El toreo, desde luego, es armonía. Como todas las artes grandes. Pero no menos fuerza debiera concederse a ese otro concepto que podemos definir como la variedad. Sin lo uno y sin lo otro nos encontramos ante un espectáculo que, con los ojos de hoy, encierra un punto de anacrónico, o al menos de una acusada vulgaridad repetitiva. Si antes de llegar a un tendido el aficionado ya sabe, si ya intuye con el fundamento de tardes anteriores, lo que ocurrirá luego, estamos arrumbado cuanto de misterio debe encerrar la Tauromaquia.
Tengo para mí que ahí radica uno de los grandes males que en nuestra modernidad más daño causan. Si nada cosquillea en el interior del aficionado cuando se dirige hacia una plaza, si no puede alimentar la inquietud de verse sorprendido, nos situamos ante una película de suspense cuyo final ya nos contó ese amigo patoso que nunca falta.
Desde Pepe Luis hasta Morante, pasando por Ordoñez y por Curro, quien ha tenido el privilegio de verles cuajar un ramillete de lances profundos y sentidos, ha conocido la excelencia. Pero ha comprobado también que si en todos los casos los fundamentos de sus lances fueron los mismos –ese clásico “cómo está usted, hola que tal, vaya usted con Dios”, de los tiempos mágicos–, no menor fue la profunda diferenciación que se daba entre un lance y otro, entre un torero y otro. Ahí radica, creo yo, la grandeza del toreo como arte, en su muy diversa policromía sin por ello apartarse de los cánones más clásicos.
Pensando en el aficionado llegado en estos tiempos actuales, si prescindiéramos de esta concepción fundamental, resultaría difícil explicarse esa atracción que sienten tantos por el morantismo. Unas veces con mucha verdad, otras con un punto de camelo, lo que en Morante llama la atención radica en que es distinto, en su concepción de la armonía y en la diversidad de sus explicaciones. No cabe concebir a este torero bajo los parámetros de la monótona vulgaridad.
Pero otro tanto advertimos hoy, para lamento de quienes compartimos semejante pasión, con los grados de comportamiento del toro. Demasiado tópico constituye ya acudir una vez más a esa realidad según la cual quien se ha sentido figura en todo este inmenso tinglado que es la Fiesta, siempre eligió aquellos encastes que mejor que se ajustaban a su concepción del arte; admitamos, incluso, que lo hacía a su mayor comodidad. Hasta puede entenderse con la lógica humana que los administradores traten de “cuidar” a sus toreros, cuando hay mucha temporada por delante y debe evitarse el estropicio de un percance que lo meta en la cama.
Todo eso tiene su coherencia, aunque luego se comparta más o menos. Pero lo indudable es que con este proceder se rompe el mito de la épica, que tan necesario resulta para preservar las raíces de aquello que está concebido para nacer entre la emoción y el riesgo. Eso que en feliz expresión ha venido en definirse como “el toro predecible” se ha transformado hoy en una maligna plaga, que amenaza con arruinar, como la carcoma, a todo el edificio colosal que es y debe ser el arte del toreo.
Si para nuestra desesperanza semejante componente predecible se extiende, además, al hacer del torero, estamos amamantando a esa implacable piqueta a la que nada se resiste a la hora de derruir lo que haga falta. Sin capacidad de sorpresa, qué triste queda algo tan grande; se empequeñece hasta tal grado que lo despoja de su valor heroico, para reconvertirlo en una repetición monótona y cansina. Nada puede alejarnos más de una recta concepción del toreo. Ni el ungüento amarillo del Dr. Fierabrás, pócima mítica y mágica que todo lo curaba, nos inmuniza frente a semejante enfermedad.
No cabe negar legitimidad a quienes, viendo semejante panorama, añoran en sus ensoñaciones que todo se arreglaría si en los corrales se le diera cabida al buey Apis, y se quedara a la espera del buen día en el que revivan José y Juan. Los sueños, además de gratis, pueden ser incluso bonitos, pero nunca reales. En nuestro caso, además, resultan un punto innecesario.
Recordemos algunas cosas, sin necesidad de más comprobaciones en las páginas de “El Ruedo”. Nadie puede negar que Pepe Luis y Ordoñez, por citar dos casos emblemáticos, para ir a Sevilla o a Madrid eligieron en su día los “núñez”, los “ape”, los “urquijo” de su época; pero con la misma naturalidad, sin necesidad de denominarlo gestas –que es concepto muy devaluado hoy en día por su mal uso–, el genio de San Bernardo se anunciaba año tras año con la corrida de Miura en la Maestranza y el de Ronda, que menudo era, no había sanisidro en el que no matara la de Pablo Romero o la del Conde la Corte, por ejemplo, y a ser posible para confirmarle la alternativa a ese torero que empezaba a despuntar.
Otro recuerdo. La gran corrida de don Carlos Núñez con la que “El Cordobés” conmovió, se acaban de cumplir 50 años, los cimientos mismos de la Maestranza, se movió en el entorno reglamentario de los 460 kilos; de los toros de aquel triunfo rotundo, crítico tan poco dudoso de complacencia con la vaciedad de los fraudes como Díaz Cañabate escribió: “¡Aleluya por los toros bravos, que demuestran su raza, que se dejan torear, pero que oponen su temperamento, hacen patente su casta!”
El problema principal del toro de hoy no es de báscula ni de pitones, sino de casta, o por mejor decir: de su descatamiento general. Aunque la frase, desafortunada como fue, del “toro artista” no debe sacarse de su propio contexto, parece poco negable que la torería actual la ha hecho suya y en la peor versión. Frente a la monotonía de todos los días lo mismo, Pepe Luis y Ordoñez tenían en su interior una permanente sorpresa, un misterio, que además explicaban con encastes diversos. A lo mejor, esto sí que es ese soñar despiertos al que antes me refería, pero tengo para mí que por esos caminos debiera discurrir la recuperación de la variedad y la armonía del toreo.
Con respeto a la opinión en contrario, cuando lo que se dilucida es esto, ponernos a discutir sobre el G-5 y Canorea nunca pasará de ser como una broma bastante pesada, de esas que el inoportuno de turno suele hacer en el momento más inadecuado, para cargarse la reunión de amigos. El problema crucial de la Fiesta no se sitúa en las peleas y discusiones intestinas, que a la postre acabarán siendo meras anécdotas sin género alguno de proyección histórica. Lo que debiera preocupar, de hecho: lo que abruma, a quien ama la Fiesta es aquello otro que más dice de las verdades auténticas y perennes del toreo.
Arramplemos con la variedad, hagamos que, ya sea el toro ya el torero, todos aparezcan cortados por el mismo patrón; hagamos que la armonía se transforme en permanentes y continuos desafinos. Lo que así estamos construyendo entre todos es, sencillamente, una ruina. No me atrevo yo a decir, cuando los tiempos bajan tan revueltos, que tal camino resulte irremediable de transitar, acudiendo a la excusa de ser el signo de los tiempos modernos. Lo que digo es que en momentos de esta trascendencia –que en los anales del toreo lo hubo en muchas otras ocasiones–, es cuando se han podido medir los valores profundos, las convicciones, de quienes han hecho profesión de cualquiera de las facetas de este arte, ya sea en el campo, ya en los ruedos. Hoy bien parece que todos prefieren quedarse como escondidos detrás de cualquier mata del camino; pero quien se decida a romper con ese actual “mejor dejarlo todo como está”, ocupará el lugar que siempre se reservó para los nombres históricos.
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