El trono del arte es una silla de nea. O un asiento de esparto, tan sobrio y flamenco. Se pose allí la garganta milenaria de Enrique Morente o los glúteos acuchillados de Morante. El quinto de la tarde, que se llamaba Arrojado y era de Núñez del Cuvillo, pero que nada tenía que ver con aquel indultado en La Maestranza, le había dejado al de la Puebla las carnes traseras marcadas tras un par de banderillas. Y con los dos puntazos frescos y un remedo en la taleguilla pidió Morante la silla. La silla de Nimes, la de Rafael El Gallo, la del arrebato de genialidad. A las 12.200 almas que pusieron el cartel de No hay billetes en El Puerto de Santa María les dolían las manos de tanto dar palmas por bulerías. Morante, en el trono del flamenco.
En ese instante la tarde entraba en el olimpo de los recuerdos. El mano a mano de ayer entre Morante y Manzanares fue el reverso del que protagonizaron en la misma plaza el de la Puebla y José Tomás en 2008. Entonces resultó un combate nulo; el de ayer, empate a los puntos. Cuatro orejas cortó cada uno de los diestros, ante un público emborrachado de arte y torería, y fácil de pañuelos. Da igual, este toreo habría calado y triunfado en cualquier plaza del mundo. Tras el primer gran duelo de Cultura, la gente salió toreando el aire: ¡victoria!
Sólo un pase por alto le pudo dar sentado Morante a Arrojado. Pero ya daba igual todo. Le ganó terreno al toro con la silla a cuestas, como hacía el Gallo, pero no pudo sentarse más. La silla es arrebato, amplitud de miras, ensanche de la tauromaquia contemporánea y antídoto de los pegapases. La silla es sabor añejo, como esos ayudados por alto con los que culminó Morante una buena faena, tras gustarse con la zocata. Ayudados que vaciaron la embestida y al torero, ya exhausto y dolorido, pálido y abandonado al embrujo. Ayudados para romperse la camisa. No exagero. La estocada, trasera, tendidita y pelín desprendida, pero de efecto suficiente. Dos orejas quizás exageradas, quizá poéticas.
Otros dos despojos le habían concedido en el tercero, al que saludó con tres verónicas marca de la casa (la segunda aún la está dando) y una media eterna, sublime. De capa no le tose nadie. En la muleta el toro se aquerenciaba. Morante lo abrió a los medios con oficio, pese al viento. Dio seis tandas enormes: una por la derecha, otra por la izquierda… y así, alternando manos, cosa curiosa. Tras la cuarta tanda (o sea, al natural), se inventó una trincherilla como sacada de un cuadro de Diego Ramos.
Morante es Cultura. Volvía Currito de la Cruz -homenaje a la gracia de Pepín Martín Vázquez-, como en Vistalegre al nacer la temporada. O mejor aún. Pinchazo y estocada casi entera. Del pinchazo no me acuerdo. Dos orejas y vuelta al ruedo a Ignorado, un burel con fijeza de pegamento. Pero excesiva la vuelta. En el primero, poco pudo hacer Morante, si a seis verónicas rotas (la última, para enmarcar) y una media jonda se les puede llamar poco.
Y el trono del arte es el toreo caro. La plasticidad, el enrosque, la cadencia y el temple. Sobre todo el temple. Manzanares baila muy despacio, acompasado y generoso, con los toros. Se los mete en el saco. Les tiene cogida la medida a los cuvillos. Sonaba en el cuarto Suspiros de España (hasta la banda estuvo de dulce) y Manzanares templaba tres tandas largas, acopladas. Al ritmo del sueño de una noche de verano. Pelón era un bombón en la muleta, con más fijeza y nobleza que fondo. Antes, había rehuido las varas como Rajoy rehúye a Camps. Había salido abanto el bruto, pero el alicantino lo hechizó en los flecos de la tela. Estocada recibiendo, tras perfilarse en largo, y Pelón que no doblaba. Aviso, descabello fallido y se echa. La cosa se enfrió y se quedó en una oreja.
El segundo fue alegre y bravo al caballo. Gran puyazo. En medio de un silencio maestrante, Manzanares lo mimó y sacó naturales de uno en uno, suaves y cadenciosos, cada vez más hondos, inmensos los dos últimos. El toro tenía poco fondo. Estoconazo hasta los gavilanes y oreja de ley. Otro cañonazo dio en el sexto el alicantino, tras una faena igual de mimosa y medida. Plástica y templada también, claro. Y después de una nueva lección de su cuadrilla. Sublime Curro Javier, como siempre. Dos orejas para Manzanares, quizá exageradas, quizá poéticas, quién sabe ya, qué sé yo.
Qué sé yo ya, después de semejante diluvio de torería y arte. La de ayer fue de las tardes que hacen afición. A la salida, un setentón con pinta de pescador portuense, la cara ajada y prieta, ceñía unos derechazos al aire llenos de empaque. Y le decía a su compadre: "No, no, fue así, así…" y toreaba más despacio aún. Eso es el toreo.
0 comentarios