá de un sentido racional lo que debía conservar una imagen más original.
El hecho es que la época martinista deja descubrir infinidad de situaciones que ponen en un lugar más ponderado al diestro de Monterrey. El solo hecho de que la afición lo recuerde acudiendo a infinidad de sucedidos, es la mejor forma en que su testimonio como torero se fortalece cada día que se separa del parteaguas de la mortalidad con respecto a la inmortalidad.
Manolo Martínez cimenta durante todo su recorrido profesional la imagen que ahora, en su etapa inicial de recuerdos se fortalece gracias al sin fin de acontecimientos de que fue capaz. Hombre de contrastes y de situaciones extremas podía alcanzar la gloria pero tambalearse en el fracaso. Era, a fin de cuentas una actitud asumida por los grandes artistas, por los genios que no se conforman con medias tintas. Tan particulares personajes exponen su riqueza de conocimientos en las pruebas. El artista también lo hace frente al lienzo, a la partitura por iniciar, a la hoja blanca donde esbozar todas las ideas del sentimiento o del pensamiento, al bloque de piedra que al cabo de un tiempo nos mostrará la fuerza de la creación. Pero cuando no logran dar con el ideal, todas esas obras quedan inconclusas o destruidas. Aunque puede suceder lo contrario. Sus logros creativos alcanzan estaturas inconcebibles. Es decir, hablamos de un extremismo maniqueo, del bien o del mal, del amor o del odio. De la vida o la muerte. Mis respetos a este tipo de artistas que por eso han trascendido a niveles universales. Y Manolo Martínez, con todo lo que para el toreo representa, se convierte también en una figura por recordar. Manolo supo forjar momentos de grata memoria, pero también de aciaga condición. Quizá se quedó en algún momento compartiendo con la incertidumbre de los términos medios, de la mediocridad, pero me convenzo cada vez más que lo que él quería era compartir su obra con los grandes de todos los tiempos.
Ahora, en el “Nuevo Progreso”, paseando por el ruedo dos orejas después
de una notable actuación.
EL HILO CONDUCTOR DE LA TAUROMAQUIA
Sin afán de polemizar, sólo de aclarar, ofrezco a continuación mi postura sobre la discutida e interesante tesis que planteó Julio Téllez en su programa TOROS Y TOREROS del canal 11 de televisión mexicana, en el sentido de que Enrique Ponce debe buena parte de su toreo a la influencia ejercida por el desaparecido Manolo Martínez.
Fue en la emisión del día 28 de febrero de 1999 hizo un planteamiento, que aún no termina, el cual sostiene que la tauromaquia de Enrique Ponce se encuentra enriquecida por el efecto manolomartinista, en cuanto a que el diestro neoleonés es hoy en día una fuente de inspiración, no sólo para el valenciano. Lo es para muchos de los toreros que forman parte de la generación inmediata a la que perteneció el torero mexicano. Y no se trata sólo de los nacionales. También del extranjero. Esto es un fenómeno similar al que se dio inmediatamente después de la despedida de Rodolfo Gaona en 1925; muchos toreros mexicanos vieron en “el petronio de los ruedos” un modelo a seguir. Querían torear, querían ser como él. No estaban equivocados, era un prototipo ideal para continuar con la tendencia estética y técnica impuesta durante casi veinte años de imperio gaonista. Sin embargo estaban llamados a ser representantes de su propia generación, por lo que también tuvieron que forjarse a sí mismos, sin perder de vista el arquetipo clásico heredado por Gaona.
Pero el asunto no queda ahí. La tauromaquia tiende a renovarse, y aunque pudiera darse el fenómeno de la generación espontánea, en virtud de que algunos toreros importantes se formen bajo estilos propios, estos se definen a partir de cimientos sólidamente establecidos por diestros que han dejado una estela destacada que se mete en la entraña de aquellos quienes llegan posesionándose del control, para convertirse en nuevas figuras.
