En la célebre cena que la intelectualidad española dedicó en noviembre de 1944 a Manolete en el restaurante Lardhy, de Madrid, a la hora de los discursos uno de los oradores vino a decirle al torero cordobés: “Te invitamos a ser nosotros y reconocemos el arte de torear con la misma categoría estética que otras Bellas Artes”. Pero si atinadas fueron tales palabras, no pueden separarse de la respuesta que el homenajeado le dio: "Yo soy vosotros, pero en mi creación hay algo más: la muerte verdadera, por lo tanto me diferencio en un matiz que me hace distinto"
Será difícil argumentar más sólida y fundadamente la naturaleza artística del toreo, pero sobre todo su elemento diferencial con respecto a otras disciplinas artísticas. En tan escueto intercambio de palabras encontramos lo que en el fondo es la esencia misma del Arte del Toreo, e incluso de la propia Tauromaquia.
Si por el bien de cuanto es y representa la Tauromaquia el torero nunca debiera bajarse de ese pedestal propio de un mito que raya con lo heroico, la concepción del toreo tal como se expresó en aquella noche de Lhardy va mucho más allá del discurso entre la vida y la muerte, tan aplicado en la historia a todas las situaciones que en sí misma son límites. Más bien está situándonos ante la realidad propia y singular que quien mira con limpieza hacia el toreo percibe cualquier tarde de toros.
Algunos entienden que ese incluir al torero entre la mitología de los héroes no deja de ser, sobre todo hoy en día, una forma más o menos romántica de expresarse, casi un recurso meramente literario. Incluso entre quienes en nuestros días se visten de luces podríamos poner ejemplos de esta forma de comprender el papel del torero. Y no es cierto.
El torero es lo que es porque es distinto a todos los demás artistas, y lo es porque ese matiz que añadía Manolete es real, completamente real, cada tarde que sale a un ruedo, aunque en las más de las veces no tiene por qué concluir en tragedia. La tragedia no resulta necesaria que se materialice para justificar este elemento cualitativo que diferencia al toreo. Basta con que sea posible. Y en un ruedo tal posibilidad se encuentra agazapada, a las pruebas me remito, en un momento insospechado, en una suerte inesperada, hasta en un elemento marginal. Está ahí, en un compás de espera; pero está ahí de manera real, se dé o no se dé luego en la práctica.
¿Qué luego en la práctica esta realidad puede ser edulcorada, hasta convertirla en una proposición un tanto light? Es posible. Más: ocurre en nuestros días, como pasó en otras épocas. Pero eso en nada disminuye la realidad verdadera del toreo. Y no lo disminuye por razones de todo orden. ¿Acaso Joselito, Manolete o Paquirri no murieron en plazas de un segundo orden?, ¿acaso la mortal cornada de El Yiyo no ocurrió en la postrera acometida de un toro ya herido de muerte?, ¿acaso a don Antonio Bienvenida no nos lo quitó una becerra? Los ejemplos de circunstancias tan diversas como las que constan en la historia lo que vienen a acreditarnos que el riesgo está ahí, siempre presente.
Quienes no alcanzan a comprender cuanto de verdad encierra esta realidad del toreo, quienes no puedan valorar su enorme grandeza, jamás entenderán la verdadera naturaleza de este Arte, e incluso no tendrán posibilidad de aproximarse a su propia concepción como un Arte grande y diferente a todos los demás.
Por más polémicas que se puedan argüir en torno a los toros, lo único seguro es que el riesgo existe. Esta es una de las verdades permanentes de la Fiesta. Como es un hecho cierto que ese riesgo se corre por algo tan sublime como la creación de un arte. Es lo que explica, aunque no hubieran existido Talavera, Linares, Pozoblanco o Colmenar, que la verdad eterna del toreo permanece inalterable.
Por eso la figura del torero linda con la mitología de los héroes. Y así debería seguir siendo, aunque en ocasiones sean los propios protagonistas los que desmitifican su oficio. En el fondo, porque en el platillo de un ruedo se concentra, a pesar de todos los pesares, demasiada verdad. Y ocurre así porque allí se conjuntan dos elementos definitivos, como son la creación de un Arte y el riesgo cierto al que se expone quien lo crea. Ahí radica toda la razón de ser de la magnitud verdadera del toreo.
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