Desde muy antiguo viene el debate, periódicamente resucitado de si el torero nace o el torero se hace, que al final viene a constituirse en el punto neurálgico de la razón de ser de las Escuelas Taurinas.
Como poco, el debate viene nada menos que del siglo XVI, porque fue entonces cuando Juan de Valencia escribió por primera vez la sentencia de que “el poeta y el toreador nacen y no se hacen”. Con independencia de por cual tesis se decante cada uno, algo habrá que reconocer siempre a este Juan de Valencia, porque es para estarle muy agradecido que pudiendo comparar al torero con cualquier otro oficio, al menos tuvo la sensibilidad de hacerlo nada menos que con los poetas, que con su palabra mágica son quienes glorifican las realidades terrenas.
La historia nos cuenta como el aprendizaje del toreo siempre vino de una tradición oral. En las casas de las grandes dinastías o, sencillamente, en lugares frecuentados por antiguos profesionales, se han forjado l grandes toreros, o al menos excelentes aficionados. Mirando, escuchando, analizando y aprendiendo delante del toro, es como un hombre puede escudriñar en una actividad tan complicada. En este sentido, la inteligencia y la intuición juegan un papel preponderante.
Siempre han existido toreros especialmente aptos para enseñar los secretos de la tauromaquia, la formación de las escuelas taurinas ha sido fundamental para encauzar todas aquellas ilusiones de jóvenes que buscan en el toreo una forma de expresar sentimientos. En este sentido, reciente tenemos toda una relación de viejos banderilleros que a lo mejor no alcanzaron mayores glorias, pero supieron formar a otros que si llegaron a ellas.
Pero el arte, sea cual fuere su manifestación final, exige de otras condiciones personales. Al pintor se le pueden enseñar las diferentes texturas de su material habitual, incluso cabe explicarle técnicas y prácticas de trabajo; lo que nadie ha conseguido por ahora es enseñarle a manifestar en un cuadro su sensibilidad íntima, que justamente es lo que le hace diferente. Eso es nada más que suyo. Con el torero pasa igual. Conocerá los rudimentos técnicos, incluso es posible que termine por dominarlos, pero si nada lleva dentro, si en su cabeza y en su corazón no anida ese misterio del toreo, del que tanto hemos hablado en este tiempo, difícilmente podrá escribir algún día el soneto épico de la faena sublime que justifique su paso por los ruedos.
A caballo entre tener ese misterio íntimo que contar y esa otra necesidad imperiosa de formarse en unos conocimientos básicos hay que situar el verdadero papel de las Escuelas Taurinas.
Sin embargo, en el terreno de lo concreto, el origen de las Escuelas nace de una necesidad que se pone de manifiesto en épocas de crisis taurinas. Ocurrió hace ya más de tres décadas, pero es que esa fue la razón por la que se constituyó la primera todos, en los inicios del siglo XIX.
En efecto, cuando el Conde de Estrella se dirige al Rey Fernando VII con esta petición, su preocupación se centraba en que, al retirarse el torero Pedro Romero (1799), muerto Joaquín Rodríguez ‘Costillares’ (1800) y José Delgado ‘Pepe Hillo’ (1801), la Fiesta de los toros había entrada en una etapa declive. Se trataba en consecuencia de establecer un revulsivo que sacara a la Fiesta de su atonía.
Cuando con el vigente Reglamento se impulsa en nuestros días el desarrollo de las Escuelas, en el fondo lo que se viene a atender es la necesidad de la formación de nuevos toreros, una vez que las condiciones sociales y económicas de España no eran compatibles con aquella formación autodidacta de los capas y aficionados recorriendo los caminos y las capeas.
Se trata de urgencias diferentes, pero en ambas se localizan los mismos objetivos: aportar savia nueva a la Fiesta. Ambas se encuentran los mismos objetivos: dar formación a los futuros profesionales.
El primer antecedente histórico
A veces de forma un tanto informal se narra el origen de las Escuelas Taurinas como ligado –casi en relación causa-efecto— a la decisión del Rey Fernando VII de suprimir las Universidades españolas. Se transmite así un mensaje un tanto acultural, que en nada beneficia a la Fiesta. Es cierto que se produce entre ambas decisiones reales una coincidencia en el tiempo, pero pasar de ahí es no sólo aventurado sino sobre todo poco riguroso.
Según está sobradamente documentado, fue el Conde de Estrella, buen aficionado y amigo del Rey Fernando VII, quien le propuso la creación de una escuela de tauromaquia. Y fue el propio Conde de Estrella quien el 26 de febrero de 1830 envía el proyecto de la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, proyecto en el que se recogen importantes datos referentes a la tauromaquia y a la organización de una escuela. Incluso, llega a proponer como maestro a Jerónimo José Cándido, que ya retirado de los ruedos vivía en Sevilla.
Atendiendo esa petición, el Rey dicta finalmente la Real Orden por la que se crea la Escuela de Tauromaquia de Sevilla, con fecha de 28 de mayo de 1830, estableciendo en la misma la correspondiente dotación económica para su mantenimiento, en la que, entre otras cosas, se hace la previsión de que cada alumno percibirá una paga de seis reales.
