Tengo la impresión de que los grupos opositores a las corridas de toros sólo tienen en claro el presente inmediato. Les interesa el futuro o más bien, el destino de una serie de circunstancias que para ellos se están convirtiendo en “paradigmas”, pero olvidan, omiten o echan de menos el pasado, ese aglutinante en el que se han configurado diversas expresiones de la cultura, así como tradiciones cuya constitución es ingrediente integrador de los pueblos o las naciones. Consideran ese territorio como un elemento que ya no cabe en el significado de los nuevos horizontes que van de aquí y hasta un futuro impredecible. En las más recientes colaboraciones que he venido redactando para dar cabida a esta sección, además de que aún no termino en hacer una completa exploración de las reacciones habidas con organizaciones en defensa de los derechos de los animales y el mensaje que están emitiendo personajes cuyo protagonismo se viene convirtiendo en liderazgo emblemático. Conviene, por otro lado, entender sus verdaderas intenciones para saber en qué medida vienen actuando o posicionándose en lugares estratégicos que luego pueden ser riesgosos si nosotros, los aficionados no somos capaces también de dar cara y hacernos de una digna trinchera. Pero entiendo en esas primeras lecturas que es el pasado uno de los argumentos inexistentes en su discurso. Parecen negarlo porque en él se encuentran los elementos que han causado el mayor de los daños a sociedades que descalifican por la descomposición en que han caído al seguir manteniendo usos y costumbres que ya no corresponden con la realidad de nuestros días.
Es cierto, las cosas han cambiado radicalmente. El acelerado ritmo de la sociedad que hoy enfrenta lo que los sociólogos denominan “segunda modernidad” nos lleva a entender y a procesar todos los acontecimientos de una manera mucho más rápida y práctica. Así como la revolución industrial comenzó a generar un daño desde que esta entró en acción desde finales del XVIII y durante todo el siglo XIX, ha llegado a nuestros días alterando una serie de ciclos naturales a gran escala, al grado de que es el cambio climático una de sus principales consecuencias. La incorporación de la computadora y con ella, la llegada de herramientas como la internet, así como la aparición vertiginosa de “Facebook” y “Twitter” como instrumentos de participación en redes sociales a gran escala, han venido transformando de manera vertiginosa los destinos nacionales o internacionales como antes no se veía. La caída de Mubarak, el reciente asesinato de Muamar el Gadafi, las movilizaciones en España, Grecia, Estados Unidos, e incluso en nuestro país de los “indignados”, no son sino la respuesta eficaz y contundente de todos estos aspectos, enunciados en términos de su más notoria relevancia a nivel global.
Pues bien, en lo personal me parece que todos estos elementos se encuentran al servicio de sectores perfectamente afirmados en una sociedad que reclama lo que ya no cabe como fruto del pasado. Al renegar del pretérito su contemplación sólo tiene ojos para un presente, pero sobre todo para un futuro que es aún todavía más inestable e inseguro. Al ritmo en que se vive hoy día, no me queda claro cómo afrontaremos siquiera el futuro inmediato. Las crisis económicas están agobiando en términos de un desequilibrio, pero también de un desgaste social que pronto podría tomar actitudes más contundentes y radicales. Cuando tengo necesidad de escribir todo lo que hasta aquí he pretendido decir, es porque en efecto, los movimientos que se están levantando en contra de las corridas de toros puede que tengan un peso de razón, pero no la suficiente pues entonces caemos en el terreno de los deberes y los derechos que establecen diferencias muy claras entre la raza humana y la raza animal. Si la pretensión es dar a la raza animal atributos que sólo corresponde a la humana, estamos cayendo en un equívoco que debe solucionarse marcando la natural diferencia que comienza en el raciocinio. Por otro lado es preciso aclarar que los pueblos, en buena medida se han integrado a lo largo de los siglos en sociedades que construyen formas de ser y de pensar, con sus creencias y preferencias. Desde luego lo que hoy somos como grupo social sería imposible que se adaptara si, por razones de un “túnel del tiempo”, tuviésemos que regresar 100 o 200 años atrás; o viceversa. Quedan en el ambiente o en el imaginario colectivo una serie de circunstancias que seguimos conservando –cambia la forma, el fondo permanece-. Y en ese sentido, las corridas de toros son un ejemplo muy claro.
