Según nos dice la Real Academia de la Lengua, excelencia es un término que debe entenderse como la “superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”. En lenguaje más habitual, por tal se define aquello que es extraordinariamente bueno y que excede a lo que dictan las normas ordinarias. Pero si miramos hacia el lenguaje económico, se suele aplicar a aquella gestión que es capaz de incrementar su valor, ya sea en términos estrictamente financieros ya en su propio impacto en los segmentos de público a los que se dirige.
En relación con la Fiesta y no precisamente con un estricto rigor, hoy se repite hasta la saciedad que “se torea mejor que nunca”. Al margen de ese pequeño detalle por el que al razonar así de un plumazo borramos del pensamiento a Juan y a José, a Domingo Ortega, o a Pepe Luis, por citar tres casos emblemáticos, resulta más que discutible que el verdadero sentido de esa frase de “torear mejor que nunca” resulte correspondiente con el concepto de excelencia en su verdadero sentido.
Pero es que, además, en cuanto se refiere a la Tauromaquia marcar como todo listón de la excelencia ese “torear mejor que nunca”, supone dejar fuera de esta manifestación de arte y de cultura a demasiadas cosas. La primera y principal radica que en ese “torear”, tal como hoy se emplea, se deja al margen a su hermano, gemelo en importancia, que se conoce como “lidia”. Sin embargo, separar a esa pareja supone arramplar con los cimientos mismos de la Fiesta.
Pero también podríamos preguntarnos dónde quedan, por ejemplo, los esfuerzos y empeños de los criadores de bravo a lo largo de la historia; ¿acaso los criadores no deben marcarse como meta propia la excelencia? Y aunque hoy los usos y prácticas se encuentren tan alejados de esta excelencia, ¿no debería constituir un objetivo irrenunciable de los organizadores de espectáculos taurinos?
Sin tratar de adentrarnos en mayores honduras intelectuales, una cosa puede darse por cierta: también tratándose de la Tauromaquia el concepto de excelencia no es privativo de una profesión genérica, sino que más bien debe referenciarse siempre a la actitud, a los criterios y metas, de una persona a la hora de afrontar el reto de su propia profesión en el universo taurino. Por eso, en el planeta de los toros la excelencia, sin violentar en nada su contenido propio, se le podría aplicar simultáneamente a Joselito y a Blanquet, al duque de Veragua, a aquel empresario que se llamé Eduardo Pagés o a “Badila”, el celebérrimo picador.
Si aceptamos aquella definición que se aplicó fundadamente a Domingo Ortega, la lidia y el toreo no son otra cosa que "la ciencia de parar, templar y mandar". En función del grado en el que se desarrolle dicha ciencia, el torero se acerca o se aleja de la excelencia.
Pero el maestro de Borox en su importante conferencia “El arte del toreo”, pronunciado en marzo de 1950 en el Ateneo de Madrid, a la hora de plantear la meta de esta excelencia venía a realizar una cierta exculpación de los toreros, a los que consideraba influenciados por los criterios de los aficionados, a los que implicaba directamente por consentir que se abandonaran las normas eternas del Arte del toreo.
Se quejaba Ortega que desde hacía unos años “oía decir a aficionados, periodistas, folletos y demás propaganda, que el toreo había llegado al sumum de la perfección, que era lo nunca visto”. Sin embargo, al realizar lo que llamaba un “análisis desapasionado”, el torero concluía que no era así porque en el camino se había quedado lo principal: “nos encontramos con que las normas del arte del bien hacer se han esfumado, el toro casi ha desaparecido – hablo en términos generales-; al menos este es el ambiente de la calle (….) Esto es lo que les queda en el fondo de la conciencia a todos los aficionados y escritores que echaron las campanas al vuelo”.
