En la cultura popular se aprende que el seny es una característica de la sociedad catalana que se fundamenta en un conjunto de costumbres y valores ancestrales que definían el sentido común en base a una escala de valores y unas normas sociales que imperaban en la Cataluña tradicional. Pero también se observa que en esa sociedad el debate entre el seny (la cordura) y la rauxa (el arrebato) viene a ser una manifestación de principios contradictorios en la persona; en el fondo, podría decirse que era el debate entre el bien y el mal.
Cuando se tiene la paciencia de releer los debates producidos a lo largo de los meses en Cataluña con ocasión de la ley por la que ahora se van a abolir los toros, necesariamente vienen a la memoria consideraciones como las anteriores. En aras de la libertad y la pluralidad, en realidad asistimos a un debate que se basa en la rauxa y margina al seny. Y casi da lo mismo si nos fijamos en el fondo que en las formas de ese debate; por cualquiera de esas vías se llega a la misma conclusión: frente al sentido común se impuso el arrebato.
Y la primera lección que de esa realidad convendría extraer es que quienes amamos la Fiesta y el Arte del Toreo no debiéramos incurrir en el mismo error de los abolicionistas. Nuestra respuesta a lo que consideramos el sinsentido de la prohibición no puede basarse en el arrebato, sino en la racionalidad, porque la razón no la tiene quien más grita, sino quien más fundamentos sólidos aporta al debate.
En este sentido, el debate de los prohibicionistas margina dos valores de gran importancia en cualquier Sociedad: la tradición y la historia. La apelación a ambos valores nunca puede entenderse como un mero aferrarse al pasado o como el recurso oportunista que obvia los valores de la modernidad. En el caso de Cataluña, resulta de toda evidencia que la tradición y la historia trabajan a favor de la Fiesta de los toros. Ya en 1559 la celebración de corridas de toros era “la forma habitual” de festejar grandes acontecimientos en la vida catalana [La Vanguardia,17 de julio de 1994]. Y muy en los comienzos del siglo XIX Barcelona ya cuenta con una plaza de toros: la de la Barceloneta se inauguró el 16 de septiembre de 1802.
Pero es que, además, no son precisamente pocos los intelectuales catalanes que se pronunciaron a favor de la Fiesta, precisamente contra los integrismos que provenían del absolutismo. El ensayo de Beatriz Badorrey que reproducimos en estas páginas es un buen ejemplo de ello, como igualmente ocurre con diversos escritos de Antonio de Capmany y Monpalau.
Cuando se asumen valores sociales como la tradición y la historia de poco sirve acudir –como ha hecho en los últimos días el alcalde de Barcelona– a simples valores estadísticos sobre la asistencia de espectadores. Si aceptamos que tal criterio sirve para justificar una prohibición, la lista de actividades que habría que tachar del ocio catalán sería interminable, comenzado por el cine y por determinados deportes –prácticamente todos, salvo el Barça–, todos los cuales tienen un menor índice de asistencia que los espectáculos taurinos.
Frente a estas realidades, la prohibición nace de una mayoría parlamentaria 55,28% de la Cámara, a la que no se le quita legitimidad alguna, pero a la que hay que recordar que cuando asumen las tesis de los denominados “animalistas” y las convierten en ley pueden aducir todos los criterios que consideran oportunos, menos uno: la razón social, porque la reivindicación que con tanto ardor han asumido representa –lo dijeron las urnas– exactamente al 0,26% de la sociedad catalana.
La legitimidad parlamentaria no por ello está exenta de algunos elementos justificativos, que son ya de más dudoso fundamento real. Y así, en aquel 55% de los parlamentarios que dijeron “sí” a la prohibición hubo de todo –basta leer los debates para comprobarlo–, que va desde el simple oportunismo electoral a tesis más estrictamente política sobre el soberanismo.
El oportunismo electoral en la práctica no resultó muy rentable: quienes con más fervor defendían la prohibición son los mismos que tuvieron peores resultados en las siguientes elecciones. El argumento del soberanismo catalán como opción frente a la españolidad, falla en sus mismos orígenes. Cómo se explicaría, en otro caso, que habiendo sido una iniciativa de la metrópoli colonizadora el trasplante de la Fiesta de toros a los países americanos, cuando llega la hora de la independencia en las nacientes republicas se ponen en cuestión y son abolidos mucho de los elementos llevados por los descubridores; casi todo, menos la Fiesta de los toros, sino que en cada una de esas naciones el Arte del Toreo adquirió nacionalidad propia.
No se trata, en suma, en agotar en las breves líneas de este Editorial todas las razones que avalan la defensa de la Fiesta. Se trata, más modestamente, de relacionar algunos de ejemplos, entre los muchos que se pueden poner, tratando de llevar racionalidad al debate, de aportar algo de ese seny que tanto se ha echado en falta en esta cuestión.
Para algunos pueden parecer discutibles. Para los que nos identificamos con los valores culturales y artísticos que se encierran en el Arte del Toreo, en cambio, lo que nos resulta incomprensible es que frente a unas ideas y una cultura, quienes se oponen a ellas tengan como recurso la descalificación y los incidentes callejeros, como los que organizan los animalistas, hasta el punto de exigir medidas preventivas de seguridad.
En el fondo, todas esas reacciones no dejan de ser ejemplos de una rauxa llevada a sus últimos extremos. Nosotros siempre apostaremos por el seny que, aunque ello sea menos ruidoso socialmente, está fundamentado en la racionalidad y el respeto a quienes piensan de forma diferente, pero también en el respeto a su libertad.
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