La costumbre inveterada de marcar al ganado como distintivo o identificación de pertenencia, fue una necesidad perentoria del hombre primitivo desde que comenzó a domesticar los animales, primero para distinguirlos de los de sus vecinos, en caso de que se mezclasen, y por otro evitar el robo del ganado; marcas que, posteriormente, desembocaron en la fórmula utilizada para legalizar la pertenencia del ganado de forma oficial.
Plácido González Hermoso, un verdadero estudioso de los temas relacionados con la Fiesta de los toros, como deja constancia en su web Los mitos del toro, como ya en la antigüedad –y nos remontamos a 9.000 años a. de C.– se encuentran ejemplos muy diversos de esta forma de proceder. Siglos mas tarde, con el descubrimiento de América se trasladó a la Nueva España el requerimiento de que cada ganadero debía tener una marca única e identificable que, posteriormente, fueron registradas en un libro en la ciudad de México, vigente hasta 1778, fecha en que fue trasladado a la ciudad de San Antonio, la segunda ciudad de la ganadera Texas.
También tenemos noticias de que los primeros bovinos trasladados a la Nueva España se realizó en tiempos de Hernán Cortés, en 1537, quien formó una ganadería en el valle de Mexicaltzingo, (municipio de Toluca del estado de México), y que marcaba su ganado con un hierro integrante por tres cruces latinas.
Tras el comienzo de la conquista de la ganadera Argentina, en 1527, y los siguientes asentamientos en años sucesivos por el noreste del país, se instaura la “Gobernación del Río de la Plata”, dependiente del Virreinato del Perú, cuya autoridad decreta, en 1576-77, la obligatoriedad de marcar el ganado. Al amparo de esa legislación se dio un hecho curioso en la provincia de Córdoba, en la que un ganadero reclamaba el reconocimiento exclusivo de su marca, o hierro, petición que le fue concedida en 1585. La exigencia y el celo en el cumplimiento de dicha legislación llegó incluso a decretarse en Buenos Aires, en 1606, la prohibición de sacrificar o vender cualquier animal que no estuviese marcado.
Para poder ejercer el control de las actividades ganaderas se creó, por el Cabildo de Buenos Aires, en 1609, una oficina exclusiva para el registro de marcas, cuyo primer ganadero registrado, parece ser, fue don Manuel Rodríguez, cuyo hierro consistía en dos bastones, o báculos, cruzados.
Las marcas se registraban en el libro correspondiente en la Tesorería y se publicaba periódicamente una circular con las nuevas marcas. En la terminología usada se hacía diferencia entre “señal” (que era el signo aplicado a la oreja del animal vacuno u ovino) y “marca” (la figura o signo aplicado en cualquier parte del cuerpo).
Solo con estos dos ejemplos, en dos puntos opuestos de la América española, ponen de manifiesto el ordenamiento jurídico-ganadero que acompañó a la conquista.
De todos es conocido que la cría del toro bravo siempre se ha realizado de modo extensivo, generalmente en dehesas con abundante arbolado de encinas y en total libertad, con las únicas limitaciones que imponían las lindes perimetrales de las fincas, sin que apenas existieran tantos cerrados como en la actualidad, que en ciertas ganaderías parece que los toros están estabulados, más que en libertad.
En una obra titulada “Sevilla en la Historia del Toreo”, escrito por Don Luis Toro Buiza, éste nos relata las andanzas de un noble bohemio, el Barón de Rosmithal, cuñado del rey de Bohemia, hoy república Checa, cuando, allá por el año 1466-67, realizó un viaje por España y Portugal, y la extrañeza que le produjo al noble viajero: “… que los ganados no estuvieran recogidos en las casas de labranza y que pastasen sueltos en las dehesas señalados por un simple hierro”.
Sánchez de Neira nos habla, en su tratado “El Toreo”, de un tal D. Juan Álvarez de Colmenar, que en su obra titulada “Las Delicias de España y Portugal”, que dice fue editada en francés en Amsterdan en 1741 (una edición, también en francés, de 1715 se conserva en la Biblioteca Digital de la Comunidad de Madrid), en ella se describe la forma de celebrar las corridas de toros en el primer tercio del siglo XVIII y la forma de proveerse de los toros que se necesitaban para los festejos reales: “Algunos días antes van a la Sierra de Andalucía, donde se hallan los toros salvajes más furiosos, y los cogen por estratagema…”. Con abundancia descriptiva relata la forma de apresarlos, para lo que construyen unas empalizadas a lo largo de los caminos, a donde los llevan acompañados de cabestros y unas vacas amaestradas, llamadas “mandarinas”, para incitarlos a seguirlas, y una vez estabulados en una especie de corral que construyen en medio de la plaza: “…Cuando ya han descansado, se les hace salir unos después de otros y paisanos jóvenes, fuertes y robustos, llamados herradores, vienen, los cogen un par por los cuernos y otro por la cola, los marcan con hierro hecho ascuas y les cortan las orejas…”.
Aunque hasta mediados del siglo XVIII no aparecen las primeras ganaderías españolas perfectamente identificadas, entre cuyos ganaderos famosos figuraron D. José Gijón, los hermanos Gallardo, D. Rafael Cabrera, el conde de Vistahermosa etc. no es hasta el siglo siguiente cuando se generaliza la costumbre de marcar y numerar los toros de lidia, tal como señala Cossío: “la costumbre de numerar las reses data de mediados del siglo XIX, es decir, del tiempo en que la selección de las ganaderías empezó a tener un carácter riguroso y una orientación segura”. No obstante dice Cossío que “el duque de Veragua (D. Pedro Colón y Ramírez de Baquedano, decimo tercer duque de Veragua, 1821-1866) no numeraba los becerros y los diferenciaba por la forma y el lugar de estar colocado el hierro”.
Aún así algunos siglos antes ya existían vacadas en España y así lo señala Guerrita, en su Tauromaquia. Al ocuparse de la ganadería que considera más antigua, afirma que ya “en el siglo XVI y XVII, los toros de esta vacada (se refiere a la de D. Alonso Sanz, que se anunció después a nombre de su nieto D. Pablo Valdés), conocida por los de Raso del Portillo…eran los que, con los de la vega del Jarama, se lidiaban en las funciones reales”.
A partir de mediados de ese siglo XIX, las legislaciones sobre el control del toro bravo se han ido sucediendo con relativa periodicidad, “como instrumento básico para su mejor defensa, conservación y selección”, argumentos reseñados por el B.O.E. de 7 de febrero de 1980, para aprobar la reglamentación específica del “Libro Genealógico de la Raza Bovina de Lidia”.
Con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, toda la legislación al respecto ha tenido que adecuarse a las directrices comunitarias de modo que, aún respetando las normas generales, se mantiene y defiende la especificidad de la Raza Bovina de Lidia y así ha quedado regulada la “Reglamentación Específica del Libro Genealógico de la Raza Bovina de Lidia”, por una Orden, de 12 de marzo de 1.990, del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación,.
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