Por lo demás, es cierto que inicialmente esta Escuela iba a ser dirigida por Jerónimo José Cándido, pero más tarde hubo que variar los planes al exigir Pedro Romero que se respetara su antigüedad en el oficio. De aquella Escuela saldrían en sus primeras promociones toreros como Francisco Montes ‘Paquiro’, Francisco Arjona ‘Cúchares’, Juan Pastor ‘El Barbero’, Juan Yust, Antonio Mariscal y Manuel Domínguez ‘Desperdicios’.
La Escuela duró tan solo cuatro años, porque al fallecimiento de Fernando VII, la reina María Cristina dicta otra Real Orden por la que se suprimía la Escuela, destinándose sus fondos a las necesidades de la enseñanza primaria y al socorro de los establecimientos de beneficencia. Pero aquella semilla quedó viva. Florecería de una forma o de otra, pero la iniciativa no volvió a caer en el olvido.
En una ocasione serán esas escuelas informales nacidas al amparo de dinastías toreras. En otras, serán iniciativas privadas y no oficiales que cumplen ese papel con mucha dignidad. Ahora que esa tierra está en tanta polémica, oportuno resulta recordar el ejemplo de aquella Escuela que en Barcelona mantuvo hasta su muerte Pedro Basauri Paguaga, Pedrucho de Eibar, por la que tantos pasaron. Y nada digamos de tantos y tantos Mataderos en los que viejos toreros enseñaban a su manera a los jóvenes aspirantes sus primeras letras taurinas.
El reto de futuro
Para dar cuerpo y consistencia a todo eso que desordenadamente había ido sobreviviendo, más que nada al aire del subdesarrollo, cuando se acomete la elaboración de la regulación de la Fiesta para el siglo XX para nadie hubo dudas de la conveniencia de incorporar al texto la cuestión de las Escuelas Taurinas.
Fruto de este esfuerzo legal es la proliferación de Escuelas por toda España. Unas con mejor fortuna que otras, pero todas con el propósito de dar soporte a las generaciones futuras de profesionales. Con buen criterio, las actividades que desarrollan se basan en una preparación física adecuada, un intenso aprendizaje del toreo de salón, el curso teórico sobre los principios básicos del toreo, la asistencia a los tentaderos o clases prácticas y las actuaciones en festejos de promoción. Además, la Escuela se responsabiliza de realizar un seguimiento de las responsabilidades académicas o laborales, que son imprescindibles para ser admitidos.
Con esa base, indispensable de todo punto, el aspirante podrá luego contar a todos ese misterio íntimo que para él es el toreo. De que exista ese misterio que contar y de saber sacarlo a la luz de una plaza, dependerá su éxito.
No era probablemente entonces el momento de hacerlo, pero hoy sí procede que entre todos se dé un paso más: incorporar las Escuelas al campo de las enseñanzas profesionales, como ahora ha solicitado la Confederación Mundial de Escuelas en su última reunión, celebrada en Albacete. La cuestión es muy compleja, tanto académicamente, como desde el punto de vista de ensamblaje administrativo. Pero vale la penar intentarla.
En este empeño, y teniendo por delante todas las diferencias que se dan entre uno y otro país, nos ha llamado la atención la iniciativa del Estado de Aguascalientes (México) de crear la Escuela Las artes y el toreo, ligando la formación taurina con la de otras disciplinas relacionadas con el arte y la cultura. Se trata de desarrollarla en un centro de carácter público, en el que simultáneamente se imparten las enseñanzas propias del segundo ciclo de la Secundaria –la ESO, en el caso de España–. Si este proyecto prospera y se desarrolla, el torero habría llegado a un nuevo horizonte: parangonarse en su formación materias nuevas tan emblemáticas como la música, la pintura, la escultura y el toreo.
Y es precisamente desde este contexto académico como mejor se daría respuesta a la crítica principal que en ocasiones se le hace a las Escuelas: el bajo número de figuras que han llevado hasta los ruedos, en comparación con el número de sus alumnos. De un Conservatorio no hay que esperar que todos sean Plácido Domingo ni Herbert von Karajan; pero de un buen desarrollo de la docencia musical hoy en España contamos con varias docenas de Orquestas Sinfónicas que pueden competir con gran dignidad en los escenarios. En los toros viene ocurriendo otro tanto: figuras han sido las justas, pero profesionales bien formados han sido muchos, no hay más que ver como se ha renovado el escalafón de plata.
Pero sería injusto exigirle a las Escuelas que vaya más allá a la hora de ofrecer resultados. La buena formación es suficiente. Cuando a veces magnificamos el pasado –que la mayoría no vieron—, nos olvidamos que de sitio tan torero como el Matadero de Sevilla al comienzo de los 40 salió Pepe Luis y cuarenta años después de Diego Puerta. Y eso fue todo. Pero quien sienta la Fiesta siempre le estará agradecido a aquel Matadero, que nos dio dos figuras, pero también mantuvo la afición de cientos de muchachos.
0 comentarios