En la plaza de toros “México”, se han celebrado en estos últimos días un par de festejos de los que me gustaría esbozar algunas ideas y conceptos. El domingo 18 de noviembre de 2012, el cartel estuvo formado por Ignacio Garibay, Alejandro Amaya y Daniel Luque, quienes lidiaron un encierro de La Estancia. Un día después comparecieron Uriel Moreno “El Zapata”, José Antonio “Morante de la Puebla” y José Mauricio, que se las entendieron con 3 de Jorge María y 3 de San Isidro, con ello hay suficiente materia para realizar algunos apuntes al respecto. Veamos.
Del 18 de noviembre me queda claro que habiendo sido un cartel atractivo, la gente no respondió como se esperaba. La tarde fue por demás luminosa, aunque el viento hizo de las suyas, estropeando por ratos el desempeño de los tres espadas, sobresaliendo con mucha ventaja Daniel Luque, a quien correspondió un ejemplar de los poco potables de los de La Estancia, justitos en presentación y bravura, al que logró entenderlo hasta conseguir la faena de la tarde, la que fue de menos a más, hasta llegar a ser tan intensa que los asistentes reconocieron la capacidad del sevillano, y después se deleitaron con el arte a raudales con el cual cimentó aquel trasteo, culminando con una estocada que le valió, en conjunto, el corte de dos orejas así como la postrera y merecida salida a hombros. De Ignacio Garibay debo decir que, como aquella novela de Andrés Henestrosa, “Los hombres que dispersó la danza”, colmada de relatos zapotecas, el sólo nombre de la misma sirvió para que él también mostrara su dispersión, pero sin poder trocar en nada los posibles encantos para conseguir siquiera algún momento sobresaliente, que no los hubo, sino por momentos. Es más, “estaba como ausente”, que lo diría en algún verso Pablo Neruda. A su primero le pudo en ciertos pasajes, pero sin redondear, esperanza en la cual estaban fijas todas las miradas. Incluso la estocada, que fue certera ni siquiera se convirtió en razón para convencer al juez de plaza que no concedió apéndice alguno, a pesar de la regular petición. Y ya en el cuarto, a Ignacio se le notaba desdibujado, con todo e intento de sobreponerse apenas al capítulo en que el de Sevilla se había alzado con dos apéndices en la faena del anterior. De Alejandro Amaya, tengo la impresión de que su puesta en escena estuvo cargada de academicismos, acartonada, afectada por cuanto intento hubo en hacer las cosas cual si se tratara de seguir una tauromaquia al pie de la letra. Entre esa fallida búsqueda de lo perfecto, pero sin romperse en ninguna pasión desatada, así como por el irreverente trato de algunos sectores del público, que no olvidan su relación familiar con un político cuyo peso representó, y sigue representando esa estela de desprecios que el pueblo no olvida; tal pareciera que el mundo se le vino encima, de ahí que no pudo entrar en el gusto de la afición.
De la segunda tarde al hilo, con algo más de presencia en los tendidos, rematada por un cielo encantadoramente azul, sin nubes de por medio, y con algún vientecillo, vimos en primer término a un Uriel Moreno toda demostración de capacidades con la capa. Y no se diga con las banderillas, aunque queden por afinarse una serie de incómodas reacciones de entusiasmo suyo, que no se corresponden con la maravilla en que puede convertirse ese tercio de la lidia. Lamentablemente todo aquello se derrumba en cuanto se desarrolla la faena de muleta, donde todavía no puede conseguir un trasteo técnicamente perfecto. Deja desmayada la muleta en el último tiempo, porque simple y sencillamente no templa, codillea e incluso al desplazar la franela por uno u otro lado, esta se ve moverse hacia arriba o hacia abajo. Es decir, si comienza con mucha seguridad a pegar el pase, termina vaciando el mismo en el siguiente tiempo, lo que debe provocar que el toro en suerte pueda incluso hasta cambiar de lidia. Por tanto, acude a los recursos de relumbrón y a lo efectista consiguiendo con ello alguna leve recuperación de esperanza en el conjunto de su labor, que como en este caso, se perdieron en ese mar de pinturerías, pinceladas apenas, bosquejo de una faena todavía imposible de culminar en su ya consolidada primera etapa, con vistas a convertirse en figura del toreo, si es que así lo pretende, pero que debe pulir una y otra vez, hasta conseguir definirse como el “Zapata” que todos queremos.