En el mismo programa TOROS Y TOREROS, surgió una razón que explica el dicho anterior. En inteligente entrevista formulada a Julián López El Juli se le preguntó:
–¿Quién es para ti el “paradigma de todas las virtudes”?
A lo que contestó el joven espada: Desde luego Manuel Rodríguez Manolete, José Gómez Ortega. Y luego refirió el nombre de otros personajes trascendentales en su formación.
Es decir: El Juli, Enrique Ponce o quien sea, no pueden hacer hablar sus tauromaquias si no las sustentan en el “abc”, en el vocabulario o las “reglas gramaticales” que dejaron a su paso los “paradigmas” que han ejercido poder y presencia en el toreo como expresión universal. Y digo universal porque ya no puede considerarse ni local, ni tampoco como resultado de una escuela específica, y mucho menos nacional. El toreo es en nuestros días una manifestación universal debida a la nutriente que circula por sus misteriosos vasos comunicantes cuyas salidas secundarias son las plazas de tienta. Las primarias, son las plazas de toros.
En esa permanente convivencia ha trascendido el quehacer taurino de la que no es ajena el público, la afición en su conjunto. Así como es testigo presencial de la consolidación mostrada por el torero que ha llegado a su punto de madurez profesional, también aprecia la puesta en escena de quien se incorpora como candidato a ser un modelo establecido. Y aún más, el “paradigma de todas las virtudes” para toreros de generaciones venideras que ocuparán sitio de privilegio.
Y aquí surge ya el argumento que fortalece esta disección: las generaciones, el ritmo generacional con que también las sociedades han consolidado su presencia a través de los años, en un constante renovar que se genera. Hoy hablamos de Pepe Illo, de Paquiro o del Guerra porque dejaron a su paso la experiencia del quehacer taurino a fines del siglo XVIII; el primer tercio del XIX y finales de este. En sus “tauromaquias” se concentró la summa de sus correspondientes generaciones, recordando que summa es la reunión de experiencias que recogen el saber de una gran época.
Se habla de las escuelas “rondeña” sustento que viene desde el esplendor de los Romero de Ronda, de estilo pulcro. La “sevillana” de Cúchares, salpicada de “duende”. Incluso se menciona la escuela “mexicana” del toreo. El caso de Silverio se revisa aparte.
La sola mención de Silverio Pérez como uno de los representantes fundamentales de tal “escuela”, nos lleva a surcar un gran espacio donde encontramos junto con él, a un conjunto de exponentes que han puesto en lugar especial la interpretación del sentimiento mexicano del toreo, confundida con la de “una escuela mexicana del toreo”. La etiqueta escolar identifica a regiones o a toreros que, al paso de los años o de las generaciones consolidan una expresión que termina particularizando un estilo o una forma que entendemos como originarias de cierta corriente muy bien localizada en el amplio espectro del arte taurino.
Escuela “rondeña” o “sevillana” en España; “mexicana” entre nosotros, no son más que símbolos que interpretan a la tauromaquia, expresiones de sentimiento que conciben al toreo, fuente única que evoluciona al paso del tiempo, rodeada de una multitud de ejecutantes. Que en nuestro país se haya inventado ese sello que la identifica y la distingue de la española, acaba sólo por regionalizarla como expresión y sentimiento, sin darse cuenta de su dimensión universal que las rebasa, por lo que el toreo es uno aquí, como lo es en España, Francia, Colombia, Perú o Portugal. Cambian las interpretaciones que cada torero quiera darle y eso acaba por hacerlos diferentes, pero hasta ahí. En la tauromaquia en todo caso, interviene un sentido de entraña, de patria, de región y de raíces que muestran su discrepancia con la contraparte. Esto es, que para nuestra historia no es fácil entender todo aquello que se presentó en el proceso de conquista y de colonia, donde: dominador y dominado terminan asimilándose logrando un producto que podría alejarse de la forma pero no del fondo, cuyo contenido entendemos perfectamente. La frase de Silvio Zavala nos ayuda a comprender este complejo panorama:
Los mexicanos tenemos una doble ascendencia: india y española, que en mi ánimo no se combaten, sino que conviven amistosamente.