Quedaron establecidas en México luego de que ocurrió un proceso de conquista, de expansión y de guerra. Se impuso no el poderío español, que era más bien un frente de batalla muy débil, pero se intensificó gracias a que se unieron grupos indígenas que estaban sometidos, sobre todo por el imperio azteca. Fue la espada primero. Luego fue la cruz. En esa medida, los misioneros cumplieron un papel incómodo, destruyendo la religión que practicaban los pueblos prehispánicos para imponer otra. Se había producido, para bien o para mal, nunca como efecto maniqueo, un mestizaje el cual, trajo consigo diversas formas de expresión en el campo de la vida cotidiana. Las nuevas generaciones inmediatamente después de esa etapa colonizadora se amalgamaron y fue así como el padre español y la madre indígena se empeñaron en adaptarse a una nueva realidad en la que se acomodaron diversas formas de vivir. Una, entre muchas, fue la de compartir el toreo, como lo fue, y sigue siendo la religión; como lo fue y sigue siendo también el burocratismo que, desde Felipe II y hasta nuestros días permanece incólume.
En esa nueva condición de adaptarse y asumir, hacer suya una condición que formaría parte del devenir histórico, los toros como espectáculo se convirtieron en elemento que cohesionó no sólo desde el ritmo de lo profano. También de lo sagrado, y esto, tomó siglos; sigue configurándose. Y hoy, en pleno siglo XXI, esa “rara avis” como ya es vista la tauromaquia, permanece viva en medio de nuevos escenarios y formas de pensar. No es posible, reflexionarán algunos, que un espectáculo anacrónico y “salvaje” como es el de los toros, aún siga perviviendo con su dinámica, una dinámica que ha acumulado siglos de configuración, de acomodos y reacomodos hasta ser lo que hoy día es: Una clara herencia de ese pasado que ahora pretenden borrar, sin más.
Los toros como fiesta o espectáculo, contiene diversos elementos rituales, lúdicos, de profundo arraigo que hace suyo un pueblo, sin que existan de por medio diferencias de ninguna especie (sobre todo las que se refieren a las escalas sociales). En ese sentido y de esa manera se explican las corridas de toros, como convocantes y materializadoras de un proceso que decanta en la celebración, en la congregación colectiva que acude a un espacio abierto donde se pondrán de manifiesto un conjunto perfectamente articulado de condiciones donde diversas mayorías se convierten en testigos no sólo del ritual en sí, sino del resto de otras tantas expresiones en las que habita lo técnico o lo estético, dos razones entre muchos que justifican su puesta en escena. Y si en todo ese amasijo de condiciones que la constituyen, se entiende que va de por medio el desempeño de cientos, quizá miles de otras tantas personas que destinan una fuerza de trabajo y de eso depende su ingreso, pues vamos entendiendo mejor que el asunto ha encontrado a lo largo de varios siglos, entre otras cosas, una razón más de ser.
Por esas y otras muchas razones vale la pena explicar qué son las corridas de toros, sobre todo en el siglo de los avances vertiginosos. Espero que estos no sean signos de moralidad puritana que apuesta por impedir determinados hábitos que las sociedades han procesado a lo largo de muchos, muchos años.
El asunto apenas ha comenzado a despuntar. Debemos irnos preparando para argumentar y defender con mejores razones el significado de una fiesta, mismo que se pierde en la noche de los tiempos. Pero es preciso que nosotros, los taurinos, no nos perdamos tampoco en el falso y vago discurso de los lugares comunes.
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