A José Antonio “Morante de la Puebla” le pintaron bastos en el sorteo. Su lote, fue de los que se consideran como “infumables”. En el primero de ellos, sudó tinta y es que aquel morlaco de Jorge María, era un concentrado de mansedumbre, malas ideas, agregándose a aquel panorama el hecho de que estaba reparado de la vista. Por tanto, lo que vimos fue a un “Morante” lidiador, que insisto, pasó apuros, y se lo quitó de encima en forma decorosa. En el quinto, cuando parecía que las cosas iban a rodar un poco mejor, el desencanto se apoderó una vez más de la situación. Pero no contábamos con que José Antonio, a base de dominio y maestría logró “hacerse” del enemigo, hasta meterlo en la muleta, no como hubiese deseado, pues el de San Isidro era remiso y había que echarle los vuelos de la muleta en los belfos en forma intermitente. Pero en cuanta oportunidad hubo en que “Morante de la Puebla” luciera su gran estilo de artista, surgieron inconmensurables una serie de muletazos, sobre todo por el lado izquierdo en que saboreamos aquel dominio, aquel desparpajo y el revuelo del arte que cimbraron, en conjunto a una afición que terminó entregándose a sus encantos.
Si bien la media estocada, a un tiempo y además perpendicular no era lo que todos esperábamos, sí fue suficiente para que doblara. Pero tampoco esperábamos que de una petición, y sí que la hubo, el juez en forma contundente, y vía “fax trac” otorgara las dos orejas, lo que vino a provocar algunas reacciones en contra. Aún así, la vuelta al ruedo debe haberle sabido a gloria al de la Puebla del Río.
De José Mauricio tengo la impresión de que salió desprejuiciado, sin prurito alguno, pero sobre todo sin trauma de ninguna especie, ante el hecho de alternar con dos importantes toreros. Solvente con la capa, más tarde quiso –aunque no pudo-, redondear sendas faenas con la muleta, en donde eso sí, faltó continuidad. Corriendo la mano a placer, sólo se conformó con integrar series de 3 o 4 muletazos y no más, lo que deslució en su intento de encaramarse a alturas insospechadas. El sexto de la tarde, que fue el de mejor recorrido y también el mejor presentado, estaba ahí para una faena de época. Lamentablemente José Mauricio no pudo descifrar el misterio por lo que la caja de Pandora y el pomo de las esencias quedaron sin abrirse una vez más.
Ya apuntaba, al principio de estas notas que el común denominador de los dos encierros fue su justa, justita presentación. A ello hay que agregar que en doce ejemplares, la bravura brilló por su ausencia. Y en todo caso, se dejó notar una nobleza combinada con mansedumbre, al grado de que el tercer ejemplar del día 18, de La Estancia, que no tuvo más que eso, nobleza, se volvió contrario en dos ocasiones (y digo se volvió contrario, pues al salir de dos muletazos de Daniel Luque, y en el desplazamiento con que galopaba lo hizo dando una especie de ocho con tendencia a las tablas, signo notorio de mansedumbre). Aún así, el juez premió a aquel ejemplar con un “arrastre lento” que puso en duda a la bravura en su conjunto, pero también a la reputación del propio representante de la autoridad, que “patinó” en tal decisión.
Finalmente, los tendidos, en una y otra tarde, estuvieron plagados de importantes sectores de asistentes que nunca se enteraron de que estaban en una plaza de toros. Gritos futboleros, de rufianes de cantina y chiflidos con que pretendían reclamar tal o cual faena, seguramente sin haberse enterado también de que para apreciar la lidia en su conjunto, es necesario admirar las características propias del ganado y no solo lo que realiza el torero, de ahí que terminen yéndose de la plaza con la triste realidad de haber visto nada más que la mitad del espectáculo. Cosas veredes…
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