Y como remate su explicación de los condicionamientos de los toreros por ese ambiente eufemístico que rodeaba a la Fiesta, narraba lo que le ocurrió cierto día: “Cuando se crean estos ambientes es muy difícil sobreponerse a ellos; hay que estar muy curtidos y tener muy firmes convicciones para no dejarse arrastrar, pues a mí mismo me ocurrió́ una cosa muy curiosa. Teniendo que torear en Madrid el año cuarenta y tantos, vino a verme un crítico de toros, buen aficionado y amigo, y me dijo:
Cuánto de actualidad se encierra en este diálogo. Pero, sobre todo, resulta muy difícil definir con mayor precisión qué es la verdadera excelencia en la Tauromaquia, a partir de la preservación de las normas eternas, que pasa por encima de los gustos ocasionales de un momento; es, en suma, apostar por lo que Ortega llama repetidas veces en su conferencia “bien hacer”, con indiferencia si de ello dependía o no “el clamor de las masas”. Si hoy viviera el maestro de Borox probablemente habría ejemplificado sobre las diferencias profundas entre lo que debe entenderse como la excelencia en el Arte del toreo y ese otro concepto moderno “torear bonito”.
Pero podría decirse, y con toda razón, que la Tauromaquia de Ortega se construye cuando Joselito y Belmonte ya habían desarrollado su “revolución complementaria”, en feliz expresión del profesor Juan Carlos Gil. Y, en efecto, nada en el toreo fue igual a raíz de los nuevos fundamentos del Arte del toreo que implantan los dos toreros sevillanos. Lo que ocurre es que Ortega en este sentido fue un alumno aventajadísimo a la hora de asimilar sus enseñanzas.
Como explican autores como Gregorio Corrochano en “Qué es torear” (Madrid, 1955), Gallito entiende su oficio sobre la base de su profundo conocimiento del toro; a partir de ahí es como construye su tauromaquia, un camino en el que asimila la revolución trianera. Sus conocimientos de los instintos, de las querencias, de los cambios durante la lidia… Todo eso es lo que le permitió alcanzar la excelencia.
Juan Belmonte, en cambio, arranca de su obsesión por el temple, de llevar al toro toreado; en unos momentos lo hace por propia intuición, en otras –como le reconoció a Chaves Nogales– por sus propias limitaciones físicas. En su camino a dotar de excelencia a esa forma de entender este Arte, encontró lo que al comenzar le faltaba: la seguridad y el acortar los terrenos. De tal forma que sobre base del temple de sus muñecas construye el resto de su arquitectura taurina.
Joselito resolvía los problemas por la forma privilegiada que tenía de conocer los toros. Cuenta una simple anécdota Corrochano que dice mucho de esos conocimientos. Ocurrió toreando en el campo una becerra, que los presentes afirmaban que había que torearla sobre la derecha, de lo que discrepaba José. Cuando se comprobó que era un consejo equivocado, le preguntaron porque de antemano había dicho que ese no era el pit
Para Belmonte, por su parte, su base fue la teoría del temple la que le llevó a la misma meta, contraviniendo aquello de “así no se puede torear”. En el capítulo que su biógrafo llamó “Memorias”, Juan se refiere a la positiva evolución del toreo, aunque sin citarlo parece acercarse a la tesis actual del “hoy se torea mejor que nunca”, pero sin embargo luego da un quiebro copernicano a su modo de razonar: “Por ese camino, la lidia se convertirá fatalmente en un espectáculo de circo al modo moderno, es decir, desustanciado. Subsiste la belleza de la fiesta, pero el elemento dramático, la emoción, la angustia sublime de la lucha salvaje se ha perdido Y la fiesta está en decadencia”.
Si se piensa un poco, las tesis de José y Juan aparecen como el cañamazo que sustenta el Arte de torear según Domingo Ortega. Y es que siendo dos concepciones radicalmente diferentes, se cimentaban en un idéntico sentimiento a la hora de practicarlo con el grado de excelencia.
Podríamos seguir con este relato sacado de la historia, para extender esa forma entender la excelencia en la Tauromaquia a los demás protagonistas. Las formas de razonar de José, de Juan y de Ortega se podrían ir aplicando, como en determinadas etapas de la historia ha ocurrido, a todos los demás oficios que nacen en torno a la Tauromaquia.
Baste un último botón de muestra, cambiando de oficio. Baste repensar lo que ocurría en el tránsito entre el siglo XIX y el XX con los ganaderos históricos, cuando el mando principal de la Fiesta les correspondía. Aquello criadores tuvieron el buen tino de hacerles comprender, ya fuera a los toreros ya a los aficionados, su empeño y sus razones a la hora de criar al toro bravo. Precisamente por eso, gracias a aquella aspiración a la excelencia en su oficio, hoy cuando ha transcurrido mucho más de un siglo, seguimos siendo deudores de los encastes originarios que supieron crear.
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