Entramos a terrenos más complejos, pues del orden generacional pasamos al sincretismo, argumento que si utilizamos con prudencia -para no perdernos en el mar de explicaciones-, resulta bastante útil si pretendemos manejarlo como elemento que nos aclare la superposición y fusión de circunstancias de distinta procedencia.
Los toreros de estilo definido como Antonio Bienvenida o Antonio Ordóñez, surgidos ambos de familias con fuerte dosis de influencia taurina, aunque no se constituyan como efecto directo para un Enrique Ponce, torero cuya expresión experimentará la transición de siglos y de milenios también, acoge en su interior la misteriosa presencia de estos dos enormes “paradigmas”. Su razón no es torear como ellos, ser una réplica barata y estandarizada de los prodigios mencionados. Lo que sucede es que gracias a ellos se debe la respetable conducción del toreo por rutas más definidas, donde sus capotes son lienzos para la belleza, soportados por una técnica impecable. Y luego, gracias al planteamiento original en sus faenas de muleta, que desarrollado devino obra maestra, permitió los grados de perfección que conocemos. Bajo este influjo escalaron sitios preponderantes en el toreo. Enrique Ponce, seguramente se mira en ellos a través de un espejo, pero sin que deje de ser el mismo Enrique Ponce plantado en su propio presente.
El debate sobre la estética y la técnica que Ponce ha puesto en evidencia, se debe a que ha encontrado techo, límite en su quehacer. Esto no significa obstáculo, sin más. Es el reto a trascender otro nivel de expresión, totalmente nuevo, apoderándose de él con fuerza y dominio hegemónicos. Para él la consigna es NO CLAUDICAR. Dicen muchos que Ponce, torea “bonito”. Esa calificación, en el fondo ligera, o si se quiere “kitsch”,[3] puede interpretarse también peyorativa.
Con todo esto, Enrique Ponce asume un enorme reto. También, y en esa misma proporción un riesgo. Como “figura” se le exige cada vez más, así se le exigió a Manolo Martínez y a muchos otros toreros de esta talla. Y Manolo, y los otros respondían, sabían que no perder el control y manejar la situación como el mejor estratega significaba volver a la normalidad después de la tormenta, disfrutando una vez más las mieles del triunfo, del afecto popular.
Manolo Martínez legó al toreo cosas buenas y malas también. Ese espejismo maniqueo posee un peso rotundo cuyos significados se revelan a cada tarde, como si durante cada corrida de toros se leyera una página del testamento DE LA DOBLE M donde quedaron escritas muchas sentencias por cumplir o excluir. Ese legado, entendido como una tauromaquia subliminal para muchos diestros, herederos universales de aquel testimonio sigue provocando controversias, polémicas como todo lo causado ahora con la influencia o no por parte de este último “mandón” del toreo mexicano, del que a continuación presento un perfil por demás, necesario.
En sus inicios como torero, el regiomontano Manolo Martínez, comparte una época donde la presencia de Joselito Huerta o Manuel Capetillo determinan ya el derrotero de aquellos momentos. Dejan ya sus últimos aromas Lorenzo Garza y Alfonso Ramírez Calesero. Carlos Arruza recién ha muerto y su estela de gran figura pesa en el ambiente.
En la plaza, el público, impaciente, comenzaba a molestarlo y a reclamarle. De repente, al sólo movimiento de su capote con el cual bordaba una chicuelina, aquel ambiente de irritación cambiaba a uno de reposo, luego de oírse en toda la plaza un ¡olé! que hacía retumbar los tendidos. Para muchos, el costo de su boleto estaba totalmente pagado. Con su carácter, era capaz de dominar a las masas, de guiarlas por donde el regiomontano quería, hasta terminar convenciéndolos de su grandeza. Como ya se dijo: No se puede ser “mandón” sin ser figura. No es mandón el que manda a veces, el que lo hace en una o dos ocasiones, de vez en cuando, sino aquel que siempre puede imponer las condiciones, no importa con quién o dónde se presente. (Guillermo H. Cantú).
