Hijos, tanto Antonio como Manolo –el otro poeta que quiso ser banderillero–, de uno de nuestros mejores
folkloristas, tuvieron uno de sus mayores éxitos con la obra «La Lola se va a los Puertos», con cuyos
intérpretes aparecen en la foto con motivo del homenaje que se les tributó. Los temas andaluces –cante
y toros– estaban enraizados en él, aunque la célebre generación literaria a que perteneció fuera tachada
de todo lo contrario.
Mucho se ha escrito de la célebre y celebrada generación literaria del 98. Y una buena parte del
análisis a que concienzudamente
fue sometida por los críticos, gira
alrededor de su antiflamenquismo. Pío Baroja, pasando por José Zorrilla, Armando Palacio Valdés, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas "Clarín", Fernán Caballero, Felipe Pedrell, Santiago Ramón y Cajal, Ramiro de Maeztu, Jacinto Benavente, Miguel de Unamuno y Antonio Machado, la mayoría de aquellos grandes escritores, por considerar que el país vivía un momento de grave trance histórico y social, repudiaron tanto al toreo como al cante y baile andaluz por considerar a ambas artes "chuscadas que embrutecían a las masas".
Eugenio Noel era, entre todos, el que más airada y continuamente gritaba su protesta. Tanto fue asi que para fundamentarla llegó a calar profundamente en las motivaciones y pormenores de nuestra fiesta nacional y en la raíz de las coplas flamencas, por lo cual, leído ahora, nos resulta el flamenquista más importante de su tiempo, por muy paradójico que esto resulte. Antonio Machado, aunque poeta de sentida y clara castellanía, era andaluz de ralea y naturaleza e hijo de uno de nuestros mejores folkloristas –"Demófilo"– y hermano de aquel otro poeta, Manolo, que hubiese querido ser banderillero. Naturalmente tales circunstancias pesaban en su ánimo, le dictaron, quizá, las palabras que puso en boca de Juan de Mairena, uno de sus poetas apócrifos. La teoría taurina de Antonio Machado es la siguiente:
"Vosotros sabéis mi poca afición a las corridas de toros. Yo os confieso que nunca me han divertido. En realidad, no pueden divertirme, y yo sospecho que no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para diversión. No son un juego, un simulacro más o menos alegre, más o menos estúpido, que responda a una actividad de lujo, como los juegos de los niños o los deportes de los adultos; tampoco un ejercicio utilitario, como el de abatir reses mayores en el matadero; menos un arte, puesto que nada hay en ello de ficticio o imaginado. Son, esencialmente, un sacrificio. Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dijéramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina: mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro”
Hasta aquí Antonio Machado considera mitológica a la Fiesta. Por lo que tiene de trágica niega que sea una diversión, una orgia, en el peor sentido de la palabra. Y ésta es una opinión que supongo compartirán muchos aficionados. Ahora bien, tampoco considera un arte a la tauromaquia, porque no encuentra en ella imaginación, sin tener en cuenta el arte que encierra toda improvisación y todo riesgo, la estética de una burla que pone de relieve el triunfo del hombre sobre la fiera, su supremacía.
Y continúa: “Nosotros nos preguntamos, porque somos filósofos, hombres de reflexión que buscan razones en los hechos, ¿qué son las corridas de toros? ¡Qué es a afición taurina, esa afición al espectáculo sangriento de un hombre sacrificando a un toro, con riesgo de su propia vida? Y un matador, señores –la palabra es grave–, que no es un matarife –esto menos que nada–, ni un verdugo, ni un simulador de ejercicios cruentos, ¿qué es un matador, un espada, tan hazañoso como fugitivo, un ágil esforzados sacrificador de reses bravas, mejor diré de reses enfurecidas para el sacrifico? Si no es un loco, todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo que no logra la maestría de su oficio antes de las primeras canas, ¿será acaso un sacerdote? No parece que pueda ser otra cosa. ¿Y al culto de qué dioses se consagra? He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior?”.
Bien se denota que Antonio Machado sabía que en el torero existe un dilema puramente metafísico bien difícil de descifrar, quizá un problema filosófico de complicado planteamiento y de imposible definición. Bien se percibe, por sus palabras maireneras, que conocía lo difícil de la ejecución de las suertes del toreo, cuando señala la dureza del aprendizaje. Y, finalmente, con cuánta oportunidad y razonamiento supone al matador de toros un sacerdote al servicio de un dios, un dios que podría ser –aun cuando Machado no lo diga– el dios del arte del pueblo, de un pueblo único. ¿Dios al fin?
© El Ruedo, nº 1.226, 19 de diciembre de 1967
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