El diestro neoleonés acumuló muchas tardes de triunfo, así como fracasos de lo más escandalosos. Con un carácter así, se llega muy lejos. Nada más era verle salir del patio de cuadrillas para encabezar el paseo de cuadrillas, los aficionados e “istas” irredentos se transformaban y ansiosos esperaban el momento de inspiración, incluso el de indecisión para celebrar o reprobar su papel en la escena del ruedo.
Manolo también es un ser humano, de “carne, hueso y espíritu” al que le tocó protagonizar un papel hegemónico dentro de la tauromaquia mexicana en los últimos 30 años de nuestro siglo XX.
Manolo Martínez nace el 10 de enero de 1947 en Nuevo León. Sobrino-nieto del presidente constitucionalista Venustiano Carranza, mismo que, de 1916 a 1920 prohibió las corridas de toros en la ciudad de México, por considerar que
…entre los hábitos que son una de las causas principales para producir el estancamiento en los países donde ha arraigado profundamente, figura en primer término el de la diversión de los toros, en los que a la vez que se pone en gravísimo peligro, sin la menor necesidad la vida del hombre, se causan torturas, igualmente sin objeto a seres vivientes que la moral incluye dentro de su esfera y a los que hay que extender la protección de la ley.
Su padre, el Ingeniero Manuel Martínez Carranza participó en el movimiento revolucionario, para lo cual se unió a las filas del Ejército Constitucionalista, llevando el grado de Mayor.
Para muchos, una figura inolvidable
A su madre, doña Virginia Ancira de Martínez le hizo pasar tragos amargos, porque Manuel, desde un principio dio muestras de rebeldía, integrándose a la práctica de la charrería que combinaba con sus primeros acercamientos al toreo, gracias a que su hermano Gerardo contaba con una ganadería, no precisamente de toros bravos.
Todo esto motivó el rechazo familiar. El colmo es cuando anuncia que deja los estudios de veterinaria en la Facultad de Ingeniería del Tecnológico de Monterrey para cumplir con su más caro deseo: hacerse torero.
“Déjenle que pruebe sus alas y sus ilusiones…” dijo doña Virginia a la familia. Y antes de partir a los sueños impredecibles, le advirtió a Manuel: “Ve, anda, si quieres ser torero, demuestra tu valor. Si no eres el mejor, regresa al colegio. Recuerda que en esta casa no hay cabida para los mediocres…” Tales palabras sonaron a sentencia en los oídos del joven, que ya no tenía más voluntad que la de convertirse en una gran figura del toreo.
A pesar de que no había problemas económicos en la familia Martínez Ancira, Manuel se marchó empezando sus correrías sin más ayuda que su deseo por verse convertido en “matador de toros”. Puede decirse que a partir del domingo 1 de noviembre de 1964, tarde en la que triunfó en la plaza de toros AURORA, comienza a bordar el sueño que lo obsesiona. Nace así, la gran figura del toreo mexicano.
Consagrado sufrió serias cornadas, siendo la de BORRACHON, de San Mateo la que lo puso al borde de la muerte, dada la gravedad de la misma. Fue un percance que alteró todo el ritmo ascendente con el que se movía de un lado a otro el gran diestro mexicano.
De hecho, la muerte casi lo recibió en sus brazos, de no ser por la tesonera labor del cuerpo médico que lo atendió. Tal herida causó un asentamiento de firmeza en el hombre y en el torero. Se hizo más circunspecto y calculador. De ahí probablemente su altivez, pero, al fin y al cabo una altivez torera.
Ese tipo de fuerzas conmovedoras fue el género de facultades con que Manolo Martínez pudo ejercer su influencia, convirtiéndose en eje fundamental donde giraban a placer y a capricho suyos las decisiones de una tarde de triunfo o de fracaso. Además, era un perfecto actor en escena, aunque no se le adivinara. De actitudes altivas e insolentes podía girar a las de un verdadero artista a pesar de no estar previstas en el guión de la tarde torera. Pesaba mucho en sus alternantes y estos tenían que sobreponerse a su imagen; apenas unos movimientos de manos y pies, conjugados con el sentimiento, y Manolo transformaba todo el ambiente de la plaza.
Quienes estamos cerca de la fiesta, al acudir a la razón, tenemos que despojarnos de la camisa de las pasiones y de los alegatos sin sentido, para ir entendiendo la misión de uno de los más grandes toreros mexicanos.
Su proyección hacia otros países también deja una honda huella que se reconoce perfectamente, a pesar de las posibles omisiones, su obra queda inscrita en el universo taurino.
El toreo es un arte efímero, pero gracias a la memoria podemos retenerlo y evocarlo a lo largo de la vida. Las faenas realizadas por Manolo Martínez son muchas, todas ellas, de una u otra forma recreadas por sus seguidores y correligionarios.
Manolo Martínez cimentó durante todo su recorrido profesional la imagen que nos dejó, ahora perdura sólo el recuerdo del gran torero olvidando rencillas y rencores inclusive entre sus más declarados enemigos.
Hombre de contrastes y de situaciones extremas podía alcanzar la gloria pero tambalearse en el fracaso. Era, a fin de cuentas una actitud asumida por los grandes artistas, por los genios que no se conforman con simples apuntes de una obra que pretenden mayor.
Sus triunfos, pero también sus fracasos como torero dejaron huella. Es decir, hablamos de los extremos, del bien o del mal, del amor o del odio, de la vida o la muerte. Manolo supo forjar momentos de grata memoria, pero también de aciaga condición.
Como todo gran torero, España fue otra meta a seguir. En 1969 logra sumar 49 actuaciones a cambio de tres cornadas que le impidieron llegar a las 80 corridas. El espíritu de conquista se dio con Manolo, puesto que logró convencer a la exigente afición hispana. España es un terreno difícil de conquistar por parte de extranjeros que intentan izar su bandera junto a la nacional que ondea en todas las plazas de la península.
Manolo el hombre, la figura que, enfundada en el hábito de los toreros -el majestuoso traje de luces-, legó multitud de recuerdos que hoy nos causan emoción.
He aquí un pequeño rasgo de la majestad torera, del sentido humano alcanzados por el mejor torero mexicano de los últimos tiempos: MANOLO MARTINEZ.
Si con todo esto aún no es suficiente entender que una influencia de semejantes magnitudes como la de Manolo Martínez en el ejercicio tauromáquico de Enrique Ponce no ha bastado, pues entonces sepamos, para decirlo de una vez, que los aspectos hereditarios en su entorno más íntimo y misterioso se filtran en el espíritu de muchos matadores de toros que trascienden su arte y su técnica a partir de los basamentos con que se constituyen para proyectar su propia voz en el concierto al que fueron convocados. Sin embargo, cada quien hablará de su expresión con una tesitura distinta y particular. De ahí que encontremos siempre estilos distintos.
Concluyo el presente ensayo, afirmando que en este caso, con Manolo Martínez y Enrique Ponce encontramos dos etapas de una misma obra de creación personal dueñas de su propia circunstancia.
[1] Guillermo H. Cantú: Manolo Martínez un demonio de pasión. México, Diana, 1990. 441 p., ils., fots.
[2] Op. Cit., p. 87-93.
[3] Jean Duvignaud: El juego del juego. México, 1ª ed. en español, Fondo de Cultura Económica, 1982. 161 p. (Breviarios, 328), p. 144 y 150.
►Los escritos del historiador José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse a través de su blogs “Aportaciones histórico taurinas mexicanas”, en la dirección: http://ahtm.wordpress.com/
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